Laika en el cielo con diamantes

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A Alberto Buela, cuya ironía esconde un profundo reconocimiento y afecto
 
Debo disculparme por no escribir un artículo del tenor y contenido habituales. Cuando fui adolescente prometí ser siempre fiel a mis imágenes interiores más preciadas. Mis primeros recuerdos de “aproximación indirecta” a la política los constituyen unas pintadas en las paredes porteñas en defensa de “laica” y de “libre”. Como eran casi contemporáneas de la carrera espacial en auge, y un satélite artificial ruso había llevado hacía poco al primer ser vivo que orbitó el planeta, las palabras se prestaban a confusión. En mi mente infantil se referían a la perrita Laika, que no había podido ser libre. En ese momento el mundo hablaba de ella. Sobre todo recuerdo los comentarios de mi abuela materna: la idea de un animalito sin tumba en el cosmos nos había conmovido profundamente, como sigue haciéndolo.
 
Posteriormente, en los años de universidad -aquellos primeros 70 cargados de presagios-, manifesté públicamente que Laika era mi personaje inolvidable, glosando una sección permanente del Readers Digest. Creo que no fui bien entendido. Entonces me hice otra promesa: si llegaba vivo al cincuentenario de la misión Sputnik 2, escribiría sobre Laika. Ese momento ha llegado.
 
Correcto
 
Laika es una raza de perros siberianos y del norte de Rusia, que en ruso significa “que ladra”, ladrador. Eso señala la historia oficial, pero leí que la perra tuvo otros nombres antes, el primero de ellos Kudryavka, es decir blanda, suave. Me gusta. Algunos ultramontanos vernáculos me aseguraron que Laika significa en ruso lo mismo que en castellano, y que la misión soviética era una muestra más del ateísmo, una ofensa a Dios… en fin… Definitivamente rebautizada, Laika era una perra callejera de Moscú, de tres años de edad y seis kilos de peso al momento de ser capturada para cumplir su destino. Pueblo rudo y sufrido, los rusos pensaban, no sin razón, que una perra trotacalles se adaptaría mejor a las severas exigencias de las misiones espaciales.
 
En esos años de guerra fría, nadie ignoraba que, tras la fachada científica, la conquista del espacio formaba parte de la sobrepuja y la carrera armamentista de las superpotencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial. La exitosa misión del primer satélite artificial Sputnik 1 en octubre de 1957, hizo que apresuradamente Nikita Kruschev lanzara un segundo satélite, esta vez con un ser vivo en su interior. En ese momento la URSS aventajaba claramente a los EE.UU en misiones espaciales.
 
En vez de esperar y construir un satélite más seguro y sofisticado, el Kremlin –deseoso de conmemorar el 40º aniversario de la Revolución con una gran noticia- apresuró la misión con lo que tenía a mano. Además de los consabidos instrumentos de medición, el Sputnik 2 estaba dotado de un sistema de provisión de oxígeno y un ventilador para regular la temperatura interna del habitáculo en el cual viajaría el can, provisto de un traje espacial que le mantenía de pie o sentado, dado el poco espacio, más una mascarilla acondicionada para brindarle comida en forma de gelatina, suficiente para una semana de vuelo orbital. Según los soviéticos, la cápsula regresaría con su carga sana y salva, con ayuda de paracaídas, pero sabían que no podía retornar. Pensando aplicarle eutanasia a Laika, la última ración estaba envenenada.
 
Las tres perritas designadas para la misión, Albina, Mushka y Laika, fueron entrenadas especialmente por el renombrado científico Oleg Gazenko. Adaptadas al estrépito y las vibraciones, la estrechez y el forzado confinamiento, en las pruebas el pulso se les duplicaba, la presión sanguínea aumentaba mucho, y era evidente la agitación y el deterioro físico. Airosa, Laika, la callejera, fue reservada para la inmortalidad.
 
