5. Cristianismo fáustico
El alma fáustica, que nace cristiana, nunca es exclusivamente contemplativa, es activa. Nunca es, tampoco, exclusivamente Intelecto, es también y fundamentalmente Voluntad. Una cuestión por entero diferente es que con la actual idolatría por la técnica, y el imperialismo economicista, el alma fáustica haya comenzado a secarse, a perder savia y raíces, pues la Voluntad sin el Intelecto, y el Poder sin la Contemplación son actitudes que traen consecuencias ruinosas.
La Civilización Europea nace cristiana con la Edad Media, y dota al Cristianismo de unas características propias, muy diferentes a las que ésta religión poseía en la época romana tardía, o en el Oriente. En modo alguno fue una religión niveladora, si por niveladora se entiende, antes que la igualdad en bienes materiales, una igualdad tendente “a la baja” en los espíritus. El Orden Medieval, nos parece, cristaliza una estructura trimembre muy antigua, milenaria, de estirpe indoeuropea: productores, guerreros, realeza sacra. Si acaso, la realeza sacra, que era quintaesencia de la clase guerrera en tiempos muy remotos, se desdobla con el surgimiento de una religión organizada y con la institución de su sacerdocio: el Imperio y el Papado, la bicefalia en la Cristiandad germanolatina, marcará para siempre el alma de Europa, y la historia del mundo occidental. No es tal bicefalia, como a veces se tiende a suponer, el germen de un laicismo, de una “separación entre Iglesia y Estado”, a la manera moderna. Más bien representa la necesaria adaptación del carácter sacral de la realeza (arquetipo muy antiguo del Rey Sabio y del Rey Santo, y no meramente un caudillo de guerra) a la existencia de una Religión monoteísta sustentada en una Iglesia con pontificado. El Emperador Cristiano en el Medievo de Occidente no es meramente un sucesor del antiguo soberano romano: el Imperium por sí mismo estaba dotado de realidad sacra. Según Julius Evola, ésta era la verdadera causa que sustentaba el partido gibelino, más allá de los quítame allá esas pajas territoriales, políticos, mundanos. En el seno del propio Cristianismo germanolatino habría una pugna entre la “luz del norte” y la mentalidad meridional, quizá como fruto de la fusión inicial que supusieron las invasiones (migraciones) de pueblos al Meridión mediterráneo. En El Misterio del Grial9, Évola sostiene la existencia de una larvada tradición gibelina que, partiendo de un paganismo celtogermánico muy antiguo, se reactiva en clave gibelina, para rescatar la preeminencia de una nobleza y una monarquía sacras que, al término de la Edad Media, habría de perder terreno ante una Iglesia con pretensiones exclusivistas. Los Papas, al exigir la consideración meramente mundana y desacralizada del Imperio y de toda realeza, socavaron su propia raíz, pretendidamente transpolítica. Al decir del filósofo italiano, se inició así una grave secularización de nuestra civilización con esta actitud. Desacralizar el Poder Político fue, según esta corriente de pensamiento, la fuente de toda desacralización en general, y de ella fue culpable la propia Iglesia. Pretendiendo una “teocracia” coadyuvaron al Absolutismo moderno, e hicieron temblar y derrumbarse los pilares medievales que equilibraban la Civilización. El Monarca Absoluto, ya desacralizado, acabará “creando” una Iglesia regalista, “nacional”, sumisa a los poderes laicos concretos, socavando así la verdadera catolicidad –universalidad-de la Comunidad de creyentes. A partir de 1789, el Monarca Absoluto es, en realidad, un colectivo, el Pueblo Absoluto, que ejercerá despóticamente su Poder al margen de cualquier designio divino, de cualquier proyecto trascendente: el Poder por el Poder. Como el aprendiz de brujo, el estamento eclesial opta por medios igualmente secularizados para defender su territorio, ya fatalmente invadido por el siglo, al no admitir el modus vivendi con el Imperio Sacro. Y opta por alguna forma de ultramontanismo, integrismo, agustinismo político, en unos casos, o por un resuelto liberalismo, en otros.
Resulta significativa esa deriva liberal de la Iglesia, que se remonta precisamente a los tiempos de la lucha entre Papado e Imperio. Justamente cuando ha desacralizado al Emperador, y se ve en el Estado un “mal menor”, la propia Iglesia se desacraliza y se hace ella misma “Estado”. La coincidencia de ideas entre el Catolicismo posterior a Vaticano II y el liberalismo clásico se echa de ver con facilidad. Toda concepción Metafísica, y la solidez de la Teología, se abandonan en favor de postulados “liberales”, y, recientemente, “multiculturales”. Se ha recorrido el ciclo del “Humanismo”, verdadera abstracción que, debidamente analizada, consiste en una destrucción programada de la Filosofía Clásica (Platón, Aristóteles, Santo Tomás y el resto de la Escolástica).
6. Consecuencias de la desacralización del Poder
En última instancia, ese proyecto “Humanista” prepara la atomización del individuo, la concepción de la sociedad en términos de agregado de átomos, y un inmanentismo materialista, que niega toda trascendencia y todo ente divino. Ya no el Imperium, la realeza, el Estado, sino las mismas patrias dejan de existir, y la existencia misma de naciones, arraigos, identidades, se muestra como cadena odiosa. Guillaume Faye en su artículo “La Religión de los Derechos Humanos”, expresa con suma claridad la contraposición entre la idea abstracta de Humanidad y la noción concreta de Nación. Quien dice Nación dice una suma de libertades concretas. Una Nación de hombres libres es una comunidad en la que se han venido defendiendo y garantizando ciertos privilegios, franquicias, prerrogativas, usos, costumbres, iniciativas... y “derechos”, derechos que no se proclaman, sino que se defienden y conquistan, y, en las personas y estamentos dotados de capacidades, se protegen. La Filosofía Moderna ha venido a consistir, en el análisis que hace Faye, en una especie de laicización del mensaje evangélico. Las líneas destinadas a Locke, Rousseau y Kant muestran claramente la tendencia creciente en la Modernidad a no ver culturas, étnicas, arraigos, sino individuos en trance de ser “reformados”. Los individuos aparecen en escena, sobre la faz del mundo, como portadores de derechos, y la línea del progreso consistirá en una ganancia en la realización histórica, efectiva, positiva, de unos derechos insitos. El telos, ultraterreno, que dicta el mensaje Evangélico, es transformado en otra clase de finalidad, análoga únicamente en el sentido lógico, pero diversa por completo en el sentido metafísico: un telos de perfección histórica y jurídica del Mundo. Esa perfección, por la vía liberal (Locke), por la vía democrática (Rousseau) o por la vía que, un tanto anacrónicamente, llamaríamos la vía del “Estado de Derecho” (Kant) acaba plasmándose en un Estado. El Estado se vuelve Providencial por cualquiera de esas vías, pues se convierte en el sustituto de la Divinidad en la medida que tutela, cuida, vigila, inspecciona, corrige, ayuda a que los individuos devengan ciudadanos, e incluso sostiene a los más débiles y díscolos para que abandonen su individualidad zoológica y se eleven a la condición de ciudadanos.