Quizás no sea ésta una cuestión importante a dilucidar. Seguramente no lo es porque el modelo de Estado no siempre determina el bienestar o las penurias de los pueblos, pero con el actual debate que tenemos en España sobre este tema, especialmente en estos últimos tiempos, valdría la pena repasar algunos detalles para no quedarnos siempre en la superficie de que "lo que nosotros queremos sería lo correcto".
Quizás no sea ésta una cuestión importante a dilucidar. Seguramente no lo es porque el modelo de Estado no siempre determina el bienestar o las penurias de los pueblos, pero con el actual debate que tenemos en España sobre este tema, especialmente en estos últimos tiempos, valdría la pena repasar algunos detalles para no quedarnos siempre en la superficie de que “lo que nosotros queremos sería lo correcto”.
¿Qué es mejor, monarquía o república? La respuesta es muy relativa si tenemos en cuenta que España, por ejemplo, es una monarquía e Italia no. Sin embargo, ambas enfrentan crisis económicas similares. En cambio, Holanda es una monarquía y Alemania una república, mientras ambas naciones gozan de bonanzas parecidas. Hablando en plata: los distintos modelos de Estado no han influido para nada en los destinos de estos países.
Por las dudas, valga antes decir que, desde el principio, soy poco partidaria de la pareja heredera al trono de España y repruebo comportamientos del Rey, no por Corinna ni ningún otro asunto de los que tantas voces levantan en el coro de los grillos, sino por razones de mayor calado, pero eso es otra cuestión: lo que aquí intento es descifrar las razones del anti monarquismo radical, las cuales no son tan aparentes como parecen.
Dicen que la monarquía es una institución atávica. Puede ser, aunque también el odio a la monarquía, cuando ésta no entraña ninguna lesión letal a los intereses de un pueblo, puede expresar el odio atávico que las clases medias sentimos hacia aquellos que tienen o que son más que nosotros, sin ponernos a pensar cómo se sentirán quienes disponen de escasos o nulos recursos y de quienes solemos hablar de forma abstracta y lejana: “los pobres del mundo”. Del mundo, sí… No del vagabundo al que vemos merodear por las calles de nuestros barrios, o del conocido que se quedó sin trabajo y no tiene familia. De ésos no nos preocupamos. Solo lo hacemos de “los pobres del mundo”.
Voy a poner un ejemplo sobre la superficialidad que en tal sentido caracteriza al pensamiento típico de la clase media. Hablaba no hace mucho con una amiga abogada y ésta me decía indignada: “Es inmoral que haya personas que se gasten cinco mil euros en un vestido de Chanel, mientras que otras se mueren de hambre”. Unos días después me comentaba, sin embargo, que se había comprado unos vaqueros de Armani a muy buen precio porque “eran buenos”. Una coletilla que siempre emplea la clase media cuando trata de justificar los productos de lujo a los que le es dado acceder: “es bueno”. Recordé su comentario envidioso sobre personas que no conocíamos y le espeté: “Es inmoral que haya personas que se gasten el dinero en unos tejanos de Armani mientras hay tantos muriéndose de hambre en el mundo”. Muy parada, me contestó: “¿Qué dices? ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?”. “Es sencillo”, le respondí. “Para cubrirse, unos vaqueros de 25 euros bastan, pero si puedes darte el lujo de llevar unos Armani, lo haces. Quizás un vestido de Chanel no… pero Armani sí. Bien podrías donar el dinero que te costaron tus tejanos de marca a los pobres del mundo”. Se enfadó, porque ante el menor atisbo de evidencia o constatación de la realidad, la mayoría de las personas lo llevamos mal. Yo, si tengo dinero, me compró el Armani y, si pudiera permitírmelo, también un Chanel, la verdad. ¿Ventajas de este pensamiento? Un conflicto existencial menos en esta vida y una ventaja derivada de no ser de izquierdas: no corro el riesgo de caer en ese tipo de incoherencias tan usuales. No me perturba para nada que alguien haya nacido en un palacio, que sea más rico o más guapo. Sin duda se aligera el espíritu cuando no nos amargamos la existencia por lo que otros poseen.
Y lo mismo, en el fondo, es lo que siempre ha pasado con el tema de la monarquía: molesta el que uno no haya nacido en el sitio de ellos y goce de sus mismos privilegios. ¡Ay, la taimada envidia!… Otro ejemplo: cuando heredamos tres pequeños inmuebles que nuestros abuelos nos legaron, ¿acaso no es un patrimonio que legítimamente nos corresponde y del que no vamos a prescindir? ¿Lo donaríamos tal vez a los que no tienen nada? Sí, seguro…
La realidad es que las monarquías europeas son modelos de Estado en las naciones más ricas de la Tierra, mientras que países con otros sistemas de gobierno tienen dictaduras terribles y miserias mayores. Tampoco es cierto que una república sea más cara que una monarquía o viceversa. Estados Unidos mantiene una presidencia y una vicepresidencia tan caras como cualquier monarquía, y ya no hablemos de Francia, con su presidente y su primer ministro. Viene siendo lo mismo que mantener monarca y presidente de gobierno. Todo Estado tiene representación bicéfala porque es necesario a efectos prácticos.
Otro argumento que esgrimen con facilidad los partidarios de la república es que se puede elegir a sus representantes, mientras que a un monarca no se le elige. No obstante, si lo analizamos tranquilamente, ¿no tiene mayor delito elegir representantes del pueblo que son socialmente nuestros iguales y terminan siendo más truhanes que diez generaciones de reyes? Visto está que dos siglos después podemos comprobar que los ilustrados también se equivocaron de cabo a rabo.
Por todo lo anterior he llegado a la conclusión que lo que molesta en sí es el sentido simbólico de la monarquía. El sentimiento de igualitarismo impuesto en los valores de nuestra sociedad no puede admitir la menor jerarquía histórica, el menor simbolismo de algo superior a nosotros. Nos han convertido en una sociedad llena de los complejos típicos de un patio de vecindad. Como diría Ortega y Gasset: somos “unos señoritos satisfechos” que habremos llegado, es cierto, a la universidad…, a la que hemos dejado, por lo demás, hecha unos zorros, pero lo que en el fondo nos ahoga más que nunca es el resentimiento.
Apostar por la monarquía quizás pueda resultar complejo en estos tiempos, pero ser republicano no entraña ninguna superioridad moral. Tal vez a principios del siglo XX pudo haber sido coherente. Hoy creo que resulta tan indiferente lo uno como lo otro.