Discurso de Viktor Orbán en el aniversario de la revolución húngara de 1956

Ardiente defensa de la Europa de las naciones

Lo nunca visto. Aparte de equiparar el dominio de la UE con el de la URSS, ese hombre habla de cosas como "la grandeza, la fuerza y la gloria de Europa".

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Lo nunca visto. Aparte de equiparar el dominio de la UE con el de la URSS, ese hombre habla de cosas como “la grandeza, la fuerza y la gloria de Europa”. ¡La gloria, oigan, nada menos que la gloria, y la grandeza, y la fuerza! ¿No es de dinero de lo que hablan los políticos? ¡Y el arte, nada menos que el arte! “La pasión que late en el corazón de los patriotas —dice Orbán— ha producido sacrificios, entregas, avances científicos y obras de arte.” ¿Alguien ha oído jamás algo parecido?

Por ello, ciertamente, ni una palabra han soltado sobre este discurso los medios del Sistema.

Por ello, ciertamente, nos complace entresacar los más destacados pasajes del discurso que pronunció el primer ministro húngaro Viktor Orbán el 23 de octubre de 2018, aniversario de la revolución de 1956 contra la ocupación soviética.



Cuando después de medio siglo de ocupación soviética y de opresión comunista, reconquistamos nuestra libertad y pudimos expulsar de nuestros pulmones el aire rancio de los camaradas, pensábamos que habíamos recuperado nuestro país. Hungría pertenece desde hace mil años a la Europa cristiana. Somos Europa. Europeos nos mantuvimos incluso cuando fuimos vendidos en Yalta, o cuando fuimos abandonados en 1956.

Cuando por fin se marcharon los soviéticos sentimos que regresaba la tranquilidad y volvían a estar en orden nuestra historia, nuestra cultura y nuestra situación política en el mundo. Pensábamos poder volver a encontrar nuestro sitio en Europa, en esa familia de naciones libres que se basa en la cultura cristiana, en la conciencia nacional y en los principios básicos de la dignidad humana. Nunca hubiéramos imaginado, ni siquiera la peor de las pesadillas, que veintinueve años después de la liberación de las naciones encadenadas, después de la caída del Muro de Berlín y de la reunificación del continente europeo desgarrado en dos partes, los pueblos europeos, y entre ellos el nuestro, tendrían que volver a participar en una prueba de fuerza como no la habíamos conocido desde hacía mucho tiempo. Ni soñando hubiéramos imaginado nunca que Europa no sería amenazada por una fuerza militar externa, sin por ella misma ¿Quién hubiera creído que en el más pequeño continente de la Tierra, en ese continente que cuenta con la más floreciente de las culturas, con las más modernas de las técnicas, con las mejores escuelas del mundo, con el nivel de vida más alto jamás alcanzado por la humanidad, podría todo ello desmoronarse en algunos pocos años y llevarnos al borde del abismo?

Señoras y señores:

Los europeos nacen hijos de una nación. Cuando nace, el europeo es alemán, francés, italiano, polaco o húngaro. Tal es la historia y el orden natural de las cosas. Cuando un bebé pronuncia sus primeras palabras, las dice en polaco, en croata, en sueco, en inglés o en húngaro, y es por ello por lo que Europa difiere de los demás continentes. Europa es la patria de las naciones y no un crisol. ¿Quién se hubiera imaginado que iban a resurgir las ideas imperialistas que tantas veces han devastado a Europa? ¿Quién se hubiera imaginado que, en base a falsas acusaciones, Hungría y Polonia serían atacadas, Rumanía y Eslovaquia amenazadas, al igual que Italia?

La grandeza, la fuerza y la gloria de Europa proceden de las naciones que cooperan y compiten a la vez entre sí. Las naciones respetaban los derechos de unas y otras, protegían los intereses de sus ciudadanos, sabían cooperar y obraban conjuntamente en favor de la paz, de la prosperidad y de la seguridad. La pasión que late en el corazón de los patriota ha producido sacrificios, entregas, avances científicos y obras de arte. Hace ya más de una década que nosotros, los húngaros, nos unimos a esta Europa, a la Europa de las naciones. Aceptamos la invitación de Helmut Kohl y de Jacques Chirac, no la de Napoleón Bonaparte o del III Reich. Nosotros, los húngaros, ya hemos sufrido demasiado a causa de los imperios. Todos quisieron convertirnos en buenos súbditos. Ninguno entendió que tenemos una patria, y que la patria no tiene súbditos, sino hijos. […]Señoras y señores:

No son las naciones conscientes de sí mismas, sino las veleidades imperialistas las que han conducido a Europa por el mal camino. Los constructores e instigadores de imperios son los responsables de las horrendas guerras del siglo XX, de los mares de dolor y de las diversas devastaciones que ha sufrido una floreciente Europa. El nacionalsocialismo y el socialismo internacional, el fascismo y el comunismo, todo ello ha sido fruto de las veleidades imperialistas: ideales supranacionales, creación en crisoles de hombres nuevos, al igual que los beneficios económicos sin precedentes y la gobernanza mundial —imperial— destinada a garantizarlos. Ésa era, y parece que todavía es la gran tentación que anida en el alma de los poderosos de Europa. Son ellos quienes, ahora en Bruselas, vuelven a entonar aires imperiales. Se trata, es cierto, de unos aires distintos de los de otros tiempos. Ahora ya no conquistan con las armas. Sabemos muy bien que Bruselas no es Estambul, ni Moscú, ni el Berlín imperial, ni siquiera Viena. Nunca se ha conquistado nada desde Bruselas: todo lo que se ha hecho desde ahí es administrar las colonias. Pero nosotros nunca hemos sido una colonia, como tampoco hemos sido colonizadores. Nunca le hemos arrebatado la patria a nadie; y es por ello por lo que nos negamos a entregar la nuestra a nadie.

Quienes dominan hoy en Bruselas son quienes desean que un imperio europeo sustituya a la alianza de sus naciones. Un imperio europeo cuyos dirigentes no serían escogidos por los pueblos, sino que estaría dirigido por los burócratas bruselenses. Hemos llegado hoy a una situación en la que, en numerosos países, los partidarios del imperio europeo están en el poder. Ello nos permite saber a qué se parecerá, si sólo de ellos depende, este Mundo Feliz. Un mundo al que, procedentes de todo el mundo, llegan cada vez más hombres en edad de luchar y que, forjando ya a su imagen y semejanza las ciudades europeas, dejan en minoría, lenta pero seguramente, a los europeos autóctonos. […]

Señoras y señores:

Todos los que quieren convertir a la Unión Europea en un imperio europeo son, sin excepción, partidarios de la inmigración. Han hecho de su aceptación el criterio de la europeidad y anhelan que cada país y cada pueblo se conviertan lo antes posible en multiculturales. Vemos con toda claridad que, a pesar de sus considerables fuerzas policiales y militares, no han querido hacer nada para defender a Europa de las masas de inmigrantes. Si nosotros hemos podido defendernos frente a ellas, también ellos hubieran podido hacerlo. Lo que les falta no son medios, sino la voluntad de hacerlo. Todavía hoy las élites de Bruselas y otros dirigentes antinacionales ven en la inmigración una suerte y una opción. Una posibilidad de transformar a la Unión Europea de naciones en un imperio monolítico y multicultural integrado por una multiplicidad de pueblos. Una Europa sin Estados-nación, una élite cortada de sus raíces nacionales, un consorcio de empresas multinacionales y una coalición de especuladores financieros: he ahí el paraíso de George Soros.

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