Una religión secular

¿Derechos humanos?

Ediciones Fides publica un clásico de Alain de Benoist bajo el título "Derechos humanos. Deconstrucción de un mito moderno", en el que también colaboran otros autores como Rodrigo Agulló, Jesús Sebastián Lorente y Charles Champetier. Una obra que desenmascara las falacias de esa religión moderna secular en que se han convertido los Derechos humanos como arma propagandística de la globalización neoliberal.

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En la pluralidad ruidosa y multiforme que caracteriza al sistema –pluralidad, de todos modos, ilusoria, que tiende a enmascarar la sustancial convergencia de sus formas– destaca, por la unanimidad que lo rodea, el tema de los “derechos humanos”. A día de hoy no hay nadie –nadie– que se atreva a declararse públicamente extraño a la moral de los derechos del hombre y a la filosofía que se encuentra en su base. Esto es fácilmente constatable  con sólo observar el “debate”  que ha caracterizado estos días de guerra, debate esencialmente destinado a “demostrar” si el mejor modo de exportar al mundo los valores “universales” de los derechos del hombre es mediante la utopía cosmopolita y pacifista a la emergency o mediante el precipitado pragmatismo yanqui a la Bush. Dos perspectivas, como se ve, tan lejanas y sin embargo tan cercanas; ninguna de las dos, en cualquier caso, se distancia de los mismos valores de fondo y de la misma ideología implícita. Los derechos humanos siguen siendo siempre el trasfondo, asumidos tácitamente como valor supremo.

Comprender la esencia de esta moderna religión, descubrir sus orígenes y su desarrollo nos parece, por tanto, esencial para quienquiera que hoy esté dispuesto a situarse en contraposición al Sistema sin tener sus armas embotadas de salida, encontrándose con  que combate  el fuego con gasolina.

Genealogía de la doctrina de los derechos humanos

Los “derechos del hombre” son la suprema expresión del Igualitarismo, es decir, de aquella tendencia histórica que nace y se afirma por primera vez en la historia con el judeocristianismo y, posteriormente, se despliega históricamente en sus variantes laicas (democracia liberal, comunismo, mundialismo, etc.).

La fase originaria –la que Giorgio Locchi llamaba fase “mítica”– del igualitarismo contiene ya en sí todos sus desarrollos futuros, aunque de forma latente y no expresa. Esto sirve también para la doctrina de los derechos humanos. Advierte Stefano Vaj, de hecho, que el monoteísmo judeocristiano contiene, en su primera formulación, todos los postulados teóricos que se encuentran en la base de la moderna doctrina de los derechos del hombre: la creencia en un derecho natural cuya validez transciende todo derecho positivo concreto y que es expresión de una moral objetiva y universal; la afirmación de la prioridad del individuo por encima de toda comunidad orgánica, afirmación consecuente directamente de la idea de la salvación individual; la creencia en la existencia de una “persona humana” independiente de toda determinación concreta, es decir, la primacía del “Hombre” tout court por encima de los “hombres” históricamente situados; la mentalidad universalista y cosmopolita que considera al género humano como una unidad indiferenciada respecto a la cual toda pertenencia es un accidente que se puede pasar por alto.

Todos estos mitemas están contenidos de modo claro y explícito en la formulación originaria de la tendencia histórica igualitarista; esto no quiere decir, sin embargo, que en la Biblia se encuentren expresados, también éstos de modo explícito, los mismos derechos del hombre tal y como los conocemos hoy. Para llegar a esto, el igualitarismo debe desplegarse totalmente, atravesando y consumando hasta el fondo su fase “ideológica” –usamos siempre el lenguaje de Locchi–, la fase, por tanto, en la que las diferentes ideologías hermanas, nacidas del mismo seno, se contraponen las unas  a las otras. Es esta la fase histórica que coincide con el periodo que va de la afirmación del Protestantismo hasta el final del Ochocientos.

En este arco de tiempo las distintas formas ideológicas del Igualitarismo, olvidándose de su origen común, se combaten, reivindicando cada una su primacía en la afirmación de la misma visión del mundo. Los fundamentos teóricos de la doctrina de los derechos humanos surgen de modo cada vez más evidente en el interior de la reflexión igualitarista (pensamos en Grocio, en Locke, en Kant, en la constitución estadounidense, en las declaraciones solemnes de la Francia posrrevolucionaria, en los ideales de la hermandad universal que constantemente emergen en la tradición marxista, etc.), y sin embargo, no se está todavía en condiciones de "recomponer la ruptura", para decirlo como Benjamin.

