El que tuvo, retuvo

Japón busca su sitio

El pasado mes de abril, Shintaro Ishihara fue reelegido alcalde de Tokio, la tercera metrópoli más grande del mundo. Ishihara tenía 34 años cuando Yukio Mishima se hizo seppuku en el despacho tokiata del general Morita. A tenor de su trayectoria vital, no debió quedar indiferente ante este gesto supremo, destinado a dejar –precisamente- una marca indeleble en las conciencias de los jóvenes que, cuarenta años más tarde, serían llamados a ocupar las elites administrativas y empresariales del país.

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JUAN R. SÁNCHEZ CARBALLIDO

Ishihara ha sabido compaginar sus carreras política y literaria manteniendo con coherencia un mismo discurso en sendas esferas de su actividad. Como funcionario público ha basado toda su popularidad en el empeño por defender el pasado guerrero tradicional del Japón; como escritor de éxito, es autor de novelas como Por los que amamos, un homenaje a los miles de pilotos kamikazes que durante las trágicas jornadas de la Segunda Guerra Mundial entregaron la vida en defensa de su país. La versión cinematográfica de este relato se estrenó el pasado mes de mayo con notable éxito de público, a juzgar por las más de trescientas salas que la han exhibido. 

Quizás nunca deje de resultar prematuro aventurar el resurgimiento de una conciencia imperial en los términos delineados por Mishima, pero no es menos cierto que en estos días asistimos a una suerte de retorno de la dignidad nacional japonesa. Días en los que el Primer Ministro japonés, Shinzo Abe, ha confirmado su intención de construir “un país hermoso”, libre del sentimiento de culpa y sobre los valores tradicionales, secundando sus palabras con hechos ostensivos. Como primera medida, Abe se ha ido derecho a por las bases americanas en suelo nipón, planteando una reducción de tropas y la deslocalización de las mismas fuera del emblemático archipiélago de Okinawa, teatro de la batalla más violenta de la guerra en el Pacífico. 

Los vencedores de la contienda no parecen muy dados a permitir este aparente rebrote del nacionalismo en un país que aparentan seguir tutelando. De momento, George Bush ha anunciado una visita para principios de septiembre y una reunión con Abe de la que, muy previsiblemente, el tema de las bases no estará ausente.  

Mala conciencia

Para caldear el ambiente, el Congreso americano ha recurrido a la sutileza de refrescar la mala conciencia japonesa y el complejo de culpa colectivo trenzado con la horribilidad de unos acontecimientos habidos cuarenta años atrás. A principios de este mismo mes la cámara de representantes aprobaba una exhortación a Japón para que reconociese y pidiera disculpas por haber obligado a unas 200.000 mujeres asiáticas a prostituirse para cubrir las necesidades venéreas de su ejército durante el conflicto mundial. Tokio ya había presentado sus excusas en 1993 a pesar de albergar serias y muy fundadas dudas sobre la veracidad de la acusación. Inmediatamente, otros adversarios históricos se han sumado a las iniciativas americanas. De momento, China ha acusado al Parlamento japonés de querer minimizar la masacre de Nankín, cifrada hasta el momento en 300.000 bajas de parte del bando continental; para los políticos conservadores de Tokio, la cuantificación excede con mucho a la realidad que en su día fue estimada por la Sociedad de Naciones, en torno a las 20.000 víctimas. Ante la perspectiva de dos producciones cinematográficas dedicadas al tema, en la que los soldados japoneses habrían de figurar entre los asesinos más sanguinarios que se recuerda, se ha impuesto la necesidad de una revisión histórica de los acontecimientos que desde Pekín se interpreta como una afrenta.     

Claro que las atrocidades bélicas nunca son patrimonio exclusivo de uno sólo de los bandos en contienda. Japón comienza a responder a este cerco de ignominia con iniciativas como una exposición, a celebrar en 101 ciudades de los EE.UU., dedicada al lanzamiento de la primera bomba atómica de la historia sobre la ciudad de Hiroshima y sus efectos posteriores, que contará con la presencia de algunos supervivientes en calidad de conferenciantes.   

Pero este aparente retorno de lo nacional resulta una deriva polémica incluso en el interior del archipiélago. Recientemente, el Ministro japonés de Defensa calificaba como “inevitable” el lanzamiento de los ingenios atómicos en Hiroshima y Nagasaki en 1945, llegando a insinuar algunos beneficios derivados de la espantosa medida como la evitación, gracias a la conmoción mundial que siguió a los estallidos nucleares, de una invasión soviética del Japón. Estas apreciaciones han provocado una respuesta unívoca de todas las fuerzas políticas del país, desde la oposición social-demócrata -que ha pedido la dimisión del Ministro Kyuma y considerado escandalosas sus opiniones-, al partido liberal-demócrata en el poder, para quien las declaraciones resultan “rechazables”. Para el diputado Tetsuo Saito, del partido budista Komeito, tales declaraciones son, sencillamente, “contrarias a la naturaleza del pueblo japonés”. De hecho, Kyuma ha terminado siendo cesado. 

Shinzo Abe se halla en estos momentos asediado por las informaciones aparecidas muy recientemente sobre las presuntas irregularidades, de cerca de un millón de dólares, en la contabilidad del sistema de pensiones públicas entre 1989 y 2002. Pero las eventuales consecuencias e implicaciones de esta especie de programa de recuperación de la memoria histórica japonesa son demasiado extensas como para atribuirlas a una maniobra de los equipos de comunicación e imagen del Presidente nipón: un llamamiento al patriotismo latente en un país marcado por su condición de perdedor en la Segunda Guerra Mundial como la mejor vía para salir de una grave crisis de popularidad. Quién sabe si la secuencia de los acontecimientos sea exactamente la contraria.

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