Es enternecedor escuchar cómo los portavoces del desorden establecido reprueban los altercados de los "antisistema", en Grecia o en otros lugares. En el fondo, los severos amonestadores no dejan de sentir cierta inclinación hacia los iconoclastas: no en vano ellos fueron cocineros antes que frailes, pirómanos antes que bomberos, velocidad antes que tocino. Los turbulentos abuelos que en su juventud incendiaron el mundo, apelan ahora a la sensatez de los nietos (la sensatez que ellos no tuvieron). Es la esencia misma del liberalismo, por otro lado. Pero hablemos de cosas serias.
Es enternecedor escuchar cómo los portavoces del desorden establecido reprueban los altercados de los “antisistema”, en Grecia o en otros lugares. En el fondo, los severos amonestadores no dejan de sentir cierta inclinación hacia los iconoclastas: no en vano ellos fueron cocineros antes que frailes, pirómanos antes que bomberos, velocidad antes que tocino. Los turbulentos abuelos que en su juventud incendiaron el mundo, apelan ahora a la sensatez de los nietos (la sensatez que ellos no tuvieron). Es la esencia misma del liberalismo, por otro lado. Pero hablemos de cosas serias.
Abandonemos por un momento a los vigilantes del orden y escuchemos a los autodenominados “antisistema”, esos muchachos que salen a la calle para romperlo todo. ¿Qué dicen? ¿Qué quieren? Es casi cómico: envueltos en una vetusta retórica aprendida en alguna web demencial, hablan de hundir el capitalismo y el “fascismo” para devolver el poder al pueblo. Juego de rol: me pido Trotski o, mejor, Bakunin; del mismo modo que hace algunos años, en la otra orilla, uno podía “pedirse” Mussolini o Himmler. Si cada sistema tiene el enemigo que se merece, al nuestro, tan ruin, no podía corresponderle otro que estos miserables espíritus atiborrados de porros y rap, con pelos rastafari y lecturas fragmentarias de fanáticos hoy olvidados.
Pero no creamos que todo esto carece de significado. Del mismo modo que hubo una vez un lumpenproletariado, indeseable casta paria de la clase obrera, hoy ha crecido una lumpenburguesía expulsada del paraíso de la prosperidad y que clama venganza. Esa generación es hija del optimismo desbocado de los “treinta años gloriosos” (1950-1980, más o menos) y ha crecido en un mundo que, a falta de esperanzas, multiplicaba las expectativas (de riqueza, de bienestar, de democracia, de prosperidad). Mas he aquí que el mundo se cierra, las expectativas se esfuman y, entonces, ¿qué? Nada. Y contra la nada oficial, se despierta otra nada subversiva. Lo decía Jünger: la frase “la propiedad es un robo” tiene un sabor singular cuando la pronuncian no los expoliadores, sino los expoliados. Pero no dejamos de movernos en el mundo del nihilismo, a ambos lados del campo de batalla.
El Emboscado tampoco está a gusto en el sistema. No acepta que la función social de las personas se reduzca a ser una pieza de la Gran Máquina, no acepta que lo económico sea el único horizonte de nuestras vidas, no acepta que las cosas del espíritu se hayan reducido a una suerte de vicio privado que el (des)Orden Establecido ha de extirpar (“por nuestro bien”), ni acepta tampoco que las relaciones entre los sexos se conciban como si el prójimo fuera simplemente una muñeca hinchable destinada (y destinado) a darnos placer, ni que la democracia se reduzca a esta farsa de caciques partitocráticos y banqueros plutocráticos, ni que nuestras identidades personales y colectivas se disuelvan en el magma fofo de una cosmópolis sin alma, ni que…
Pero el Emboscado no es un “antisistema” como estos orcos que queman contenedores y vehículos y tiendas, esta horda necia que hace pagar al pueblo la incompetencia y la corrupción de quienes exprimen la buena fe o la pereza de ese mismo pueblo –al final siempre es el pueblo el que paga: esto ha sido así en todas las revoluciones, revueltas, algaradas y fervorines que en el mundo han sido, incendiados todos ellos en nombre, precisamente, de la liberación del pueblo. El Emboscado, digo, no es un antisistema porque percibe con toda claridad la trampa, a saber: el antisistema termina siendo exactamente lo que el sistema necesita para sobrevivir. Ningún orden puede sobrevivir sin enemigos. Cuanto más primario y elemental sea ese enemigo, mejor. Y el enemigo ideal es aquel que sólo aspira a romperlo todo para sustituirlo por el vacío –un enemigo que se hace necesariamente despreciable tanto por sus medios como por sus fines.
El antisistema es un tipo que, cuando el sistema reparte las cartas, rompe la baraja y escupe sobre el tablero. Con ello se gana la animadversión de la concurrencia, da razones a la policía para que intervenga y, lo que es peor, deja las cosas como estaban. El antisistema de la lumpenburguesía, descerebrado por definición, no daña al Desorden Establecido, sino que lo fortalece. Ha entrado en el juego.
El Emboscado es otro tipo de temperamento. Para empezar, no acude a la timba. Y después, cuando el sistema reparte cartas, el Emboscado las desdeña. El Emboscado construye su propio juego fuera, en el exterior, reedificando la vida desde el principio, lo más lejos posible de las imposiciones de los vigilantes. ¿Dónde? En todas partes: en la vida familiar, en la educación de los hijos, en las lecturas que elige o las músicas que escucha, en las ropas que viste y en las oraciones que reza, incluso en su forma de hacer el amor.
Vivir en el bosque significa reconstruir la propia vida en un acto soberano de libertad personal. No es posible vivir como si el sistema no existiera, por supuesto; tampoco es cómodo vivir contracorriente. Sin embargo, es posible sentir de otra manera y plasmar todo eso en un orden propio y más digno.
Cuanto más crezca el bosque, menos temible será el sistema.