La cultura descansa en el culto a los muertos

Para reflexionar en el día de difuntos

Un dato sólidamente establecido por la Antropología es que hay grupos propiamente humanos allí donde existe culto a los muertos: es éste considerado un rasgo fundamental en el llamado “proceso de hominización”. Todas las grandes culturas de la Antigüedad dieron una gran importancia a los ritos funerarios. Después, a partir del cristianismo y su doctrina de la resurrección, el cuidado del cadáver se reviste de un valor litúrgico especial. Buena parte de la cultura europea –en las artes plásticas, en la música, en la arquitectura- es inseparable del rito funerario. La sociedad moderna, por el contrario, padece “tanatofobia”: odia la muerte y la vejez. Quizás hayamos ganado en calidad de vida, pero hemos perdido calidad humana.

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Rodolfo Vargas Rubio
 
La vida terrena para los antiguos egipcios sólo tenía sentido como una preparación para la muerte, que era el paso obligado a la existencia de ultratumba. Los griegos consideraban la peor de las desgracias que un cadáver permaneciera insepulto y fuera privado de honras fúnebres (la tragedia sofoclea de Antígona gira toda ella en torno a este tema). La religión romana, como bien muestra Fustel de Coulanges en La Ciudad Antigua, estaba basada en el culto de los antepasados, que se convertían después de su muerte en las deidades tutelares de la familia. En Oriente nos encontramos especialmente con la China milenaria, cuyos ritos en honor de los ancestros eran un importante elemento de la vida civil (y que, dicho sea de paso, fueron el objeto de una interesante controversia teológica en Roma: la de los llamados “ritos chinos”). Y si vamos a América, veremos cómo las grandes culturas precolombinas eran particularmente cuidadosas en la conservación de sus muertos (las momias de los Incas peruanos tenían una importante función social de identidad y cohesión).
 
El muerto cristiano
 
El Cristianismo aportó la doctrina de la resurrección, desconocida para los paganos y que revaloriza la carne. El cuerpo y el alma no constituyen dos principios independientes en el hombre (tal como los concebía el platonismo, por ejemplo); son más bien dos elementos que conforman indisolublemente la substancia “hombre”, siendo el alma la forma substancial del cuerpo (como lo explican los escolásticos). Así pues, nada de dualismo en la concepción antropológica cristiana, que ve en el cuerpo al compañero inseparable del alma, que con ella goza y sufre y con ella compartirá la eternidad después de la separación transitoria de la muerte. La teología católica considera al cuerpo algo sagrado desde el momento en que es templo del Espíritu Santo, recibe los signos sensibles que producen la gracia sacramental y es el principal medio y ocasión de santificación del alma. Por eso, los despojos de un muerto son dignos de reverencia y piadoso cuidado: se los lava, se los amortaja y se les da piadosa sepultura en terreno sagrado, donde puedan ser conservados y honrados durante el reposo de la muerte, a la espera de la resurrección. Una de las siete obras de misericordia corporales es precisamente enterrar a los muertos y es algo tan agradable a Dios que uno de los libros de la Biblia está consagrado a la historia del piadoso Tobit, que se distinguió precisamente por su celo en dar tierra a los insepultos.
 
San Pablo escribe a los Corintios: “se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual; pues si hay un cuerpo natural, hay también un cuerpo espiritual” (XV, 42-44). La idea de que la sepultura es una siembra de la que se cosechará la resurrección hizo que la Iglesia privilegiara la inhumación, apartándose de la incineración, de uso común entre los antiguos romanos. Ésta, además, se consideraba poco conforme con el respeto debido a los cuerpos de los difuntos sometidos a las desagradables contorsiones producidas por el fuego crepitante que los consumía hasta reducirlos a polvo, acabando por ser prohibida y penada canónicamente al asociarse en los siglos escépticos a una actitud de incredulidad militante. Las catacumbas, ubicadas en las afueras de los núcleos urbanos, se originaron en la necesidad de contar con un espacio sagrado subterráneo en el que los cristianos pudieran enterrar a sus muertos. Las etimologías de la palabra expresan respectivamente las ideas de “agujero”, “excavación”, “estar acostado”. En ellas se desarrolló la liturgia de la Iglesia primitiva, que hizo de los sepulcros de sus mártires los primeros altares sobre los que ofrecer el sacrificio eucarístico (de lo cual ha quedado traza en el ara latina y el antimension griego).
 
Más adelante surgieron los cementerios, cuyo nombre proviene del griego y significa “dormitorio”, expresando así la hermosa idea de que la muerte es sólo un sueño del que los difuntos acabarán despertando a la vida eterna. Fueron emplazados por lo general en las criptas de las iglesias o alrededor de éstas en sus jardines adyacentes, con lo cual se quería significar que los que en ellos reposaban forman también parte de la comunidad cristiana, representada en el edificio material. Los difuntos que en vida se habían distinguido de manera especial encontraban incluso un lugar en la propia nave del santuario. Los muertos, pues, compartían una buena parte de la existencia de los vivos, de modo que cuando éstos acudían a cumplir con sus deberes religiosos o simplemente pasaban por delante de un templo no podían substraerse al mudo recordatorio que las tumbas de aquéllos constituían: el del carácter efímero de la vida terrena y el de la necesidad de orar por los que la habían ya abandonado.
 
