Cada vez que en se convocan elecciones en la Unión Europea —salvo las del Parlamento de Estrasburgo, esa belle inutile—, se abre una ventana de oportunidad para los distribuidores de tila, rohypnol y valium en Bruselas.
Cada vez que en se convocan elecciones en la Unión Europea —salvo las del Parlamento de Estrasburgo, esa belle inutile—, se abre una ventana de oportunidad para los distribuidores de tila, rohypnol y valium en Bruselas. De susto en susto, de paralís en supitipandi, los bonzos de la Comisión agonizan cuando el pueblo, esa fierecilla domada, acude a las urnas. Aunque ellos, los eurócratas, saben perfectamente qué es lo que le conviene a las masas, éstas dan en el capricho de elegir lo contrario de lo que deben, pese a que los medios de comunicación, que tanto dinero cuestan, insisten a más no poder en que voten lo que está mandado: a los Macron y demás candidatos bon chic, bon genre.
Supongo que los Soros, Tusk , Juncker y demás altas instancias de la plutocracia estarán, cuando llega el día del sufragio, con la presión arterial por las nubes, la bilis azabache, el páncreas al pilpil y el escroto como un badajo sin campana: ¡Cuánto penar para morirse uno! No debe resultarles muy distante la tentación de funcionar por ukases y limitar los daños que la opinión de los pueblos inflige a las instituciones de Bruselas: así es como gobiernan el Banco Central Europeo y la Comisión desde hace decenios. Los mandamases del Partido Único Paneuropeo, esos socioliberaldemocristianosdecentro a los que debemos votar cada cuatro años, no pondrían grandes objeciones: se ahorrarían el gasto y la fatiga de las campañas y el posible susto de quedarse sin escaño. Pero los comicios —aunque inservibles siempre e inquietantes a menudo— son necesarios para el Sistema, pese a lo superfluo de su función en un régimen reciamente oligárquico.
Me explico: son un ritual necesario, la legitimidad imprescindible, el acabamiento perfecto (aunque sea en orgasmo fingido) de la comunión entre plebe y plutocracia. Como pasaba con los reyes antiguos, es necesaria la aclamación popular para ungir al nuevo jefe, que en el mejor de los casos sólo es un primus inter pares y, por lo común, un simple roi fainéant al servicio de los poderes económicos. Hoy ya no es a un guerrero con cien enemigos muertos al que hay que alzar sobre el pavés, sino a un tecnócrata de cutis de alabastro y corbata Hermès con un millón de parados a las espaldas. Incluso los teólogos y los sacerdotes que justificaban la asunción del trono por el nuevo déspota, su inevitabilidad, el designio divino, el Mandato del Cielo, han sido sustituidos por los economistas y los expertos, esos que siempre acompañan los recortes y las deslocalizaciones con la eterna letanía de nos movemos en un mercado global, no se puede hacer otra cosa, hay que adaptarse a las nuevas tecnologías, vivimos en una sociedad abierta y demás mantras del argumentario de la pauperización.
No queda más remedio que continuar con las elecciones: Show must go on! Aunque el entrepreneur (o souteneur) no gane para disgustos. Un preclaro antecesor de los Tusk, Juncker y Merkel actuales, Cayo Calígula, se quejaba poco más o menos en los mismos términos de la canaille, y deseaba que el pueblo tuviera una sola cabeza para poder cortársela de un tajo. Por desgracia, este monstruo hobbesiano se compone de más testas de las que adornaban a la Hidra de Lerna y no pueden seccionarse de golpe; lo más conveniente es vaciarlas y llenarlas de serrín: para eso se inventaron los grandes grupos de comunicación y la educación en valores. Lo sorprendente es que este método de pan y tele empieza a fallar —quizá porque ya no hay tanto pan— y el pueblo menudo da en la ventolera de votar lo que no está prescrito, de automedicarse políticamente, de volver a los viejos remedios de antaño, de —puestos en lo peor— preferir el suicidio por propia mano a la eutanasia por la ajena.
Lo más llamativo de las últimas elecciones en Francia es que fueron eso: elecciones; se votaban dos alternativas de verdad, excluyentes. Pero el secreto mejor guardado de la Unión Europea es que no debe haber elección, que la habitual guerra florida entre un candidato de izquierdas y otro de derechas no implica ningún trastorno serio del Sistema, sólo un cambio de nombres, una confirmación formal de que se vive en una democracia y una válvula de escape para las iras de los forzados que reman en la galera de Schumann y Monet. Por eso, los jerarcas del Régimen han tenido que bajar a la calle y abandonar su tradicional y exquisita neutralidad para arremeter en pro de Macron y contra Marine Le Pen; Juncker se volvió mitinero y se entrometió en la campaña electoral francesa con modales de poligonera tatuada, sólo le faltó agarrarse del moño con Marine y pelear como una tarasca con la bata abierta y los chichos colgando.
Sí, algo está cambiando en Europa cuando los nababs pierden los nervios. Pues nada, Juncker: ¡Una de valeriana con alka seltzer!