John McCain

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John McCain tuvo tantas buenas ocasiones para morir en Vietnam que no es necesario un providencialismo exaltado para pensar que por algo siguió aquí. De sí mismo dice que tiene más cicatrices que Frankenstein. Hijo y nieto de marinos, el honor no le es concepto ajeno. Tampoco la valentía: quizá por eso ha tenido el destino de los héroes, para el que uno no se postula sino que es elegido. En el incidente del Forrestal, el Skyhawk de McCain explotó sobre el portaaviones, alcanzado por error por un misil. Murieron ciento cuarenta pero él se salvó, herido grave. En Vietnam, su avión fue alcanzado en el aire: McCain saltó en paracaídas, con varios huesos ya rotos, y casi se ahoga al caer sobre un lago. De inmediato, fue linchado por la multitud y lo dejaron en un camastro hasta que la muerte le llegara pero –sorprendentemente- le pasó de largo la guadaña. Las no muy dulces autoridades comunistas le someterían a las peores torturas y al peor cautiverio en la prisión que el humor americano dio en llamar Hanoi Hilton. En esas circunstancias, hasta la disentería era un alivio. Los golpes le rompieron dientes y huesos. En algún momento, tuvo la ayuda casi emocionante de un buen samaritano. McCain, pese a todo, se negó a ser repatriado hasta que no lo fueran los prisioneros más antiguos. De vuelta a casa, este joven con fama de contestatario y vida sentimental pintoresca decidió dedicarse a la política. Las zancadillas partidistas le parecían, a esa altura, cuestión de levedad.
 
McCain puede ser el presidente más anciano de los Estados Unidos y, de momento, es el candidato con menor rechazo. Ha vencido a Mitt Romney, rico, mormón y parcialmente demagogo. En el 2000, perdió sus primarias frente a Bush y ahora tiene que ganarse a un electorado conservador que no lo ve enteramente conservador. Esas son glorias de América: que el debate sea el pedigrí conservador, que el derecho a la vida se plantee como la sacralidad de la vida humana, que cada candidato explique los fundamentos de su fe. Turista político, Tocqueville ya dejó dicho que ‘el despotismo puede prescindir de la fe, pero no puede hacerlo la libertad’. McCain dista de dar la imagen de beato pero es inevitablemente un hombre de fe aunque haya sido un señor con episodios de truhán, con algún que otro divorcio y la escandalera de salir, en su juventud, con una especie de vedette. Su mujer actual fue acusada de robar medicamentos ataráxicos, de los que era dependiente. Su historia en el Senado no ha seguido el republicanismo ortodoxo pero en las elecciones se votan no sólo las ideas sino también el carácter. Siempre atípico, McCain retiene sin embargo mucho honor y mucha gloria, un currículo de héroe para ser comandante en jefe, el vuelo optimista del águila calva.

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