El 3 de noviembre de 1957 fue lanzado el Sputnik 2 desde el centro espacial de Blaikonur, en Kazajistán; Laika era continuamente monitoreada desde tierra. Con la tremenda aceleración, la respiración del animalito aumentó cuatro veces, y su ritmo cardíaco pasó de 103 a 240 latidos por minuto. El aislamiento térmico –en un producto preparado a toda prisa para una conmemoración política-, se desprendió en parte, y la temperatura interior llegó a los cuarenta grados. Laika estaba agitada, pero comía. Luego el ritmo cardíaco descendió hasta 100 latidos por minuto; siete horas después del inicio, no se registraban signos vitales a bordo del Sputnik 2. Si cualquier canino o felino, ante los truenos y rayos de una tormenta siente pánico e instintivamente busca refugio en un lugar oscuro y protegido, el estrés que debe haber sufrido Laika, sin posibilidad de refugiarse en su cápsula, debe haber sido indescriptible.
 
La URSS, durante décadas, sostuvo algunas veces que Laika había muerto por asfixia, otras que por eutanasia. En 2002, el científico Dimitri Malashenkov, que había estado en la misión, reconoció lo obvio: la perrita había muerto, entre cinco y siete horas luego del despegue, por estrés y sobrecalentamiento de la cápsula. El Sputnik orbitó 2.570 veces la Tierra, durante 163 días, con su cadáver a bordo, hasta estallar al descender a la atmósfera terrestre, en abril de 1958. Ahora Laika era libre; el mito empezó a atribuirle un final perfecto, haberse convertido en espacio.
 
La muerte deliberada del animal suscitó muchas controversias: se la asoció con el régimen totalitario y despiadado que había ordenado la misión, y la Liga Nacional de Defensa Canina británica llegó a pedir a los propietarios de perros que guardaran un minuto de silencio por Laika. Nadie consideró que, entre 1948 y 1957, cinco chimpancés habían sido inmolados en vuelos experimentales en EE.UU, muertos por asfixia, estallido o estrellándose al aterrizar. Pero Laika había sido enviada al cosmos a sabiendas de que no había esperanzas de retorno. Gazenko luego reconocería la muerte innecesaria de la perrita, ya que los conocimientos adquiridos por la misión no los justificaban, que lamentaba lo sucedido, que no había que haberlo hecho y demás vaguedades al uso. Una vez más, había sido una cuestión de prestigio.
 
Desde entonces, el mundo entero la recuerda. Sellos conmemorativos –tengo varios- se imprimieron en diversos países. En el monumento a los conquistadores del espacio, en Moscú, Laika es la única que figura con nombre propio al lado de Lenin. Laika es también el nombre de una irregularidad de Marte. Muchos grupos de rock se llaman Laika o escribieron e interpretaron canciones con su nombre, como Massacre Palestina y el grupo español Mecano. La muerte noble del animal inspiró novelas fantásticas. Julian May escribió Intervention, una novela donde la perrita es rescatada por extraterrestres; en otra –Weight, de Janet Winterson, quien se nota sabe mitología-, el titán Atlas encuentra la cápsula en órbita, rescata a Laika y la adopta. También alcanzó la plástica; en el reciente aniversario, se inauguró una estatua de Laika en una de las estaciones del renombrado Metro de Moscú. Este 50º aniversario, la primera semana de noviembre, fue conmovedoramente recordado en muchos lados. Es sintomático que en la Argentina pasara desapercibido; claro que se eligió nuevo gobierno…
 
Incorrecto
 
Hasta aquí los datos que -más allá de algunas observaciones propias- se pueden encontrar en innumerables libros, artículos y sitios web. Ahora nuestro aporte. Laika es uno de los más claros ejemplos de los alcances, límites y validez del mesianismo tecnológico, de hasta dónde puede llegar la técnica desencadenada. No se trata de ideologías. La carrera espacial, con sus grandezas y miserias -basta recordar los muertos del Challenger- la emprendieron por igual comunistas y demoliberales, y no hubiera sido posible sin aprovechar los previos avances de la tecnología nazi en ese plano. Ernst Jünger señalaba que el trabajador, arquetipo de la sociedad industrial, llega a ser “persona absoluta” sólo en la medida en que se integra en la técnica y se subsume en ella. Claro que se objetará que no puede darse a Laika categoría de “persona”. Pero podemos ir más lejos: el objeto de la técnica trasciende en la medida en que es subordinado a la ley tecnológica inherente, encuentra su sentido en tanto forma y es parte de la cultura tecnomaquinista.
 
