Tenemos la costumbre de considerar que democracia y representación son, en cierta forma, sinónimos. No obstante, la historia de las ideas demuestra que no es así.
La democracia representativa, de esencia liberal y burguesa, y en la cual los representantes electos están autorizados a transformar la voluntad popular en actos de gobierno, constituye en la hora actual el régimen político más comúnmente extendido en los países occidentales. Una de las consecuencias de esto es que tenemos la costumbre de considerar que democracia y representación son, en cierta forma, sinónimos. No obstante, la historia de las ideas demuestra que no es así.
Los grandes teóricos de la representación son Hobbes y Locke. Tanto en uno como en otro, en efecto, el pueblo delega contractualmente su soberanía a los gobernantes. En Hobbes dicha delegación es total; sin embargo, no se convierte en una democracia: su resultado sirve, al contrario, para investir al monarca de un poder absoluto (el «Leviatán»). En Locke, la delegación está condicionada: el pueblo no acepta deshacerse de su soberanía más que a cambio de garantías que tienen que ver con los derechos fundamentales y con las libertades individuales. La soberanía popular permanece suspendida en tanto que los gobernantes respetan los términos del contrato.
Rousseau, por su parte, establece la exigencia democrática como antagónica a cualquier régimen representativo. Para él, el pueblo no hace un contrato con el soberano; sus relaciones dependen exclusivamente de la ley. El príncipe sólo es el ejecutante de la voluntad del pueblo, que se mantiene como el único titular del poder legislativo. Tampoco está investido del poder que pertenece a la voluntad general; es más bien el pueblo quien gobierna a través de él. El razonamiento de Rousseau es muy simple: si el pueblo está representado, son sus representantes quienes detentan el poder, en cuyo caso ya no es soberano. El pueblo soberano es un «ser colectivo» que no podría estar representado más que por él mismo. Renunciar a su soberanía sería tanto como renunciar a su libertad, es decir, a destruirse a sí mismo. Tan pronto como el pueblo elige a sus representantes, «se vuelve esclavo, no es nada» (Del contrato social, III, 15). La libertad, como derecho inalienable, implica la plenitud de un ejercicio sin el cual no podría tener una verdadera ciudadanía política. La soberanía popular no puede ser, bajo estas condiciones, más que indivisible e inalienable. Cualquier representación equivale, pues, a una abdicación.
Si admitimos que la democracia es el régimen fundado en la soberanía del pueblo, no se puede más que dar la razón a Rousseau.
La democracia es la forma de gobierno que responde al principio de identidad entre los gobernantes y los gobernados, es decir, de la voluntad popular y la ley. Dicha identidad remite a la igualdad sustancial de los ciudadanos, o sea, al hecho de que todos son miembros por igual de una misma unidad política. Decir que el pueblo es soberano, no por esencia sino por vocación, significa que es del pueblo de donde proceden el poder público y las leyes. Los gobernantes no pueden ser más que agentes ejecutores, que deben ceñirse a los fines determinados por la voluntad general. El papel de los representantes debe estar reducido al máximo; el mandato representativo pierde cualquier legitimidad desde el momento en que sus fines y proyectos no corresponden a la voluntad general.
Sin embargo, lo que sucede hoy es exactamente lo contrario. En las democracias liberales, la supremacía está concedida a la representación, y más específicamente a la representación-encarnación. El representante, lejos de estar solamente «comprometido» a expresar la voluntad de sus electores, encarna él mismo dicha voluntad de hacer aquello para lo que fue elegido. Esto quiere decir que encuentra en su elección la justificación que le permite actuar, no tanto según la voluntad de quienes lo eligieron sino según la suya propia. En otras palabras, se considera autorizado por el voto a hacer lo que considere bueno.
Este sistema está en el origen de las críticas que no han dejado, en el pasado, de estar dirigidas contra el parlamentarismo, críticas que hoy reaparecen a través de los debates sobre el «déficit democrático» y la «crisis de la representación».
En el sistema representativo —al haber delegado el elector mediante el sufragio su voluntad política a quien lo representa— el centro de gravedad del poder reside inevitablemente en los representantes y en los partidos que los agrupan, y ya no en el pueblo. La clase política forma más bien una oligarquía de profesionales que defienden sus propios intereses, dentro de un clima general de confusión e irresponsabilidad. Añadamos que hoy día, en una época en que quienes poseen poder de decisión tienen en mayor grado los poderes de nominación y de cooptación que el propio electorado, terminan conformando una oligarquía de «expertos», de altos funcionarios y de técnicos.
