Luis Aragonés

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El manteo a Luis Aragonés es una gloria de última hora para quien ha conocido esas cosas tan tristes del fútbol como perder en El Sardinero un domingo de lluvia. Con más de treinta años en inciertos banquillos, Luis Aragonés no sólo habrá aumentado su colección de chándales sino que habrá visto el envés de toda vanidad: los despidos fulminantes, los presidentes como divos, los jugadores más torpes o más incivilizados, los periódicos en su contra, los hoteles de una noche y los bolos a los que se viaja en autobús. Este escepticismo de la experiencia se ha sumado al escepticismo natural de un hombre gruñón, melancólico, en nada condescendiente con las trampas de la seducción mediática que le obligaban a ser simpático, elocuente y aseado. Aragonés no se ha permitido ni una sobreactuación en la victoria, con las maletas ya hechas hacia Turquía por la razón de que tiende a ser un hombre despechado. Como nadie es del todo inmune a la alegría, es posible que Aragonés sueñe con volver al Casino de Torrelodones a jugar con fichas de las gordas.
 
Aragonés tiene la pinta y el mal humor de los taxistas pero ante todo tiene ya su hornacina en la leyenda colectiva como aquel que tenía la razón contra el mundo. En Francia, Luis es nombre de rey y aquí es nombre de entrenador de fútbol: Luis es una referencia única y todo el mundo sabe quién es Luis como todo el mundo sabe quiénes son en España Felipe o Federico. La victoria en la Eurocopa pronto alcanzará altura mítica y a Luis le sirve para bañar en oro una reputación dañada por las polémicas con Raúl, las turbulencias federativas o las declaraciones de familiaridad sobre los negros que se tomaron por racismo. Del temperamento de Aragonés y de su disposición antiestelar quizá no se esperaba un juego de tanta belleza y tanta contundencia, asombro de Europa, con vocación de permanencia en el recuerdo, con estilística propia. Es por algo que sus jugadores le han tenido en tanto. La procesión de perdón a Luis Aragonés tardará mucho tiempo en acabar.
 
Ya septuagenario, no todos los adolescentes con camisetas rojas sabrán que Aragonés fue –entre los años cincuenta y los sesenta- jugador de valía con el Betis, el Hércules, el Oviedo y, eminentemente, con el Atlético de Madrid. Ahí sobresalía como mediocampista con llegada y mucho gol y bota maestra para penalties y faltas. Con una falta estuvo a punto de conseguir la Copa de Europa que aún han de luchar los colchoneros. Se cuenta que Aragonés estaba tan convencido de que su disparo era imparable que comenzó a festejar el gol en cuanto el balón traspasó la barrera. En la Eurocopa le ha asistido la misma clarividencia, esa sabiduría que a veces dan en tener los cascarrabias. Tampoco era fácil pasar el día en chándal y mantener un aspecto de toda dignidad.

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