Nos jugamos mucho

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Nos jugamos mucho

El próximo 3 de noviembre se celebrarán las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Como en ocasiones anteriores, lo que decidan los norteamericanos tendrá transcendencia para el resto del mundo. Siempre ha sido así y seguirá siendo mientras EE. UU. sea la primera potencia económica y la que posee el ejército más poderoso. Hasta hace cuatro años, quién fuera el inquilino de la Casa Blanca tenía importancia en temas comerciales, militares, diplomáticos y político-estratégicos; pero ahora posee un interés añadido, como lo hemos podido ver durante el actual mandato de Trump. Su próxima victoria, o su derrota —que más nos vale que no suceda—, tendrá que ver con la visión que la sociedad occidental tenga de sí misma durante las próximas décadas. Así que no es poco lo que nos jugamos los europeos.

Biden tiene 77 años y Trump 74. Cuando Reagan se presentó a la reelección, en 1984, contaba con 73, mientras que su antagonista por parte del Partido Demócrata, Walter Mondale, tenía 56. Por tanto, los actuales candidatos representan la alternativa más longeva a la presidencia de EE. UU. de la historia (que se preparen los potenciales vicepresidentes, las posibilidades de que uno ellos salga a la cancha son mayores que en otras ocasiones). Sin embargo, lo que tiene verdadera importancia para los europeos respecto a la próxima elección no es que al frente de ese gran país se encuentre una persona de una generación mayor que la media de los políticos de la UE –Merkel, que ya se retira, solo tiene 66—, sino que cada uno de los candidatos norteamericanos representa un modelo moral o ideológico opuesto al del otro.

Cuando yo era adolescente, el yankee era el yankee. Sistemáticamente representaba el imperialismo capitalista, con independencia de que quien ocupase la presidencia fuera un demócrata o un republicano. Recuerdo que la llegada a puerto de un buque de la armada estadounidense provocaba la aparición de pintadas en diversos lugares de la ciudad, en las que se leía “Yankee go home!”. Aunque la mayor parte de la tropa que desembarcaba era “de color”, un marinero negro era igual de opresor que uno blanco. Esto ha cambiado, pero no sólo desde que Obama ganó las elecciones —y cayera el Muro de Berlín—, sino porque la antigua lucha de clases ha sido sustituida por la igualmente marxista lucha “cultural”, cuyo foco se encuentra en las catacumbas doctrinales del liberalismo norteamericano. El primero en hablar de este “tipo” de marxismo, al que ahora se llama “cultural” —aunque sigue siendo el de siempre—, fue el yerno de Walt Disney, William S. Lind, en su obra The Origins of Political Correctness, de 1998.

Algunos autores estadounidenses tratan de hacernos creer que a finales del siglo pasado, mientras los republicanos ponían todo su empeño en alcanzar el poder, los “liberales” (ahí llaman así a los progres) apostaron por “tomar” las universidades. Ésta es una valoración interesada (a posteriori) tras la victoria de George W. Bush, que, a pesar de ser ridiculizado hasta la saciedad, consiguió revalidar su mandato hasta 2009, y una manera de consolarse tras la inesperada derrota de Al Gore. Lo que en realidad quieren señalar aquellos autores es que, dándose cuenta los estrategas demócratas de que tenían la batalla política perdida durante algún tiempo, les convenía rearmarse ideológicamente, por medio de think tanks y departamentos universitarios, para crear las bases de un pensamiento generalizado y, de paso, de futuras victorias electorales. En esto consiste el juego que actualmente se vive en América —y, por añadidura, en Europa— gracias a la extraordinaria influencia que tienen las universidades de ambas costas norteamericanas (nuestro todavía ministro de universidades es una clara muestra de ello).

Pero ponernos a pensar en los universitarios entraña sus riesgos: no se sabe qué puede pasar. Lo que ha ocurrido es que de tanto calentarse la cabeza, partiendo del trabajo hecho antes por algunos europeos emigrados allí, como Adorno, Marcuse o Fromm, los laboratorios de ideas de las principales universidades estadounidenses han revolucionado el discurso demócrata hasta el punto de que si alguno de sus representantes de los años ochenta, como Edward M. Kennedy, levantara la cabeza, preferiría volver a tumbarla.

