Su nombre es Joni, o quizás Johnny, no sé, pero carece de importancia. Johnny Quispe Zumárraga. De linaje que se pierde en los Andes Centrales. Trataba de hacerme ver que el oprobio era la única razón por la que aquel 12 de octubre debía ser recordado. “500 años de oscuridad”, bramaba, y ninguno de mis argumentos hacían mella… ni siquiera los puramente matemáticos. Hicieron falta cerca de 10 minutos para lograr explicarle que de las cinco centurias más socorridas en el mundo de la propaganda progre, dos escapaban al control de “la canalla española”. Por fin entró en razón: 300 años oscuros y 200 iluminados, le dije, y lo dio por zanjado.
FCO. JAVIER GARCÍA PELLÍN
Joni (o Johnny, o Yoni, que para el caso es lo mismo) es un buen tipo. Llegó a España a finales de los noventa con una sola idea en la cabeza: salir adelante en su nuevo hogar y construir un futuro para su familia. En ésas seguía la última vez que le vi, pero parece que un mal día en el trabajo le llevó de nuevo al bar, y esta vez andaba más perjudicado que en otras ocasiones. Entre trago y trago me había ido narrando de forma pormenorizada cada una de las anécdotas profesionales que había sufrido desde que pisó nuestro país. Poca fortuna y bastante cabrón entre los constructores españoles parecían ser las claves de su calvario.
Creo que por eso empezó todo. En un ejercicio mental más o menos comprensible atendiendo sólo al instinto humano, pero verdaderamente ridículo a la luz de los hechos y aplicando la razón, Joni tiraba de la Historia para buscar respuestas a su desgraciada situación, y responsabilizaba al hispano de los siglos XV y XVI por las vejaciones a las que el compatriota del XXI le estaba sometiendo. Así de fácil. Pocas razones bastan para apuntarse al carro de los vencedores, y aunque no cabe duda de que Joni se adapta más al perfil del vencido, en este caso, y siguiendo fielmente el impulso humano de buscar culpables por doquier cuando la vida parece torcerse a nuestro paso, Joni abrazaba la causa de la Leyenda Negra consciente de su fuerza propagandística.
Cuando por fin logré estirar un turno de palabra y librarme de sus constantes interrupciones, me apliqué con la palabra y puse voz al argumento olvidado. Eché mano de una cita que acababa de leer. Es de Philip W. Powell en Árbol de odio. Dice así:
"Los conceptos hispanofóbicos que más han influido en la deformación del pensamiento occidental, tuvieron su origen entre franceses, italianos, alemanes y judíos, y se propagaron de forma extraordinaria durante los siglos XVI y XVII, merced al vigoroso y múltiple empleo de la imprenta. A mayor abundamiento, las pasiones de la Reforma Protestante, mezcladas con los intereses antihispanos de Holanda e Inglaterra, contribuyeron a formar un ambiente propicio para el desarrollo del amplio y frondoso "árbol de odio" que floreció y se puso muy de moda en el mundo occidental durante la época de la Ilustración del siglo XVIII, cuando tantos dogmas de hoy tomaron forma clásica."
Trataba de hacerle entender algo que, al parecer, hoy cuesta mucho entre nuestros propios compatriotas. Es esto, en otra cita:
"España, después de todo, gobernó su reino de las Indias con el criterio de los tiempos, y se cae en anacronismo imperdonable cuando se la censura porque no hizo las cosas como las haríamos nosotros, hombres del siglo XX, a quienes ha tocado en suerte gozar de los beneficios de un progreso que no fue el de los siglos coloniales" (Rómulo D. Carbia, Historia de la Leyenda Negra Hispanoamericana, Marcial Pons Historia, Madrid, 2004, p. 200).
Mis palabras, y a través de ellas los argumentos de todos cuantos dedicaron tiempo y esfuerzo en la dignísima tarea de desmenuzar la red de falsedades tejida durante siglos sobre la historia de España, parecían llamar la atención de mi contertulio. Aún me tocó escuchar alguno de los más refinados tópicos hispanófobos, pero, lejos de molestarme, volví a la carga. Noté enseguida que Joni comenzaba a espabilarse, y recordé una y mil veces la importancia de mostrar la verdad de los hechos cuando tales hechos y sus distintas versiones y hasta interpretaciones, condicionan tantas y tantas actuaciones del presente.
