Prosigue en Elmanifiesto.com el debate sobre el “decrecimiento”, a saber, la gran rectificación del camino del mundo moderno. ¿Es posible detener el desarrollo económico? No lo parece. Y sin embargo, es evidente que en un mundo finito no puede existir un crecimiento infinito. La obsesión por el crecimiento indefinido se ha convertido en una auténtica espada de Damocles. Sin caer en alarmismos de bazar, parece claro que la crisis ecológica ya marca un primer límite: hay que detener el crecimiento. Tras comentar el último libro de Alain de Benoist sobre la cuestión, Elmanifiesto.com publica esta reflexión del filósofo argentino Alberto Buela. Es en realidad el gran tema de nuestro tiempo.
¿Y si decidiéramos parar el crecim
Alberto Buela/Buenos Aires
Hemos sostenido en un artículo reciente que: “La idea de progreso, según nuestra opinión, tiene que estar vinculada a la idea de equilibrio de los efectos. Progreso en la medida en que las consecuencias o efectos del mismo se equilibran de tal forma que puedo realizar nuevos progresos sin anular los efectos del primero”.
Queremos ahora profundizar en la relación entre decrecimiento y progreso, pues nos encontramos con dos hechos indubitables y evidentes, pero que al mismo tiempo se presentan como contradictorios. Por un lado, tenemos la acumulación masiva de datos que muestran el desquiciamiento de los ecosistemas planetarios y el deshilachado del tejido social de las naciones, tanto pobres como opulentas. Y por otro, el ansia y la tendencia natural del hombre al progreso. ¿Cómo compaginar estos dos hechos irrecusables por evidentes?
Qué es el decrecimiento
Si bien la idea de decrecimiento fue manejada por el anarquismo clásico, como los ludditas, que destruían las máquinas al comienzo de la revolución industrial y reclamaban menos horas de trabajo para el estudio y la formación personal, esta idea fue enunciada por primera vez por el mejicano Ivan Illich hacia los años 60, y cuyo apotegma fue: Vivir de otro modo para vivir mejor. A él le siguieron pensadores como Jacques Ellul, que en 1981 proponía no más de dos hora de trabajo diario, para concluir en nuestros días con los trabajos del reconocido sociólogo Serge Latouche: Por una sociedad del decrecimiento (2004), del ingeniero mejicano Miguel Valencia Mulkay: La apuesta por el decrecimiento (2007) y del pensador francés Alain de Benoist: Demain la décroissance (2007).
Se parte de la base de que el crecimiento económico por el crecimiento mismo lleva en sí el germen de su propia destrucción. El límite del crecimiento económico lo está dando el inminente colapso ecológico. Hoy desaparecen 200 especies vegetales y animales diariamente. De modo tal que el crecimiento económico comienza a encontrar límites ecológicos (el calentamiento de la tierra, el agujero de Ozono, el descongelamiento de los Polos, la desertificación del planeta, etc.).
Es que la sociedad capitalista, con su idea de crecimiento económico, logró convencer a los agentes políticos, económicos y culturales de que el crecimiento económico es la solución para todos los problemas. Así, hoy el progresismo político lo ha rebautizado con los amables nombres de “ecodesarrollo”, “desarrollo sostenible”, “otro crecimiento”, “ecoeficiencia”, “crecimiento con rostro humano” y otros términos, que demuestran que este falso dios está moribundo. A contrario sensu de esta tesis, el inimputable de George Bush sostuvo el 14/2/2002 en Silver Spring, ante las autoridades estadounidenses de meteorología, que “el crecimiento económico es la clave del progreso ecológico”.
En realidad el pensamiento ecológico se va transformando sin quererlo en subversivo, al rechazar la tesis de que el motivo central de nuestro destino es aumentar la producción y el consumo; esto es, aumentar el producto bruto interno (PIB) de los Estados-nación. La idea de decrecimiento nos invita a huir del totalitarismo economicista, desarrollista y progresista, pues muestra que el crecimiento económico no es una necesidad natural del hombre y la sociedad, salvo de la sociedad de consumo, que ha hecho una elección por el crecimiento económico y que lo ha adoptado como mito fundador.
Otra forma de pensar el progreso
El asunto es: ¿Cómo dejar de lado el objetivo insensato del crecimiento por el crecimiento cuando éste se topa con los límites de la biosfera, que ponen en riesgo la vida misma del hombre sobre la tierra?. Y ahí Serge Latouche tiene una respuesta casi genial: avanzar retrocediendo. Es decir, seguir progresando desactivando paulatinamente esta bomba de tiempo que es la búsqueda del crecimiento económico si límites. Y para ello hay que comenzar por un cambio en la mentalidad del homo consummans, como designó nuestro amigo Charles Champetier, en el libro homónimo, al hombre de hoy.
Sabemos de antemano que esto es muy difícil, pues la sociedad mundial en su conjunto ha adoptado la economía del crecimiento y vencer a los muchos se hace cuesta arriba. Como afirmaba el viejo verso del romancero español:
Vinieron los sarracenos
Y nos molieron a palos,
Que Dios protege a los malos
Cuando son más que los buenos.
El establecimiento de una sociedad del decrecimiento no quiere decir que se anule la idea de progreso, sino que se la entienda de otra manera, tal como propusimos al comienzo de este artículo. Hay que dejar de lado de una vez y para siempre la idea de progreso indefinido tan cara al pensamiento ilustrado de los últimos tres siglos. Porque sus consecuencias nos sumieron en este estado de riesgo vital que estamos viviendo hoy todos los hombres sin excepción.
Debemos superar los aspectos nocivos de la modernidad en este campo, y sólo podemos hacerlo con una respuesta postmoderna que lleve un anclaje premoderno. Por ejemplo, rompiendo el círculo del trabajo para volver a trabajar intentando recuperar, no la pereza, como afirma Lafargue, ni la diversión como afirma Tinelli, sino el ocio= la scholé= la scholae= la escuela, esa capacidad tan profundamente humana y tan creativa que nos hace a los hombres personas.
No es tan difícil reestablecer en economía el principio de reciprocidad de los cambios, tanto entre los hombres en el intercambio de mercaderías como entre el hombre y la naturaleza, volviendo a pensar a la naturaleza como amiga. Ese principio de reciprocidad que morigere la salvaje ley de la oferta y la demanda.
Si no lo hacemos, se encargará con su fuerza interna de mostrárnoslo la propia realidad de las cosas, con la fuerza cruel que impone la pedagogía de las catástrofes.