Ferrè

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En los usos anglosajones del vestir estaba la afirmación de una pertenencia mientras que en Italia fue siempre más cuestión del brillo personal. Recién muerto, Ferrè vino después de la zapatería de Ferragamo, la fina camisería napolitana, Kiton, los sastres de Brioni que tenían tomada la medida a los espías. Hollywood se empezó a alejar de Savile Row. Los setenta, casi siempre para mal, cambiaron muchas cosas. No se trata de una reviviscencia de lo clásico pero empieza su auge el Made in Italy para definir el lujo a la contemporánea. Armani le quita el forro a las chaquetas en un camino que –con el tiempo- llevará mucho pecado. Ferrè tuvo siempre la versión de la elegancia más suntuosa, más bizarra, cercana siempre a la exageración, sin abandonar una noción del buen gusto, con la altivez mediterránea de mostrar sin vergüenza el saber hacer. Hoy sus ropas sirven para vender colonias, gafas de sol y corbatas con rebaja en los aeropuertos. Los trajes quedan para los emires árabes y la nueva mafia rusa. En todo caso, ahí queda Ferrè, orgulloso y gordo, estirado, tímido y cordial, expansivo en sus cenas y su exceso, magistral todavía en elegancias antes de que la casa Dior fuera tomada por los bárbaros. Le gustaban la música, el chocolate, la repostería, tan rara personalidad entre las imposturas.

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