Es imprescindible leer el libro de Héléna Perroud dedicado a Vladimir Putin (Un ruso llamado Putin). Héléna Perroud, rusófona, dirigió el Instituto cultural francés de San Petersburgo y antiguo miembro del gabinete de Jacques Chirac para la presidencia de la república, inscribe, de hecho, la dinámica política de Vladimir Putin en la continuidad histórica de Rusia. La obra, trufada de numerosas referencias culturales, históricas y personales, incluye, además, un anexo con la historia de Rusia, en particular a partir de 1952, año del nacimiento de Vladimir Putin.
Un análisis en el tiempo
A diferencia de los dirigentes occidentales, caracterizados por una fuerte inestabilidad política y una ausencia total de perspectiva histórica ‒salvo para invitarnos a arrepentirnos permanentemente de ser europeos‒, la carrera política de Putin se inscribe, por el contrario, según Héléna Perroud, en los tiempos pasados y en una apropiación de la historia rusa. Como frecuentemente dice Putin, “aquellos que no se arrepienten de la URSS no tienen corazón y aquellos que desean su restauración no tienen cabeza”.
Sin embargo, Rusia, incluso después de las amputaciones por la caída de la URSS, sigue siendo un país inmenso, poblado por numerosas etnias (más de 160) y rica en recursos energéticos. Pero geográficamente es una vasta llanura, sin fronteras reales salvo los lejanos y helados mares, abierta, en consecuencia, a todas las amenazas. Como escribe Héléna Perroud, “esta circunstancia de la inmensidad es fundamental para comprender la mentalidad rusa”. Explica, en particular, que los rusos no vean un Estado fuerte como una anomalía, sino, por el contrario, como “la fuente y la garantía del orden, el iniciador y la fuerza motriz de todo cambio”.
Esta fórmula, precisamente, es la de Vladimir Putin. El hombre se basa en una visión a medio plazo de la identidad rusa en el mundo de hoy. Nada que ver con las consignas electoralistas con las que nos invaden los políticos occidentales para hacernos creer que ellos piensan y reflexionan.
Fueron los zares y los comisarios comunistas los que crearon la potencia rusa, no la mano invisible del mercado o la terapia de choque del neoliberal Gaïdar que, como decían irónicamente los rusos en los años 1990, tuvo más éxito que los comunistas extendiendo el odio hacia el capitalismo.
Un ruso como los demás
Entre su nacimiento en 1952 y su ascenso al supremo poder en 1999, este “ruso como los demás” experimentó las profundas mutaciones de la madre patria: la desestalinización, la desaparición de la URSS y del partido comunista, el colapso económico y diplomático bajo la presidencia de Eltsin, la época de los problemas de los años 1990, la apertura de Rusia a la economía de mercado, la bancarrota en 1998, el acoso de la OTAN, los conflictos de secesión de Chechenia y en el norte del Cáucaso, la separación de Ucrania, frontera y corazón histórico de Rusia, etc. Ningún otro dirigente, ni ningún otro pueblo occidental europeo, ha vivido tantos cambios en tan poco tiempo.
En una generación, los rusos pasaron del estadio de superpotencia militar y espacial, como vencedores de la Segunda guerra mundial, a los de un país amenazado que ha vuelto a las fronteras de los tiempos de Catalina II.
Como escribió Vladimir Putin, “Rusia atraviesa uno de los periodos más difíciles de su historia multisecular. Sin duda, por primera vez desde hace 200-300 años, Rusia se enfrenta al peligro de ser relegada al segundo, incluso al tercer rango entre los Estados del mundo”. Desde ese momento, su objetivo estaba claro: restaurar la grandeza de Rusia, despertar al país y reconstruir el Estado.
Un hombre de carácter
El itinerario personal de Putin permite comprender su estilo y su determinación política. Nació en Leningrado, la “ventana hacia Europa” creada por la fuerza de voluntad y sacrificio de Pedro el Grande, pero también la “ciudad heroica” de la “gran guerra patriótica”, sometida a sitio durante 872 días. Cerca de un millón de personas muertas por hambre y enfermedades, entre ellas el hermano mayor de Vladimir Putin.