¿Qué falta? Es obvio: falta un enemigo absoluto ante el cual coaligarse y reencontrar la unidad perdida. Este enemigo, casi no hay ni que decirlo, está representado por el surgimiento en la cultura europea de una tendencia nueva, antiigualitarista y antihumanista, que cristaliza luego políticamente en los movimientos fascistas europeos. Es en la guerra contra el Fascismo cuando el igualitarismo encuentra su síntesis final bajo la enseña de los derechos humanos. Esta unidad reencontrada hallará su celebración en la farsa judicial de Nüremberg. Toda la posguerra, después, servirá para expulsar todo “residuo ideológico”. En este sentido se entiende el afán –entre arrepentimientos, conversiones, cambios de opinión y psicodramas– de los “progresistas” en busca, durante toda la mitad del Novecientos, de un comunismo “de rostro humano”, de un ideal de emancipación depurado finalmente de toda veleidad revolucionaria, de todo impulso de heroísmo, de toda tentación autoritaria. Encontrarán todo esto en el culto de los derechos humanos, verdadero punto de convergencia de todas las ideologías igualitarias viejas y nuevas, lugar de recogida para todos los que colgaron los hábitos de la revolución y los maoístas en crisis de conciencia. 1989, año de la caída del muro de Berlín –y bicentenario de la revolución francesa...– representará por tanto la fecha del triunfo de la doctrina de los derechos del hombre como nueva religión laica del Sistema.

Triunfo de una moral

Habiendo sido definitivamente elevada a “horizonte moral de nuestros tiempos” (Robert Badinter), la religión de los derechos del hombre celebra hoy su triunfo y su expansión planetaria. Virus ideológico por su capacidad etnocida casi total, esta moral presuntamente universal proporciona la armadura ideológica a un neocolonialismo que en lugar de la “carga del hombre blanco” tiene hoy como justificación un cocktail devastador de angelicalismo e hipocresía. “Tratando de imponer una norma moral particular a todos los pueblos, (la religión de los derechos del hombre) pretende volver a dar buena conciencia a Occidente permitiéndole instituirse una vez más como modelo y denunciar como bárbaros a quienes rechazan este modelo” (Alain de Benoist).

La destrucción de los pueblos pasa también a partir de aquí, por la imposición a nivel planetario de los “valores” occidentales y por la consecuente desintegración de todo vínculo orgánico, de toda tradición particular, de todo resto de comunidad –obstáculos todos ellos para la toma de conciencia de la nueva “identidad global” por parte del ciudadano de la era de la globalización. ¿Cómo edificar la sociedad multirracial? Evidentemente extirpando toda identidad precedente (y, por tanto, toda diferencia). La eliminación de las diferencias es el “a priori” trascendental, la condición de posibilidad de la sociedad multirracial. Pero, ¿cómo rellenar este vacío? Recurriendo necesariamente a un instrumento abstracto (y, por tanto, ideológico). Y entonces: el derecho es la respuesta; unir a todos los hombres a través del derecho... La respuesta es obvia: a través de la concepción abstracta y antipolítica de los derechos del hombre. Si la globalización es nuestro destino –como dice la vulgata– entonces los derechos del hombre contienen en sí una verdad pararreligiosa, son verdaderamente la expresión de una moral que tiene su fundamento en un renovado “sentido de la historia”. Pretendiéndose verdad autoevidente (Cfr. La Declaración de Independencia americana: “Consideramos como verdad evidente por sí misma que los hombres nacen iguales...”) la moral de los derechos humanos se hace dogma, se sustrae de todo cuestionamiento. Quien se opone, por tanto, o incluso quien simplemente ostenta indiferencia, se sitúa contra una especie de Verdad indiscutible, contra una especie de Ley inherente a la historia; es un hereje, un blasfemo, un enemigo del Hombre. De ahí el ardor inquisitorio por parte de la “nueva clase” contra pueblos e individuos culpables de transgredir los dogmas de lo políticamente correcto.

¿Entonces?

Salgamos de los lugares comunes inducidos por el Sistema: rechazar la doctrina de los derechos del hombre no significa tomar partido a favor del exterminio, de la injusticia o del odio. Se diga lo que se diga en la Declaración Universal, no es el reconocimiento de tal doctrina lo que funda “la libertad, la justicia y la paz en el mundo”. Libertad, justicia y paz ya existían antes de que la expresión “derechos humanos” tuviese algún sentido.

El reconocimiento de los derechos humanos, por sí mismo, no funda en realidad nada más que el tipo de justicia y de libertad que, tautológicamente, se encuentran expresadas... ¡en la doctrina de los derechos humanos! Pese al hecho de que los sustentadores de tal doctrina continúen pensando que han “inventado la felicidad”, es preciso mantener con decisión que otra justicia, otra libertad, otra paz son posibles. Oponerse a los derechos del hombre significa rechazar una moral, una antropología, una cierta idea de las relaciones internacionales y de la política, una visión del mundo global hija de una tendencia histórica bien identificable; a día de hoy “es el primer gesto subversivo fundamental que se impone a quien quiera tomar posición para regenerar la historia contra el universalismo mercantilista y occidental”.

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