JOHANNESBURGO, 24 de abril.– Es éste un artículo distinto al que más de un buen amigo periodista afincado en Sudáfrica escribirá para sus respectivos contactos en España y Sudamérica. Su prosa será crónica de una jornada que nada y/o todo cambiará en el contexto sudafricano; la mía será mera jaculatoria escrita recién salido de los brazos de ébano de mi musa shangane, que ya duerme su sueño tinto mientras me sirvo, quizá, el penúltimo cáliz de Cristo de la madrugada.
Sudáfrica participó de la eucaristía democrática que todo hijo de bien, da igual su rango económico o intelectual, debe tragar para el perdón de los pecados que supone ser hijo del libre albedrío, condición nada democrática. En las interminables colas que decoraban las barriadas de sus urbes, normalmente desiertas de transeúntes, se codeaba el negro con el blanco y el mestizo, todos ellos felices y dichosos de la demostración de poder etéreo que otorga la posibilidad de depositar el contenido de sus vacuos ideales y convicciones en el agujero negro de la urna, la cual concederá poder absoluto sobre la voluntad general de estos, esos y aquellos creyentes del llamado juego democrático al grupo político/económico mayoritario de turno.
El que será próximo presidente del país, Jacob Zuma, bromeaba con su papeleta frente a los flashes de los francotiradores de la información “relevante” al pretender no acertar con el agujero de la urna, cual borracho de sonrisa desdentada en un township. Thabo Mbeki, presidente depuesto y deshonrado por su propio partido meses antes de concluir su régimen, Julius Caesar destronado, desplegaba frente a las puertas del colegio electoral su dandismo victoriano de estudiante de económicas de Sussex al tiempo que profería su sabio presentimiento ante las cámaras: “Sólo Dios sabe quién ganará estas elecciones”. Madiba Mandela mostraba al mundo que hace ya una década decidió desterrarse voluntariamente de los quehaceres del país y de la vida, ocultándose tras su merecida senectud, al no acertar qué hacer con la papeleta que un buen samaritano le cedió y ayudó a introducir en el amado agujero negro democrático, sin apenas andar, sin poder hablar, conservando la enorme sonrisa que tan sólo muerto le desaparecerá, la mirada ya perdida.
El estilo de gobierno que Zuma impondrá será marcadamente diferente en las formas con respecto al ejercido durante diez años por Mbeki. El nuevo presidente hará honor a su inicial y se convertirá en el padre que muchos anhelaban desde que Mandela se retiró de la escena para disfrutar de un poco de paz, mostrándose de vez en cuando para desengrasar la sangre real que recorre sus venas, príncipe xhosa como es, la cual sangre precisa del aliento y el halago de la muchedumbre enfervorizada en su honor. El habla de Z es la de los desheredados: baila y canta y sus discípulos parecen llorar extáticos, presos de una emoción indescriptible en sus sudorosos rostros, pues en él ven la encarnación de todo un Mesías, la mano que dignificará con su sola bendición a los desventurados y olvidados de la Nación del Arco Iris.
A los ojos de la chusma conversa, Mbeki es el ángel caído en la desgracia de su afrenta al usar su posición e influencia para procesar por violación y corrupción a Z, elegido por la omnipotente gracia de lo divino a fin de guiar a sus fieles hacia los campos Elíseos africanos, para luego crucificarlo, pudiendo así perpetuar su mandato con su dandismo de corte victoriano, fumando en pipa, su perilla siempre retocada, el traje y la corbata a la medida de su regia condición. Mbeki no bailaba ni cantaba, y jamás se dirigía a la turba despechada en ninguna de las numerosas lenguas habladas por ella, sino en inglés, haciendo uso de sus maneras de lord, el pañuelo adornante en la chaqueta, su rostro imperturbable frente al desenfreno de la muchedumbre, Apolo frente a Dionisos.
Mbeki fue el creador de una élite crecida al amparo del Black Economic Empowerment, mediante el cual una minoría negra creció económicamente en las grandes ciudades hasta igualar e incluso superar su poder a gran parte de la minoría blanca; Zuma es la voz de los olvidados en los guetos que viven y mueren entre placas de metal que pretenden ser hogar, aún soñando lamer siquiera las mieles que los elegidos comieron. Por eso viste como el pueblo, come como el pueblo, baila como el pueblo, pues el pueblo es poder.
Mbeki se perdió en los zapatos de Mandela, y Zuma los convirtió en mazo ejecutor del que en su día fuera un freedom fighter exiliado en el húmedo lujo marítimo de Brighton, empapándose de los cánones financieros fundamentales que habría de aplicar en Sudáfrica desde el mismo país que los inventó: la Gran Bretaña. Los que nada tuvieron y nada tienen, ven en Thabo Mbeki a un negro xhosa en la superficie que viste, habla y come cual blanco de sangre noble crecido entre las faldas de la reina Victoria. Zuma promete quimeras a moros y cristianos, muestra caras distantes dependiendo del contexto en el que se encuentre sonriendo, y no tiene problema en caer en contradicciones alarmantes, pues la memoria es débil, mientras derrama sus remedios salivantes entre las masas, al tiempo que se arrodilla y promete obediencia a los mecenas del mundo. Su discurso variará profundamente si sus interlocutores son los grandes inversores, con intereses multimillonarios en el país, o la marabunta que espera y desespera el milagro de su Mesías prometido.
La forma diferencia al xhosa y al zulú, que no el fondo de su política, si bien a la prepotencia que otorga el saberse dueño y señor de una masa que no cree tener más alternativa que la que los fariseos del Congreso Nacional Africano ofrecen, se le ha unido la demagogia extrema del Zorro de Zuma, procesado por violación, procesado por corrupción, resucitado y elevado a los altares de la nación, Mesías de los desesperados, su sonrisa incontenible frente a las cámaras del mundo, mientras hacía broma macabra con la papeleta que morirá en las entrañas de la urna democrática.
Días antes de las elecciones, un Mbeki ya defecado y con los cargos en su contra retirados por designio político de su partido, decía ante la multitud enfervorizada: “Los jueces del tribunal constitucional se creen dioses, y no hay dioses sino hombres en Sudáfrica. Habrá que cambiar ciertas cosas…”, con la sombra de Zimbabue en el horizonte.