Hoy, Leningrado se ha convertido en San Petersburgo, pero la memoria de la resistencia y de los sacrificios pasados permanece viva, como cuando Putin desfila con el regimiento inmortal llevando el retrato de su padre, héroe de la guerra. Como responsable político, Putin se rodeará también de colaboradores procedentes de San Petersburgo.
Sus “servicios” realmente encarnan su compromiso político y la lealtad más exigente, incluidas las situaciones arriesgadas. Como cuando Putin se encontraba solo con algunos colegas en Dresde en el inmueble de la KGB junto al de la Stasi, el día de la caída del muro, frente a una multitud hostil. Una multitud a la que logrará disuadir, en alemán, de invadir el inmueble.
El águila de dos cabezas
Desde el siglo XV, el águila rusa, heredera de Bizancio, tiene dos cabezas, una mirando hacia el oeste, la otra hacia el este. Un blasón que simboliza claramente la doble identidad de Rusia: europea y eslava. Abierta hacia Europa, aunque siguiendo su propia vía. En este plano, Putin es, sin duda, el presidente ruso más europeo de los últimos tiempos, a la vez por su origen y por su conocimiento de Alemania.
Pero, para Héléna Perroud, ello da también una clara imagen de la ambición internacional del presidente ruso: “mirar hacia todas partes, tener amigos en todas partes o, al menos, no tener enemigos definitivos en ninguna parte para tener abiertas todas las opciones para seguir siendo una nación soberana que toma sus propias decisiones”. Un programa que causa estupor entre aquellos que todavía sueñan con un mundo unipolar, ese que Vladimir Putin rechazó vehemente durante su célebre discurso en Múnich el 10 de febrero de 2007.
El presidente de un Estado independiente
Héléna Perroud muestra claramente cómo esta estrategia se implementa, al mismo tiempo, frente a Asia, el mundo árabe-musulmán y los BRICS (siglas con las que se conoce al grupo internacional formado por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica). Porque, contrariamente a lo que pretende la propaganda occidental, Rusia no se encuentra “aislada”: al contrario, se relaciona con las naciones más pobladas y más dinámicas, a imagen de esa célebre fotografía donde se ve al presidente ruso “aislado” estrechar las manos de sus homólogos chino, indio, brasileño y sudafricano, representando a más de la mitad de la población mundial. Recordemos, además, que Rusia también se encuentra adherida a la organización mundial de países musulmanes.
En realidad, Vladimir Putin es plenamente consciente de representar a uno de los pocos Estados auténticamente soberanos del mundo. Esto es lo que el Sistema no puede soportar.
Héléna Perroud señala irónicamente, al respecto, que durante la reunión de Versalles, el 29 de mayo de 2027, entre los presidentes ruso y francés, en la conferencia de prensa final, había tres banderas: por un lado, la bandera francesa superpuesta a la bandera de la Unión europea, por el otro, la bandera rusa. Entonces, ¿qué país era más soberano?
Para comprender lo que significa “gobernar”
Héléna Perroud no oculta su simpatía por Vladimir Vladimirovitch, pero su obra no es apologética. La autora muestra, en efecto, que la democracia rusa todavía tiene mucho que hacer por delante, como la lucha contra la corrupción y la libertad de prensa. Tampoco elude, sin embargo, la cuestión de los “opositores” de Vladimir Putin, ni siquiera la “casualidad” de que estén apoyados por la norteamericana National Endowment for Democratie. No todo es perfecto en Rusia pero ¿nos encontramos en Europa occidental en mejores condiciones para darles lecciones a los rusos?
Héléna Perroud cita a Aleksandr Solzhenitsyn cuando éste declaraba al Spiegel en julio de 2007 que “Putin ha recibido en herencia un país devastado y arrodillado, con una mayoría de la población desmoralizada y en la miseria. Y hace todo lo posible por revertir la situación, poco a poco, lentamente”.
Un ruso llamado Putin es, pues, una obra para comprender cómo un hombre de Estado se pone al servicio de su nación y de su pueblo.
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