Pienso que su hermano John, en su discurso de investidura como presidente, en 1961, empezó a olerse la tostada cuando dijo aquello de que “no preguntes lo que tu país puede hacer por ti; pregunta lo que tú puedes hacer por tu país”. Alguien le debió apercibir (dicen que era su hermano Robert quien le escribía los discursos) de que la era de la responsabilidad individual estaba llegando a su fin y de que en las sucesivas décadas se iba a abrir paso una nueva “cultura” de la sopa boba, para las minorías. Porque es esto lo que domina la nueva política norteamericana y, por ende, de todo Occidente: “No hace falta que veles por tus propios intereses (ni por los de tu familia), porque si perteneces a una minoría oprimida será el Estado el que velará por ti”.

Trump es un verso suelto, un hombre al que las formas le importan un pimiento, que se ha propuesto revertir el discurso dominante. En cambio, Biden es un contrastado miembro del establishment, que el Partido Demócrata ha nominado para la ocasión. No sería muy distinto si el candidato fuera Bloomberg, Buttigieg, Warren o cualquiera de los que se presentaron a las primarias de su partido; en todo caso, se trataría de un hombre o de una mujer “del sistema”. Como diría Lakoff, la batalla cultural consiste en dilucidar si perdura la moral del progenitor atento —que es la dominante, salvo en aquellos rincones de la América profunda que mantienen el sedimento tradicional— o se reinstaura la del padre estricto, que es la que sirvió para consolidar el modelo de vida americano y que permitió que el país llegase a donde llegó, pero también que se pudiese abrir la nueva dialéctica que ha conducido al lugar en el que nos encontramos. No hay que olvidar, como señala la feminista Paglia, que la moral del padre estricto, a pesar de su nombre técnico, es un modelo ideológico fundado en la libertad individual, que habilita a los ciudadanos a pensar por su cuenta y a hacerse responsables de sus propias decisiones y, por tanto, que permitió a quienes fueron a las universidades norteamericanas elegir su propio camino. Cosa que, al parecer, no sucede con el modelo del progenitor atento que, con tanta dejación de responsabilidad individual, a lo que conduce es a un tipo de sociedad en el que la gente es demasiado dependiente como para atreverse a pensar por sí misma. Incluso que recibe cierto reproche social cuando osa hacerlo.

Por consiguiente, como dije antes, lo que nos jugamos los europeos en las próximas elecciones presidenciales norteamericanas es la influencia respecto de dos modelos morales antagónicos que podrían llevarnos a sistemas político-sociales muy diferentes. Si vence Biden, la consolidación del modelo del progenitor atento será definitiva; las sociedades occidentales, casi con toda seguridad, seguirán por el camino que fue inaugurado durante la década de los 60. Por el contrario, si gana Trump el modelo del padre estricto —fundado en la libertad y la responsabilidad individuales— podría empezar a abrirse camino y Occidente volver a estadios culturales que estuvieron vigentes tras la Segunda Guerra Mundial y que posibilitaron la recuperación social, económica y política. Los modelos morales son intuitivos (lo cual no significa que sean irracionales), cada uno tenemos el nuestro. Así pues, en el sentido ideológico no existen personas “amorales”. Por eso, hay quien es incapaz de entender cómo alguien podría votar por un ser tan “despreciable” como Trump o, tan aparentemente contrario a los intereses de su país, como Biden. En qué dirección lo haga cada uno dependerá de su moral ideológica. Trump conecta muy directamente con quienes mantienen —a pesar del discurso dominante en el cine, la TV, la mayoría de los periódicos y, sobre todo, en el sistema educativo— la moral del padre estricto. Biden lo hace sin esfuerzo con los portadores de la moral del progenitor atento. A quienes pensamos que el modelo del padre estricto es el único que es capaz de llevar a los seres humanos a situaciones más prósperas, tras una guerra, una crisis económica o una pandemia (e incluso en situaciones “normales”), nos gustaría que el candidato a la presidencia que lo representa, siendo igual de firme en las ideas, fuera menos rudo en los modos. De ser así, hasta para quienes se quedan en las formas y no saben ver el fondo, la elección estaría muy clara. Si en algún momento debemos preguntarnos qué podemos hacer por nuestra nación, en lugar de qué debemos esperar del Estado, ese momento es ahora.

Juanma Badenas es Catedrático de Derecho civil de la UJI, ensayista
y miembro de la Real Academia de Ciencias de Ultramar de Bélgica.

Una versión abreviada de este artículo apareció en El Mundo el 29 de septiembre de 2020.

 

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