Hace cuarenta años éramos más libres

Las palabras que siguen, publicadas el otro día en El Mundo, causaron (no es de sorpender) gran revuelo en el lodazal de las "redes sociales". La cosa llegó incluso a ser "trending topic". Seguro que ninguno de quienes en ellas se dejan atrapar se dio cuenta siquiera de que esto no es sólo una denuncia: es alta literatura.

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El 20-N de 1975 me pilló en Tokio. Trabajaba yo en la radio japonesa. Tuve que redactar y leer la noticia de la muerte del Caudillo. Luego me fui a beber una botella de pésimo vino nipón en un tascucio. Mis amigos, a esa hora, estaban celebrando con pésimo champán español la buena nueva que esperábamos. Yo no bebía para celebrar nada, pues nunca he celebrado la muerte de nadie. Bebía por la corajina de no estar en mi país palpando el pulso de la calle y arrimando la oreja al sonido de la inminente −eso creía− libertad. Desde entonces han pasado cuarenta años: los mismos, o casi, que yo tenía a la sazón. Anteayer reparé en la simetría cronológica que me mueve a escribir esta columna. La primera mitad de mi vida transcurrió bajo Franco; la segunda, sin él. Tras su muerte llegó la democracia. Los Padres Fundadores nos prometieron libertad. Salgo ahora a la calle, palpo su pulso, tiendo el oído y cobro conciencia de la  descomunal estafa cuyo cebo mordí, del mismo modo que lo mordieron aquellos amigos que celebraron con pésimo champán la muerte del dictador. ¿Lo era? Bueno, sí, pero... La libertad está hecha de pequeñas cosas y no de grandes palabras (asociación, expresión, reunión, manifestación). Yo, entonces, podía comprar dexedrina sin receta. Podía aparcar mi dos caballos sin el ticket del parquímetro. Podía ir en coche sin cinturón de seguridad y con mi hija de seis años en el asiento contiguo. Podía beber pésimo champán con mi novia en el Retiro. Podía trabajar sin que los impuestos se llevasen la mitad del pan ganado con el sudor de las meninges. Podía ir de putas, aunque rara vez lo hice, sin que me multasen. Podía coger un avión sin verme sometido a inútiles sevicias. Podía deambular sin que cámaras ocultas (o no) me grabasen y sin cruzarme cada dos pasos con un coche de la policía. Podía vivir en un país donde sus autoridades no me consideraban un delincuente a punto de delinquir, pues es casi imposible no serlo cuando todo está prohibido. Madrid, y España entera, no se había convertido en Distrito Policial. Hoy, cuarenta años después, esto parece la Rusia de Beria. Y aquí me tienen, como en la copla, igual que entonces: esperando el porvenir, pero la libertad no llega. Aunque decirlo me cueste caro, lo digo: hace cuarenta años yo era más libre. Y ustedes, créanlo o no, también.
© El Mundo

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