El argumento del 1 de octubre de 2017 es el amor. Algunos se quedarán con las cargas policiales y las urnas arrancadas, y los cinturones negros del victimismo aprovecharán la legítima violencia del Estado para invertir la energía del golpe y presentar al defensor de la ley como al allanador de su morada, sin dejar de ejercer un ápice de violencia propia. Pero esa llave de judo a la democracia parecerá el abrazo de un amante, y de eso se trata.
Nos tienen advertido que el fin del mundo no se consumará con una explosión, sino con un gemido. De igual modo, la democracia mediática de la posmodernidad no muere bajo los porrazos de la policía, sino por un beso filmado a tiempo. El pueblo es muy enamoradizo: se va con cualquier descarado que sepa cortejar su vulnerable autoestima. Y ese beso fundacional termina siempre posándose sobre la mejilla de un caudillo oportuno y cachondo, con esa forma de hablar –ese cinematográfico relato– tan irresistible que nos persuade del divorcio con la democracia liberal, ese marido estable pero aburrido con el que la masa ya no siente placer.
Esto es lo que está pasando, una vez más, en una pequeña parte de un continente que ha proyectado la misma puta película cientos de veces, interpretada por actores diferentes, explotada lucrativamente por remakes que nunca acaban de escarmentarnos, porque cada día nacen nuevas generaciones que desconocen el final.
Claro que el pueblo no sólo ama al aventurero que le promete emociones. Sobre todo, se ama a sí mismo. El 1 de octubre marca el punto en que la exhibición de los autolametazos a la llaga catalana –las venas abiertas del masoquismo– perdió definitivamente el pudor. La jornada quedó resumida para la posteridad antes del mediodía, cuando salió Oriol Junqueras de votar clandestinamente y un ciudadano enamorado, excitado por el momento, digamos que atiborrado de historicidad consciente, se acercó al todavía vicepresidente de la Generalitat, arrimó la jeta sonriente al rostro circunspecto de don Oriol y logró la foto que llameará desde el aparador. La madre de todas las fotos que campean sobre las cómodas de Cataluña. El Tiananmen independiente de tu casa.
Misión cumplida. Vivimos en una sociedad donde la competencia verbal ha caducado, donde el razonamiento intelectual es contemplado con sospecha y donde el sentido jurídico exigiría el sacrificio de una generación entera de políticos antes de poder encontrar interlocutores aptos. En una sociedad así la imagen usurpa todas las fuentes de legitimidad. Pero no cualquier imagen: ha de ser una imagen romántica. El separatismo siempre se concentró en su obtención, en su producción industrial: para qué crear ejércitos si podemos encuadrar familias. “La actividad, la lucha, lo es todo; la victoria no es nada. El fracaso es más noble que el éxito. La autoinmolación, y no la validez de la causa en sí misma, es lo importante, porque lo que santifica dicha causa es el sacrificio hecho por su bien, y no alguna propiedad intrínseca que esta pueda tener. Estos son los síntomas de la actitud romántica”.
Lo que quiere decir Isaiah Berlin es que la victoria del Estado ya no garantiza que el orden constitucional sea repuesto en Cataluña. El poder hoy lo ostentan las víctimas, se quejen de lo que se quejen, con razón o sin ella. Llora, y conquistarás el mundo. Aunque el mayor Trapero deba sentarse ante el juez, que debe hacerlo, y aunque los policías y guardias civiles se multipliquen para paliar su traición, el victimismo habrá alcanzado hoy su clímax programático. El orgasmo pasivo–agresivo que atraiga a las voluntades poco estructuradas a la gran orgía de la rebelión. Que su épica revista las hechuras de un oktoberfest perroflauta es lo de menos. Es ocioso ponerse a discernir si en el Proceso ha intervenido más la xenofobia latente del payés, la codicia secreta de la burguesía o el populismo reactivo del precariado. Aboca a la melancolía la enumeración de las deserciones, incomparecencias, chalaneos y cobardías que pesan en la conciencia de los sucesivos inquilinos de La Moncloa desde 1978. ¿Hará falta recordar que, si al término de la jornada, la imagen del Estado no es la del orden restablecido sino la de la ley burlada, Mariano Rajoy debe dimitir?
Y después qué. Después la sintomatología habitual en psiquiatría. París, 1968. El psicoanalista Lacan se dirige a los pijoprogres borrachos de mayo francés:
–La aspiración revolucionaria es algo que no tiene otra oportunidad que desembocar, siempre, en el discurso del amo. La experiencia ha dado pruebas de ello. A lo que ustedes aspiran, como revolucionarios, es a un amo. Lo tendrán.
Y ese no va a ser tan contemplativo como Rajoy.
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