La muerte como riqueza cultural
 
La Iglesia rodeó a los difuntos de una liturgia especial y conmovedora, que inspiró las más bellas composiciones. Ahí está como demostración el maravilloso caleidoscopio de las misas de réquiem, desde la sencilla y profunda monodia gregoriana hasta la monumental composición lírica de Verdi, pasando por las obras de Ockenghem, Dufay, Tabart, Cavalli, Gilles, Berlioz, Fauré y, por supuesto, la reina de todas ellas: el inigualable Réquiem de Mozart. Escuchadas en salas de concierto o cómodamente en el salón de casa ya emocionan, pero lo suyo es asistir a su ejecución en el contexto que les es propio, o sea en el de la acción litúrgica, en el cual el sentido de la vista es también catequizado a través de los elementos plásticos: los ornamentos negros galoneados de plata (como sugiriendo las tinieblas, en medio de las cuales brilla la luz de la esperanza); los cirios de cera amarilla (símbolos de Cristo muerto, que ha de resucitar); el túmulo rodeado de hachones (que significa la presencia moral de los difuntos, con quienes nos une la fe iluminadora); el agua bendita y el incienso (manifestando el valor purificador de nuestra oración, que sube como las volutas perfumadas intercediendo por las ánimas benditas)…
 
El arte se puso al servicio de la idea cristiana de la muerte, creando mausoleos, pinturas, relieves, efigies y grupos escultóricos de gran valor estético y catequético. En esto sobresalió el Barroco, con su especial consideración de lo efímero de la existencia y su consiguiente afán de plasmar lo que los italianos llaman el attimo fuggente (el instante que huye) y presentarlo teatralmente como espectáculo instructivo de lo precario y vano de nuestro vivir. En esto fue insuperable el gran Bernini, escenógrafo de la Roma de la Contrarreforma, que la decoró con maravillas de mármol como el monumento a Alejandro VII, que se puede admirar en la basílica de San Pedro y en los pliegues de cuyo drapeado se asoma un esqueleto sosteniendo la clepsidra que marca el breve plazo de la vida y determina el acto supremo y el momento decisivo de todo el destino humano.
 
Y es que la muerte es un acto humano, del que se sigue la salvación o la reprobación. Ahora bien, si todo acto humano, para que sea propiamente tal, ha de ser deliberado, esto es, pensado y querido, imaginémonos la importancia de preparar un acto del cual depende nuestro eterno destino. Aquí está la razón por la cual la Iglesia ponía continuamente ante nuestros ojos el espectáculo de la muerte y nos exhortaba a reflexionar sobre él (y no sólo la Iglesia: los filósofos platónicos se ejercitaban en la meditatio mortis, idest meditatio vitæ, que es tanto como decir que la consideración de la muerte pone a la vida en su justa perspectiva). No es de extrañar, pues, la familiaridad, la solemnidad y el temor sagrado con el que en el pasado nuestra sociedad, imbuida de los principios cristianos, se enfrentaba a la más cruda y más patente de las realidades.
 
La fobia moderna a la muerte
 
Al degradarse en nuestra época la idea religiosa de la vida eterna y perderse por consiguiente la óptica bajo la cual mirar la muerte, ésta se ha ido convirtiendo en el mal supremo e irremediable, cuyo recuerdo hay que apartar lo más posible de nosotros, ya que no podemos evitar que su realidad se haga presente un día u otro. Existe una suerte de “tanatofobia” que domina nuestra cultura, impregnada toda ella de inmanentismo y de hedonismo craso.
 
Se comenzó desterrando a los cementerios de los centros poblados por cuestiones de sanidad y de pública higiene, para evitar la insalubridad, los contagios y las epidemias por la proximidad de cuerpos en descomposición. Más tarde, las políticas anticlericales procedieron a su secularización, con lo cual se los arrebataba a la tutela de la Iglesia y se les pretendía despojar de su carácter sagrado. Ahora se ha puesto en boga y se impone con cada vez mayor fuerza la práctica de la cremación de los cadáveres en lugar de la inhumación, bajo el pretexto de la falta de espacio. Las cenizas de los incinerados son depositadas, en el mejor de los casos, en lóculos o columbarios, y en el peor dispersadas en campo abierto o en el mar (con lo que se hace desaparecer la posibilidad de visitar a los difuntos y rezar junto a sus despojos). La cuestión es hoy quitar de en medio cuanto antes al fallecido, que rarísimas veces ha muerto en su casa y menos aún es velado en ella, perdiendo así ésta su íntimo y familiar carácter de obitual para cederlo a los mortuorios o tanatorios colectivos, en los que el finado se diluye entre la frialdad de los profesionales del ramo y el anonimato de la estadística. Por supuesto, el luto o duelo ya prácticamente ni se plantea, y si por ventura hay alguien que lo lleva, es tenido por pueblerino o retrógrado.
 
En la lógica de una sociedad somatólatra, que vive para la imagen; en la que el buen físico y el aspecto juvenil es lo que cuenta; en la que al mínimo asomo de decrepitud es visto con horror y ha de corregirse al precio que sea mediante la cosmética y la cirugía y medicina estéticas; en la que los gimnasios y los centros de belleza son frecuentados como si fueran templos; en la que se pone al margen la idea misma de la enfermedad o la vejez, en esa lógica es claro que la muerte es una ingrata aguafiestas: de ahí la necesidad de desterrarla de la vista y del pensamiento. En este necio afán nos hemos devaluado, hemos perdido ese distintivo que nos caracterizaba como hombres y al que nos referíamos al comenzar estas líneas: el culto de nuestros muertos. Quizás esta sociedad en la que vivimos nos haya hecho ganar en calidad de vida; sin duda, nos ha hecho perder en calidad humana. Buen tema para reflexionar en el día de los difuntos.

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