Si Darwin levantara la cabeza

Evolución, fósiles, dogmas y monaguillos

Si Darwin levantara la cabeza probablemente volvería a agacharla, desolado, al ver la intransigencia que se gastan quienes dicen hablar en su nombre. Las disciplinas más recientes, desde la paleontología a la biología molecular, a veces completan y a veces corrigen la teoría de Darwin. Pero la intolerancia de los neodarwinistas, que han convertido sus propias posiciones en dogma de fe, están obstaculizando el debate científico real. ¿Qué nos dicen hoy los fósiles y los genes sobre la vieja teoría de la evolución de las especies? Philip Johnson lo ha contado en Juicio a Darwin (Ed. Homo Legens). Probablemente, Darwin estaría encantado de añadir algunas de esas cosas a su teoría. Los neodarwinistas, no tanto.

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La cuestión clave está, como es natural, en el origen del ser humano, que es lo que ha levantado siempre mayores polémicas por el componente religioso del problema. Como es sabido, en los Estados Unidos desde los años 80 hay un incesante conflicto entre dos posiciones extremas: un neodarwinismo estrictamente materialista y un “creacionismo” generalmente antidarwinista. Ninguna de las dos opciones es en realidad científica. La primera pretende implantar una visión de la naturaleza humana como contraria a cualquier dimensión religiosa, lo cual cae por completo fuera del ámbito científico, y la segunda pretende sostener a priori la creación divina del mundo igualmente al margen de la explicación científica. Quede claro: ese debate es, desde el punto de vista científico, irrelevante, aunque sea de un enorme interés desde el punto de vista cultural.
 
¿Dónde está el debate científico? En lo que concierne estrictamente a la teoría darwinista de la evolución de las especies, en el ajuste entre esta teoría y los nuevos datos que proporcionan la biología molecular y el estudio de los fósiles, disciplinas, que por su parte, tampoco terminan de ajustarse entre sí. La vulgata de la teoría de Darwin dice que el hombre desciende del mono o, para ser más precisos, que el hombre y el mono descienden de un tronco común. A este respecto, mil veces se han esgrimido como prueba los fósiles de antropoides (homínidos) en los que se pretende ver una evidencia de antepasados de la humanidad. Sin embargo, cuantos más fósiles aparecen, más difícil es sostener esa evolución lineal.
 
Por ejemplo, las mediaciones biométricas de Zuckerman sobre el australopiteco le han llevado a concluir que es imposible afirmar que este homínido anduviera de forma parecida al hombre actual, esto es, erecto. No obstante, en todos los reportajes televisivos se nos deja entender que el caminar erecto del australopiteco es una evidencia de la evolución. Algo parecido ocurre con los estudios en biología molecular. Hoy los biólogos moleculares tienden a coincidir en que los seres humanos somos descendientes de una mujer aparecida en África hace 200 mil años. Ahora bien, multitud de fósiles habitualmente esgrimidos como prueba de la vulgata evolucionista caen fuera de este linaje.
 
¿Qué está ocurriendo? Simplemente, que la ciencia, que nunca es una disciplina cerrada, sigue enriqueciéndose con nuevas aportaciones, y que éstas no siempre refuerzan las tesis en presencia, sino que a veces las contradicen o las rectifican. El genio de Darwin fue capaz de alumbrar una teoría que en poco tiempo se convirtió en un auténtico paradigma: el paradigma evolucionista. Ese paradigma no configura un dogma cerrado de una vez para siempre, sino que está sujeto a permanente transformación. El propio Darwin lo habría entendido sin el menor problema. Lamentablemente, demasiados darwinistas son incapaces de entender que no tienen derecho a imponer sus convicciones como si fueran un dogma incontestable.

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