El Estado de derecho, cuyas virtudes celebran regularmente los teóricos liberales —a pesar de todas las ambigüedades que implica esta expresión— no parece que, por su propia naturaleza pueda corregir dicha situación. Al descansar sobre un conjunto de procedimientos y reglas jurídicas formales, en realidad es indiferente ante los fines específicos de la política. Los valores están excluidos de sus preocupaciones, dejando así el campo libre para el enfrentamiento de intereses. Las leyes solo tienen la autoridad de hacer lo que sea legal, es decir aquello que sea conforme a la Constitución y a los procedimientos previstos para su adopción. La legitimidad se reduce entonces a la legalidad. Esta concepción positivista-legalista de la legitimidad invita a respetar a las instituciones por ellas mismas, como si constituyeran un fin en sí, sin que la voluntad popular pueda modificarlas y controlar su funcionamiento.
Sin embargo, en democracia la legitimidad del poder no depende solamente de la conformidad con la ley, ni tampoco de la conformidad con la Constitución, sino sobre todo de la congruencia de la práctica gubernamental con los fines asignados por la voluntad general. La justicia y la validez de las leyes no pueden residir por entero en la actividad del Estado o en la producción legislativa del partido en el poder. La legitimidad del derecho no puede, tampoco, ser garantizada por la mera existencia de un control jurisdiccional: hace falta, para que el derecho sea legítimo, que responda a lo que los ciudadanos esperan, a que integre las finalidades orientadas hacia el servicio del bien común. Finalmente, no podemos hablar de legitimidad de la Constitución más que cuando la autoridad del poder constituido es reconocida siempre como capaz de modificar su forma y su contenido. Lo que viene a decirnos que el poder constituido no puede ser delegado totalmente o alienado, y que continua existiendo y se mantiene superior a la Constitución y a las reglas constitucionales, incluso cuando éstas mismas proceden de él.
Es evidente que no se podrá escapar totalmente jamás a la representación, pues la idea de la mayoría gobernante enfrenta, en las sociedades modernas, dificultades infranqueables. La representación, que no es lo peor, no agota sin embargo el principio democrático. En gran medida puede ser corregida por la puesta en marcha de la democracia participativa, llamada también democracia orgánica o democracia encarnada. Una reorientación tal parece hoy día de una acuciante necesidad debido a la evolución general de la sociedad.
La crisis de las estructuras institucionales y la desaparición de los «grandes relatos» fundacionales, el creciente desapego del electorado por los partidos políticos de corte clásico, la renovación de la vida asociativa, la emergencia de nuevos movimientos sociales o políticos (ecologistas, regionalistas, identitarios) cuya característica común es no defender los intereses negociables sino los valores existenciales, dejan entrever la posibilidad de recrear una ciudadanía activa desde la base.
La crisis del Estado-nación, debida en particular a la mundialización de la vida económica y a la aparición de fenómenos de envergadura planetaria, suscita por su parte dos modos de superación: hacia lo alto, con diversas tentativas que buscan recrear a nivel supranacional una coherencia y una eficacia en la decisión que permitan, en parte al menos, conducir el proceso mismo de mundialización; hacia lo bajo, recuperando la importancia de las pequeñas unidades políticas y las autonomías locales. Ambas tendencias, que no solamente no se oponen sino que se complementan, aportan soluciones al déficit democrático que se constata actualmente.
Pero el paisaje político sufre todavía otras transformaciones. Hacia la derecha, observamos una ruptura con el antiguo «bloque hegemónico», como resultado de que el capitalismo ya no tiene una alianza con las clases medias. Al mismo tiempo, mientras que los estratos medios se encuentran desorientados y frecuentemente amenazados, los estratos populares están cada vez más decepcionados debido a las prácticas gubernamentales de una izquierda que, después de haber renegado prácticamente de todos sus principios, tiende a identificarse más y más con los intereses del estrato superior de la burguesía media. En otras palabras, las clases medias ya no se sienten representadas por los partidos de derecha, mientras que las clases populares se sienten abandonadas y traicionadas por los partidos de izquierda.
A esto se añade, finalmente, la desaparición de las antiguas coordenadas, el derrumbe de los modelos, la disgregación de las grandes ideologías de la modernidad, la omnipotencia de un sistema de mercado que -eventualmente- aporta los medios para subsistir pero no las razones para vivir; todo ello hace resurgir la cuestión crucial del sentido de la presencia humana en el mundo, del sentido de la existencia individual y colectiva, en un momento en que la economía produce cada vez más bienes y servicios con cada vez menos trabajo de los hombres, lo que tiene como efecto multiplicar las exclusiones en un contexto ya fuertemente marcado por el paro, la precariedad del empleo, el miedo al futuro, la inseguridad, las reacciones agresivas y las crispaciones de todo tipo.
