José Antonio Primo de Rivera: "el fervoroso afán de España"

"Queremos menos palabrería liberal y más respeto a los derechos del hombre. Porque solo se respeta la libertad del hombre cuando se le estima, como nosotros lo estimamos, portador de valores eternos."

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Aquella España de los años republicanos puso en la historia una actitud patriótica que superaba los esquemas inútiles del nacionalismo. La enfermedad que asoló el continente europeo en los años de entreguerras se presentó en las mejores plumas y en los mejores ejemplos vitales de nuestro país como un supremo esfuerzo por devolver España a un destino abatido bajo los escombros de la decadencia política y el desarme moral. Recuperar una nación que había sido la comunidad más precoz del Occidente moderno no era un ejercicio de vana melancolía ni de turbios manejos reaccionarios. Aunque estos no dejaran de asomar en el egoísmo social de algunos y en la parálisis ideológica de otros, aquel afán de regeneración procedió del desprendimiento, de una extrema sensibilidad por la justicia, de un  respeto por la persona, y de un apego a la tradición en la que no descansaba el pasado inmóvil. En ella se encontraban valores permanentes, indicadores culturales de nuestro significado, material indispensable para hacer frente a la inmensa crisis que asoló la civilización desde la Gran Guerra.
El 29 de octubre de 1933, José Antonio Primo de Rivera se dirigió a un público curioso y atento en el Teatro de la Comedia de Madrid. Aquel “acto de afirmación españolista” permitió descubrir a un hombre de poderosa honradez, de brío expositivo, de elegancia clásica y voluntad regeneradora. En la literatura política de aquella crisis nacional, es difícil encontrar, en un estilo poético que escapó siempre a la impostación y la cursilería, una posibilidad tan clara de lograr la síntesis entre tradición y futuro, entre repudio al resentimiento de clase y exigencia de  justicia social, entre crítica a la corrupción del liberalismo y propuesta de una auténtica representación popular. Aquella no era la voz del conformismo ni la del títere sin alma de los privilegiados. Aquella era la voz de un hombre entero, de un español que acaba de entrar en la madurez y que afrontaba sin falsa modestia y sin jactancia la responsabilidad de una movilización nacional. Sus reproches a la insensibilidad social de las clases dirigentes fueron atroces, y no lo fueron menos sus ataques a la falta de sensibilidad patriótica de quienes con su   egoísmo estaban conduciendo a la disolución de España. No era, desde luego, el heraldo del inmovilismo quien hablaba aquella tarde de otoño en Madrid pero tampoco de los que pensaban que la historia era un pasado al que podía renunciarse.
La violencia extrema de una época y las tentaciones totalitarias que envilecieron la ruta de Occidente en aquellos años, fueron anulando el inmenso potencial de aquella postura. José Antonio fue gestor y víctima de una radicalización que empezó por negarle a él mismo la calidad de su conducta personal y el vigor popular de sus propuestas. Por fortuna, sus palabras siguen ahí, aunque fueran  manoseadas y desvirtuadas por quienes se rieron de él desde el principio, para convertirlo después en un mito cuya ejemplaridad se empeñaron en desactivar. Y ese mensaje de denuncia, de echar en cara a sus compatriotas su carencia de sentido de servicio y el desdén ante la misión universal de los más profundos valores de España, conmueve aún  a quien lo lea sin prejuicio, lamentando que tan alta visión fuera cautiva de la  pugna estéril y el conflicto inútil que tendió el cuerpo de nuestra nación en la mesa de operaciones de una trágica guerra civil. Cuando llegó el momento de afrontar su responsabilidad ante el drama de 1936, aquel hombre que iba a morir suplicó a Dios que su sangre fuera la última en verterse en querellas de este tipo. Ante el tribunal popular dijo que habría sido posible encontrar las vías de entendimiento para la convivencia de los  ciudadanos de una gran nación. No había ingenuidad ni oportunismo en aquel testimonio, sino la conciencia de un fracaso personal, de un fin de ciclo colectivo, que echaba por tierra las ilusiones de toda una generación.
Pero, tres años antes de esa noche de angustia en la cárcel de Alicante, tres años antes de esa víspera de espanto, de amargura por el sacrificio en masa de los españoles, José Antonio estaba lleno de esperanza: “Queremos menos palabrería liberal y más respeto a los derechos del hombre. Porque solo se respeta la libertad del hombre cuando se le estima, como nosotros lo estimamos, portador de valores eternos.” Estaba lleno de impaciencia: “Cuando nosotros, los hombres de nuestra generación, abrimos los ojos, nos encontramos con un mundo en ruina moral.” Estaba lleno de protesta ante la injusticia: “Hemos tenido que llorar en el fondo de nuestra alma cuando recorríamos los pueblos de esta España maravillosa”. Estaba llena de orgullo por la dignidad última de los humildes y explotados: “Teníamos que pensar de todo este pueblo lo que él mismo cantaba del Cid al verle errar por los campos de Castilla, desterrado de Burgos, ¡Dios, que buen vasallo si oviera buen señor!”. Estaba, sobre todo, lleno de ilusión ante la posibilidad de rectificación que se invocaba, ante el llamamiento a la unidad de los españoles honestos, de la nación capaz de restaurarse, de la patria con fuerza para incorporarse a un futuro de convivencia y de progreso: “Yo creo que está alzada la bandera. Que sigan los demás con sus festines. Nosotros, fuera, en la vigilancia tensa, fervorosa y segura, ya presentimos el amanecer en la alegría de nuestras entrañas”.
No iba a ser la suya la última sangre que se derrama en una contienda civil. Pero sí iban a ser sus palabras, rescatadas del sumidero del oportunismo y de la lacra de la deformación, las que podemos leer como un ejemplo más de aquel “fervoroso afán de España”. Una voz entre tantas, que alzaron la que debía haber sido una sola bandera: la de la justicia, la libertad, la afirmación nacional, el impulso por construir un destino común.
© ABC

 

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