La misma máquina encuentra su sentido y se ennoblece en tanto conforma el arquetipo, en tanto es máquina. Será duro decirlo, pero es una realidad: en una Ferrari como en un tanque Panther o un helicóptero Apache encontramos la belleza, la armonía y el ritmo, independientemente de su cometido. Laika no pudo ser una perrita guardiana de una dacha, capaz de parir y cuidar amorosamente a sus cachorros; quizá hubiera muerto de privaciones, enfermedad y maltratos en las heladas calles moscovitas. La técnica -omnímoda, devoradora e inmoladora- hizo inmortal y convirtió en símbolo y heroína a una simple y pobre perrita rusa callejera.
 
Más allá de eso, Laika es un congénere, porque nosotros también somos animales. Dotados de inteligencia, animales políticos según la clásica definición aristotélica, pero seguimos siendo animales. Sólo existen tres reinos, mineral, vegetal y animal; por una gratuita infatuación de superioridad, debida a nuestra comúnmente mal utilizada inteligencia, nos creemos un cuarto reino. En la escala y el orden natural, debemos respeto y consideración a nuestros congéneres menores.
 
Uno de las expresiones más relevantes de la voluntad en la naturaleza lo constituye la amistad. La philia griega, del verbo philein (permiso Alberto y gracias) en los textos aristotélicos -como en la Etica a Nicómaco- señalan claramente que, aunque traducimos philia como amistad, esta palabra tiene un campo de aplicación mucho más amplio: abarca todo tipo de relación o de comunidad basado en lazos de afecto, cariño o amor. Por eso Aristóteles incluye bajo esta denominación relaciones tan dispares como el cariño entre padres e hijos, maestros y alumnos, relación apasionada entre amantes y concordia civil entre ciudadanos, más lo que se considera la estrecha relación de la amistad en general. Fue el cristianismo, con su dualismo, el que complicó las cosas, pero no es tema de esta reflexión. Pero vayamos por más: desde Dante en La Divina Comedia hasta la Eudemonologíade Schopenhauer, la amistad implicó la fuerza que nos une en lo natural y con el cosmos. La palabra rusa wolja -a propósito de Laika- significa el amor no sólo con Dios y entre los hombres, sino con las plantas y los pobres animales de la tierra. Todos los seres vivos pueden ser amigos y estar hermanados, no importa la categoría ni la función ni la relación, ni el lugar ni la época.
 
Laika se convirtió en mi amiga, al igual que la palmera de Juana de Ibarbourou, el Emperador Juliano, Federico II, Mozart, Nietzsche, Mishima y otros contemporáneos que mejor no nombrar para evitar controversias. Laika fue también el triunfo de un nombre. Encontré muchas Laikas en muchos sitios, grandes y pequeñas, lanudas y ralas, guardianas y fiaquentas, tranquilas y agresivas, y por suerte aún sigo encontrándolas. Recuerdo particularmente una perrita, en el campo de unos amigos en San Francisco de Córdoba, en los dorados sesenta; cada vez que llegábamos, Laikita salía a nuestro encuentro con su ladrido inconfundible. De algún modo también fue una víctima del progreso; cayó bajo una trilladora.
 
En aras de esta reflexión, para aclarar malentendidos y que no parezca mero ejercicio de tiempo libre -del cual afortunadamente dispongo mucho-, quiero hacer el relato aún más conmovedor, si me es posible. Laika no es mi único recuerdo tan conmovedor. A los quince años conocí, por lecturas, a otro personaje femenino inolvidable, Sadako Sasaki. Esta chica japonesa, capricorniana como yo, del 7 de enero de 1943, vivía en las afueras de Hiroshima, es decir tenía sólo dos años cuando cayó la bomba atómica. Como Sadako era deportista, fuerte y enérgica, parecía una sobreviviente que milagrosamente resultó ilesa. Pero a los once, participando en una carrera, cayó exhausta. Le diagnosticaron leucemia, el “mal de la bomba”.
 
