Fascismo rojo

El veterano dirigente socialista vasco Ramón Jáuregui calificó de "fascismo rojo" el boicot perpetrado por ciertos colectivos liderados por la Federación Estudiantil Libertaria (FEL), el pasado 19 de octubre, contra la presencia del ex presidente Felipe González en la Universidad Autónoma de Madrid.

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El veterano dirigente socialista vasco
Ramón Jáuregui calificó de “fascismo rojo” el boicot perpetrado por ciertos colectivos liderados por la Federación Estudiantil Libertaria (FEL), el pasado 19 de octubre, contra la presencia del ex presidente Felipe González en la Universidad Autónoma de Madrid. Una acción en la que se quiso ver –con casi absoluta unanimidad– la sombra de Podemos. Nadie –ya fuere político o comentarista– cuestionó el contundente juicio de Jáuregui. Así, pues, todos de acuerdo: cualquier expresión de violencia política, proceda de donde proceda, es siempre fascismo. Y en ocasiones muy especiales, y muy raritas, “fascismo rojo”. Otro dogma de la vulgata progre.
Lo cierto es que Jáuregui no se mostró, en esta ocasión, especialmente original. De hecho, tal descalificativo viene siendo enunciado por otros autores desde hace años; en el caso del historiador y ensayista Antonio Elorza, al menos desde 2008. Tampoco entonces semejante concepto pudo calificarse de riguroso, no en vano en el mismo se englobaban expresiones de génesis y desarrollo tan diversos como las represalias de los “camisas negras” italianos en los años 20 del siglo pasado, el terrorismo de ETA, los boicots sufridos por la Rosa Díez de UPyD en la universidad por entonces… y los camiones-bomba de Hezbolá. Un formidable, pero no menos indigesto, totum revolutum.
Pero, realmente, esas explosiones de violencia política alentadas por organizaciones del entorno más o menos próximo a Podemos, y en todo caso insertos en la extrema izquierda marxista-leninista o anarquista, ¿pueden ser calificadas, con rigor, como “fascismo rojo”?
De entrada, afirmaremos que tal constructo, tal y como es empleado en esta ocasión, es rotundamente inexacto y falso; tratándose más de un ardid propagandístico que de una herramienta científica clarificadora. De hecho, el simple hecho de denominar cualquier cosa que moleste –al interlocutor que sea– como “fascista”, imposibilita cualquier análisis sereno y objetivo, pues lleva implícita una condena moral inapelable y la correspondiente excomunión. No digamos si le añadimos algún que otro adjetivo: rojo, reaccionario…
Recordemos que, en su día, del líder de Podemos Íñigo Errejón se publicó –y no siendo ya un jovencito– acerca de su gran interés por figuras tan heterodoxas –sobre todo para un marxista– como las del fundador del Partido Nacional Bolchevique ruso, Eduard Limónov (especialmente de su biografía a cargo de Emmanuel Carrère) o el politólogo Carl Schmitt. Errejón, acaso, ¿un “fascista rojo” emboscado en Podemos? Pues va a ser que no. Pero tampoco se trata de un caso tan excepcional de vergonzantes “pecadillos de juventud”. ¿No recuerdan que Jorge Verstrynge, por poner otro ejemplo, inició su sorprendente carrera militante en filas neonazis? En fin: todo el mundo tiene un pasado, que se dice ahora.
Pero, volviendo a la cuestión inicial, ¿por qué se reitera ese comportamiento tan poco ajustado al rigor científico? ¡Qué funesta –y efectiva– costumbre la de calificar como fascista cualquier actitud diferente o discordante por parte de la clerecía progre!
Estamos acostumbrados a que el concepto de “fascismo” se emplee como un arma arrojadiza; una descalificación moral tan inhabilitante como excluyente. Y pocos insultos tan graves o malintencionados. Se puede ser, casi, cualquier cosa en la vida, pero como sea enarbolada la mínima sospecha de alguna aproximación al fascismo –real o ficticia, estética o sentimental, pasada o presente–, el interlocutor en cuestión está perdido, y sufrirá la cascada de efectos derivada de la reductio ad Hitlerum que analizara Leo Strauss.
Traeremos a colación, por unos momentos, los orígenes de este antifascismo tan reiterada e indiscriminadamente esgrimido; y, por todo ello, antes que nada, eficaz táctica propagandística al servicio de la Internacional Comunista. Así, todo enemigo –supuesto o real– de la “marcha ascendente de la Historia liderada por la clase obrera y su partido de vanguardia” sería fascista. Por acción y omisión. Y todo enemigo indirecto del comunismo, también. Y los colonialistas e imperialistas… Y, posteriormente, cualquier opositor al feminismo supremacista. Y del ecologismo holístico. Y del radical-progresismo “políticamente correcto”; tal y como es entendido por los teóricos post–marxistas hoy. ¿Y respecto a la democracia liberal? Pues depende. Inicialmente, para los marxistas –socialistas y comunistas– de las primeras décadas del siglo XX, la democracia liberal no dejaba de ser un estadio previo del fascismo que había que derribar por igual. Imperativos de política exterior arrastraron a un cambio genial de orientación y de alianzas al genocida Stalin: las democracias liberales serían sus aliadas ocasionales frente al fascismo… si bien, cuando tuvo oportunidad para ello, segó implacablemente toda manifestación de democracia “burguesa” –por ser esencialmente “fascista” conforme su criterio– en Europa Oriental. ¿Recuerdan las tan celebradas, como tristes, y ya olvidadas, democracias populares?
