A condición de ponerla en su lugar

La técnica nos degrada, pero podría ofrecernos tanto...

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Nos levantamos por la mañana y salimos a la calle. Cientos de transeúntes caminan con prisa. Algunos hablan o escriben mensajes por su móvil, otros consultan su correo, las noticias o las últimas actualizaciones de su cuenta en Facebook.El ruido del televisor llega hasta la puerta del bar por el que pasas. Desde el metro a la oficina, portátiles, blakberrys, iPhones, mp3s, iPads, eBooks y todos los gadgets inimaginables circulan por las manos de cualquier yuppie, ama de casa, médico, camarero, universitario o adolescente en su primer año de Instituto. Éste es el presente, y el futuro.

 Al igual que un bombardeo de efectos paralizantes, la tecnología ha conseguido colarse en nuestras vidas para ofrecernos “soluciones mágicas”, y lo que es más importante, instantáneas, a todos los problemas. Ya no es necesario el engorroso trabajo de escribir una carta y esperar días para obtener contestación. Un simple email, mensaje de móvil, o llamada bastan. Recuperar las antiguas amistades del colegio no supone más dificultad que teclear un nombre en el Facebook. Con encender un televisor u ordenador podemos saber desde el último atentado terrorista llevado a cabo, hasta quienes fueron los más elegantes de la gala de los Oscars.
 
Cada día nuestro cerebro procesa millones de datos archivándolos en la memoria con mayor o menor detalle. A corto o largo plazo, infinitas imágenes se cuelan en nuestras retinas a través de la televisión, las revistas, los carteles publicitarios, y el medio más poderoso: Internet. Una caja de Pandora que se abre ante nuestros ojos como un mundo de caos en el que todo es posible con el repetido clic de nuestros dedos.
 
Como la tentación más poderosa, la inmediatez, el color, el sonido y los chispeantes efectos especiales de Internet y las nuevas tecnologías han bloqueado nuestra capacidad de crear, imaginar, analizar y pensar. La inevitable tela de las “redes” nos atrapa entre sus hebras paralizándonos y haciéndonos perder la noción del tiempo al ponernos delante de la pantalla.
 
La distracción prima ante el raciocinio profundo. Somos capaces de recolectar datos, sin entender exactamente su significado. La concentración en la tarea que desempeñamos se ve mermada por la dispersión del pensamiento, y obligada a compartir su atención con muchas otras preocupaciones.
 
El soporte tecnológico está provocando una intensa transformación cultural. Nuestro entendimiento es superficial, como el mundo en el que vivimos. Ansía información inmediata que picotea desgajándola para obtener una visión general, con la que poder opinar “sobre todo” sin saber “de nada”.
 
La sociedad evoluciona, el cambio es algo necesario e inevitable, y con él, la capacidad de adaptación a éste. Nadie duda de que las nuevas tecnologías nos brindan y seguirán brindándonos una mejor calidad de vida, o que la cultura digital es un desafío prometedor si se sabe encauzar correctamente. Pero aceptar una nueva situación no significa despreciar los conocimientos que nos han conducido al progreso.
Sin apenas darnos cuenta hemos conseguido devaluar el pensamiento, las centenarias ciencias humanísticas y los pequeños placeres cotidianos para abandonarnos al estancamiento del intelecto, cegados por las ilusiones que nos muestra la era digital.
 
Debemos  intentar acabar con la inercia que nos lleva relegar un buen libro a navegar por Internet. Quitar los mandos de la “play” a nuestros hijos y llevarles de excursión. Apartar nuestros teléfonos móviles mientras tomamos un café con los amigos. De vez en cuando, despojarnos de los auriculares de nuestros iPods para escuchar el sonido de la ciudad. Sentir la libertad para pensar, reflexionar, escuchar a nuestra mente y darnos cuenta de que ella  es el único soporte capaz de crear cualquier cosa que queramos.

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