Su íntima amiga, Chizuko, recordó una leyenda de las muchas hermosas de la tradición del Japón: si alguien consigue hacer con sus propias manos mil grullas de papel, los dioses le confiarán un deseo. Chizuku hizo con sus manos un origami en papel dorado y se lo entregó a su amiga: “aquí tenés tu primera grulla”. Sadako comenzó penosamente su obra; febrilmente hacía una figura tras otra, repitiendo: ”si con mis manos alcanzo a hacer mil grullas de papel, estoy segura que no moriré”. Pero en el hospital consideró, con tantos chicos muriendo de leucemia a su alrededor, que era injusto pedir solamente por ella, así que rogó a los dioses que su acción alcanzara a todas las víctimas y trajera la paz definitiva al mundo.
 
Sadako murió a los doce años el 25 de octubre de 1955, luego de catorce meses de dolorosa internación, antes de lograr los mil origamis de papel. Con las cajas de las medicinas y el papel que encontraba alcanzó a realizar 644 grullas; luego de fallecer, sus compañeros de escuela completaron las 1000. En 1958 se inauguró la estatua de Sadako en el Parque de la Paz en Hiroshima, en ella la nena sostiene en sus manos una grulla. En su memoria, todos los años los chicos japoneses -al menos así lo hacían al enterarme de esta bella historia y supongo y espero lo sigan haciendo- confeccionan y envían miles de grullas de papel blanco a ese organismo discursivo, hipócrita e inútil que son las Naciones Unidas. Sadako, al igual que Laika víctima inocente del mesianismo tecnológico y la hybris humana, seguirá viviendo siempre, en cada grulla de papel. Y cada una será una denuncia.
 
Desde los orígenes, se dice que los seres queridos que ya no están a nuestro lado sí están en el cielo, donde siguen guiándonos y velando por nosotros. Entonces estará mi padre en primera fila –aquí huelgan las palabras-, y tanta gente amiga invalorable. Y porqué no Topacio, compinche durante dieciocho años; aún recuerdo su felina presencia lanuda, su actitud atenta y exigente, su inigualable enseñanza de economía de fuerzas. Laika, por razones generacionales, fue la primera, acompañando innumerables noches. Era un sentimiento que no se puede compartir con nadie, porque nadie comprendería.
 
Noches de beatitud y de paz, noches amargas en que se quiere morir, noches absurdas como las de Omar Kahyyam, reducido al final a camellero que conduce la caravana a donde empieza el alba, a ninguna parte. Noches alegres y quietas, radiantes y mustias, misteriosas y bulliciosas, cálidas y gélidas. De Río a París y de Cuzco a Roma, de Miami a Damasco y de Atenas a Londres y Munich. Especialmente, las trasnochadas de Madrid y Barcelona, nuestra mejor época. No importa dónde. Y noches de la propia terraza, en una de las ciudades -si se siente realmente el tango- más nostálgicas y solas del planeta. Particularmente, las noches insomnes de los largos viajes nocturnos por tierra y aire, cuando se contempla horas el firmamento y la reflexión apenas vence al tedio. Cualquiera fuera la latitud y la circunstancia, bastaba alzar la vista para que el recurso a la compañerita cósmica contribuyera a conjurar la soledad y la tristeza.
 
Quizá son pensamientos baratos, un simple juego de la mente, el lastre de recuerdos. Prefiero decir que es una vivencia; los alemanes -como siempre- tienen una palabra exacta: Erlebniss, vivencia como totalidad, auténtica, a la vez sentida y pensada. Y, no importa donde, toda vez que se necesite apoyo y consuelo, cuando haya que conjurar la finitud de todo humano referente frente a la inconmensurabilidad de lo absoluto, cuando se intente encontrar explicación a la cantidad de actos existenciales sin aparente sentido que pueblan nuestros días, se dibujará en lo alto, en la noche de un cielo tachonado de diamantes, una presencia vívida. Una presencia afable, blanda, suave…

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