Entonces, ¿por qué Jáuregui calificó tales actitudes violentas de la extrema izquierda como fascismo rojo? ¿Pueden conciliarse ambos extremos? ¿No es una pretensión absurda análoga a la de la “cuadratura del círculo”?, ¿acaso la genial síntesis que supera dialécticamente tesis y antítesis? ¿No es, en suma, una contradictio in terminis? Pues, afirmémoslo claramente: o es fascismo, o es rojo.
Ciertamente existieron algunas figuras muy radicalizadas en el fascismo italiano que les acarreó ser calificados como fascistas rojos; un modo de marcar diferencias con el fascismo ortodoxo a partir de su extrema sensibilidad social, por no decir directamente socialista. Fue el caso del ex–comunista Nicola Bombacci y tantos otros que participaron en la agónica y mítica experiencia de la República Social Italiana a partir del Manifiesto de Verona.
En el nacional-socialismo alemán, en su día, no pocos de sus militantes procedían del comunismo pro-soviético, al que retornarían años después. Incluso algunas otras genuinas figuras trataron de imprimirle una línea “izquierdista”, caso de los denominados strasseristas (seguidores de Otto Strasser). También en Alemania, otros personajes, caso de Ernst Niekisch, elaboraron una “vía alemana al socialismo” en un intento de fusión de bolchevismo y prusianismo.
Mucho más recientemente, se formularían algunas nebulosas doctrinas en la Rusia post-soviética, como la del nacional-bolchevismo, que pretendían fusionar características esenciales de ambos sistemas en una extraña mixtura revolucionaria y estética. Fue el caso de Alexander Dugin, en lo que se refiere a la elaboración doctrinal –ahora autor de una rompedora “Cuarta Teoría Política”– y del empresario Limónov, quien encarnó su pulsión activista.
En cualquier caso, todas esas exóticas elaboraciones fueron excepcionalmente minoritarias –casi meras anécdotas–, en absoluto operativas; siendo enterradas por la Historia con la derrota militar de los fascismos. Y cualquier rememoración de las mismas sería puro anacronismo.
Pero, volviendo al tema que nos ocupa, nada de todo ello –nada de “fascismo rojo” al estilo Bombacci, Strasser o Limónov– encontramos en la anarquista FEL o en otros grupos “antifascistas” amigos de la violencia; como tampoco en Podemos. De hecho, si algo puede decirse de la formación radical de Pablo Iglesias y los suyos, es que su liderazgo nuclear es marxista-leninista; también el de Íñigo Errejón. Con matices, eso sí, según de quien se trate. Y de la FEL, el grupito de la discordia, anarquistas a la vieja usanza: incendiarios y sin complejos.
En Podemos encontramos a unos cientos de militante inequívocamente trotskistas, caso de Íñigo Urban, Teresa Rodríguez y demás “Anticapitalistas”. Otros son más “bolivarianos” (una expresión más del llamado “socialismo del siglo XXI”), caso de Juan Carlos Monedero. Y algunos permanecen en la ensoñación bolchevique del octubre rojo, caso del propio Pablo Iglesias.
En todos ellos, según el momento, se expresan ciertos tics populistas; de ahí esas referencias a la necesidad de incorporar temáticas transversales, apelar al precariado, etc., que alimentan sus pugnas internas por el liderazgo y sus movimientos tácticos. Pero, en definitiva, su corpus nuclear es por completo marxista–leninista. De fascismo, pues, nada de nada.
Pero, claro, para Jáuregui y tantos otros, es más fácil servirse de los insultos habituales; aunque en puridad de conceptos no sean del todo rigurosos. Si hubieran calificado el boicot sufrido por González de “bolchevique”, se habrían situado irremediablemente en el campo de la reacción… “fascista”. Así de implacables son las reglas del juego establecidas por el discurso dominante, que es de naturaleza radical-progresista. Unas reglas admitidas o soportadas por la inmensa mayoría de actores –políticos, culturales y mediáticos– en juego. También por parte de los antaño liberal-conservadores.
Pero, en el caso de Jáuregui, concurre otro factor que distorsiona aún más el debate; de cualquier debate. Pablo Iglesias y los suyos no dejan de ser algunos de “sus chicos”; de los chicos de Jáuregui, González, Cebrián y todos los demás santones de la impoluta iglesia progre, se entiende. Algo más radicales, más extremistas, menos instalados en la política real. Pero se nutren de sus mismas factorías intelectuales: comparten una cosmovisión análoga; incluso vienen de sus mismas filas, o de las situadas un poquito más a la izquierda. Son, entonces, de la misma pasta; algo más impacientes o radicales. Incluso algo desviados. Pero, en definitiva, son de los “suyos”; por lo menos hasta que tengan la capacidad de eliminarlos en la carrera por la conquista del poder real. Ya se sabe, de los bolcheviques no cabe piedad alguna, ni siquiera para sus antiguos mentores o aliados.
Concluiremos reiterando que el comportamiento de Jáuregui será acorde al discurso dominante; pero enturbia el juicio político. Ni aclara lo que sucede, ni diagnostica correctamente el problema. Un fruto de la demagogia y la falta de honestidad política, intelectual y moral características de las exitosas imposturas radical–progresistas.
Que quede claro: la FEL, los “antifascistas” violentos y todos quienes les apoyan, de fascistas nada. De bolcheviques o anarquistas, según los casos, todo.
© La Tribuna del País Vasco

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