¿Es demasiado tarde para Hillary Clinton?

Los problemas de Hillary y los de McCain

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George Hill/American Review
 
Hillary Clinton, de 60 años de edad, natural de Illinois y abogada de Arkansas, se convertía retroactivamente en una simpatizante de siempre de los New York Yankees a la edad de 52 años cuando, en busca de un escaño en el Senado de los Estados Unidos, adoptaba al estado de Nueva York como su hogar de toda la vida. Podría pensar, o argumentar al menos, que cuando tenía 12 años sus Yankees ganaron realmente la World Series de 1960, según los estándares de “justicia”, porque derrotaron a los Pirates en las carreras logradas, 55-27, a lo largo de siete juegos, ahí es nada.
 
Desafortunadamente, las reglas del béisbol —las fastidiosas y molestas reglas— rezan que importa cómo se distribuyen las carreras durante una World Series. Los Pirates ganaron cuatro juegos, lo cual es la idea del ejercicio, por un margen total de siete carreras, mientras que los Yankees llevaban ganando tres por un total de 35 carreras. Puede buscarlo.
 
Tras las decisiones ajustadas en Carolina del Norte e Indiana, Clinton, la hincha de los Yankees, puede argumentar creativamente, y eventualmente lo hará, que en realidad ella va por delante de Barack Obama, o que de todos modos ella va a la par, matemáticamente o moralmente o algo, en votos populares, o delegados, o alguna combinación de las dos cosas, según lo calculado por el último teorema de Fermat, o algo así, en los estados cuyos nombres comienzan con vocal, o quizá consonante, o quizá una mezcla de los dos según lo determinado escuchando una grabación del “Help me, Rhonda” de los Beach Boys reproducida al revés, o cualquier otra fórmula que le sea favorable, y contando los votos que obtuvo en Michigan, donde el suyo fue el único nombre candidato en las papeletas (sus principales rivales, obedeciendo pintorescamente las reglas de su partido, boicotearon al estado, que había violado las normas del partido de programación de primarias), y contando los votos que obtuvo en Florida, que, como Michigan, ignoró las normas y donde nadie hizo campaña, y dividiendo la ventaja en delegados de Obama en los estados que usan comités para la nominación presidencial por Pi multiplicado por la raíz cuadrada del código postal del estadio de los Yankees.
 
O quizá gane si el voto popular de Obama es, bueno, ajustado contando cada voto afroamericano solamente como las tres quintas partes de un voto. Existe un precedente, más bien mediocre, de esa aritmética (véase la Constitución, Artículo I, Sección 2, antes de la Decimocuarta Enmienda).
 
“Nosotros”, dice Geoff Garin, un estratega de Clinton que posee la audacia de la desesperación necesaria en ese cargo, “no creemos que esto vaya a ir simplemente de alguna medida numérica”. ¿Simples cifras? Que el cielo lo prohíba. Así es como habla la gente cuando la métrica numérica —las cifras de los votos populares y los delegados— le es incómoda.
 
El General Douglas MacArthur dijo que cada derrota militar puede explicarse mediante dos palabras: “demasiado tarde”. Demasiado tarde a la hora de anticipar el peligro, demasiado tarde a la hora de prepararse para él, demasiado tarde para tomar medidas. La derrota política de Clinton puede explicarse de manera similar — demasiado tarde a la hora de reconocer que el electorado no reconoce su derecho a la presidencia, demasiado tarde a la hora de comprender que ella tenía un contrincante serio, demasiado tarde a la hora de anticipar que no iba a eliminar a Barack Obama antes del Súper Martes (5 de febrero), demasiado tarde a la hora de hacer planes para los desafíos especiales o los estados que eligen por comité, demasiado tarde a la hora de canalizar su vena campechana de relacionarse con el vulgo.
 
Sobre todo, llegó tarde a comprender cuánto de la manía del Partido Demócrata con la “justicia”, según lo promulgado por progresistas como ella, le ha hecho casi imposible superar la temprana ventaja en delegados de Obama a causa de prohibir las primarias competitivas. Si los Demócratas, que rinden pleitesía en el altar de “la diversidad”, hubieran permitido más diversidad en su proceso de selección de delegados, las cosas tendrían un aspecto muy diferente. Incluso si, digamos, se permitiera a Texas, California y Ohio celebrar primarias competitivas (como 48 estados celebran una asignación competitiva de sus votos electorales), Clinton habría estado más de 400 delegados por delante de Obama antes del martes y hoy estaría en su hogar ancestral de Nueva York planeando devolver parte de su mobiliario a la Casa Blanca el próximo enero.
 
La noche del martes tiene que haber sido casi igual de divertida para John McCain que para Obama. La marca Republicana se ha visto manchada gravemente por las recientes políticas nacionales y exteriores, que son los únicos tipos de políticas que hay, de manera que las esperanzas de McCain descansan en el grupo aún sin comprometer de los llamados “Demócratas de Reagan” (los Demócratas que apoyaron a Ronald Reagan frente al desastroso Jimmy Carter), que aún parecen resistirse algo a Obama.
 
El problema de McCain podría resultar ser el hecho de que Obama es el Reagan de los Demócratas. El caramelo retórico de Obama carece del alimento ideológico de Reagan, pero él es Reaganesco en dos sentidos importantes: a la gente le gusta escucharle, y su estilo induce a sus adversarios a subestimar su absoluta dureza — el acero templado bajo los impecables trajes.

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