Todos estos factores llaman a rehacer profundamente las prácticas democráticas que únicamente pueden operarse en dirección de una verdadera democracia participativa. En una sociedad que tiende a volverse cada vez más «ilegible», esto tiene como principal ventaja eliminar o corregir las distorsiones debidas a la representación, asegurar una mayor conformidad con la ley y con la voluntad general, y ser fundadora de una legitimidad sin la cual la legalidad institucional no es más que un simulacro.
No es al nivel de las grandes instituciones colectivas (partidos, sindicatos, iglesias, ejército, escuelas, etcétera) —que hoy se encuentran todas en mayor o menor medida en crisis y que no pueden desempeñar entonces su papel tradicional de integración y de intermediación social— como será posible recrear dicha ciudadanía activa. El control del poder no puede ser tampoco patrimonio exclusivo de los partidos políticos, cuya actividad frecuentemente se resuelve en el clientelismo. La democracia participativa no puede ser hoy día más que una democracia de base.
Dicha democracia de base no tiene por finalidad generalizar la discusión a todos los niveles, sino determinar más bien, con el concurso del mayor número, los nuevos procedimientos de decisión conformes con sus propias exigencias, las que derivan de las aspiraciones de los ciudadanos. Tampoco se podría volver en una simple oposición entre la «sociedad civil» y la esfera pública, lo que extendería aún más el dominio de lo privado y abandonaría la iniciativa política en formas obsoletas de poder. Se trata, al contrario, de permitir a los individuos que se pongan a prueba en tanto que ciudadanos y no como meros miembros de la esfera privada, favoreciendo la posible eclosión y multiplicación de nuevos espacios de iniciativa y responsabilidad públicas.
El procedimiento refrendario (que resulta de la decisión de los gobiernos o de la iniciativa popular, bien sea el referéndum facultativo u obligatorio) sólo es una forma de democracia -entre otras posibles- cuyo alcance quizás se ha sobreestimado. Señalemos de una vez que el principio político de la democracia no es que la mayoría decida, sino que el pueblo es soberano. El voto no es por sí mismo más que un medio técnico para consultar y revelar la opinión. Esto significa que la democracia es un principio político que no podría confundirse con los medios que utiliza, y que tampoco puede ser producto de una idea puramente aritmética o cuantitativa. La cualidad de ciudadano no se agota en el voto. Consiste más bien en poner en práctica todos los métodos que le permitan manifestar o rechazar el consentimiento, expresar su rechazo o su aprobación. Conviene, pues, explorar sistemáticamente todas las formas posibles de participación activa de la vida pública, que sean también formas de responsabilidad y de autonomía en sí, ya que la vida pública condiciona la existencia cotidiana de todos.
Pero la democracia participativa no tiene solamente un alcance político; tiene también uno social. Al favorecer las relaciones de reciprocidad, al permitir la recreación de un lazo social, puede reconstituir las solidaridades orgánicas debilitadas hoy día, rehacer un tejido social disgregado por el advenimiento del individualismo y la salida de un sistema basado meramente en la competencia y el interés. En tanto que es productora de la “sociabilidad” elemental, la democracia participativa va a la par del renacimiento de las comunidades vivas, de la recreación de las solidaridades de vecindad, de barrio, de los lugares de trabajo, etcétera.
Esta concepción participativa de la democracia se opone palmariamente a la legitimación liberal de la apatía política, que indirectamente alienta la abstención y acaba por ser un reino de gestores de expertos y de técnicos. La democracia, a final de cuentas, descansa menos sobre la forma de gobierno propiamente dicha que sobre la auténtica participación del pueblo en la vida pública, de tal suerte que el máximo de democracia se confunda con el máximo de participación. Participar es tomar parte, es probarse a sí mismo como parte de un conjunto o de un todo, y asumir el papel activo que resulta de dicha pertenencia. «La participación —decía René Capitant— es el acto individual del ciudadano que lo efectúa como miembro de la colectividad popular». Vemos a través de esto cómo las nociones de pertenencia, ciudadanía y democracia se encuentran ligadas. La participación sanciona la ciudadanía que resulta de la pertenencia. La pertenencia justifica la ciudadanía que permite la participación.
Conocemos la divisa republicana francesa: «Libertad, igualdad, fraternidad». Si las democracias liberales han explotado la palabra «libertad», si los antiguos demócratas populares se han emparentado con la «igualdad», la democracia orgánica o participativa, fundada en la ciudadanía activa y en la soberanía del pueblo, bien podría ser el mejor medio para responder al imperativo de fraternidad.