La conversación seguía moviéndose sobre unas líneas de argumentación más o menos generales, de modo que entré de lleno en el juicio moral que la actuación multisecular de la España Imperial mereció por parte de alguno de sus contemporáneos, comenzando por un famoso pirata francés, digamos que poco sospechoso de hispanofilia y que llegó a expresarse en los siguientes términos:
"Considerando bien (cualquiera que meditare con atención) las acciones que la nación española ha hecho en aquellas tierras, más presto las tomara por prodigios que por acciones humanas; pues lo primero, plantaron la fe cristiana, que fue su primer designio: y lo segundo, han hecho ciudades y fortalezas; han dividido los estados y dado nombre a las provincias. En fin, nada se ha perfeccionado allí sino por obra de esta religiosa y valerosa cuan triunfante nación" (Esto es del pirata francés Alexander O. Exquemelin, en Bucaneros de América, Ed. Valdemar, Madrid, 1999, p. 276, nota al pie de Monsieur de la Bonne Maison).
Las cosas pintaban bien, y no estaba dispuesto a desaprovechar mi ventaja. El combate dialéctico no ofrece tregua; nunca sabes qué parte de la argumentación logrará desarmar al adversario, qué frase le hará dudar o qué mito o topicazo mantiene los cimientos de su posible error. Hay que seguir, y así lo hice con Joni, explicándole que, más de 300 años después de pisar tierra americana el primer español, el mundo anglosajón sorprendía en aquel continente con perlas que forjarían la democracia de las democracias. Como esta frase del presidente Jackson, en discurso ante el parlamento norteamericano en 1833:
"Los indios carecen de inteligencia, de industria y de costumbres morales, y no desean mejorar su condición. Colocados en medio de una raza como la nuestra, superior en todo a la suya, y sin saber apreciar las causas reales de su inferioridad, no les quedará más remedio que amoldarse a las circunstancias o desaparecer. Hasta ahora tal ha sido el destino de las razas inferiores; y si esto quiere evitarse, sólo se logrará mediante el traslado masivo de los indios más allá de nuestras fronteras y la reorganización de su sistema político, basándolo en unos principios que se adapten a las nuevas relaciones en las que se verán situados".
Esto es lo que decían los norteamericanos. ¿Y qué hacían los españoles? El contraste, con varios siglos de diferencia, se mostraba desnudo:
"El mismo deseo movió a la creación del Juzgado de Indios en la década de 1570, al que los indios podían llevar los casos de mal gobierno y abuso (recibiendo para ello ayuda legal con cargo a los fondos del Estado) . Las órdenes enviadas por la corona a los tribunales regionales de justicia siempre les urgían a proteger a los nativos" (G. Parker, Felipe II, Alianza, Madrid, 1997, p. 182).
Joni estaba ahora más tranquilo. No admitía (al menos públicamente) la superioridad de los argumentos-testimonios con los que casi conseguí abrumarle durante cerca de media hora, pero, quizás consciente de su incapacidad para desacreditarlos con otros semejantes, calló, y una sonrisa suya me hizo recordar que, por encima de agrias discusiones, éramos amigos. Lo habíamos sido durante años, y es probable que aún lo seamos durante décadas. Callé también yo y sólo rompí el silencio para sorprenderle con una muestra de respeto y admiración que no respondía sólo a su dignísimo comportamiento en España como inmigrante, sino también, y por encima de todo a su condición de hispanoamericano. Mi última cita, de Madariaga, le dio alguna pista:
“E
ste resentimiento, ¿contra quién va? Toma, contra lo españoles. ¿Seguro? Vamos a verlo. Hace veintitantos años, una dama de Lima, apenas presentada, me espetó: "Ustedes los españoles se apresuraron mucho a destruir todo lo Inca". "Yo, señora, no he destruido nada. Mis antepasados tampoco, porque se quedaron en España. Los que destruyeron lo inca fueron los antepasados de usted". Se quedó la dama limeña como quien ve visiones. No se le había ocurrido que los conquistadores se habían quedado aquí y eran los padres de los criollos» (
http://www.arbil.org/(44)desc.htm).
El bueno de Madariaga exageraba un poco en su respuesta (me refiero, claro está, a la admisión de que alguien destruyó todo lo inca) y olvidaba por un momento que los que “se habían quedado aquí”, es decir, allí, no sólo “eran los padres de los criollos”, sino también de los mestizos y mulatos.
Nos despedimos. Sentía que mi buen amigo quería preguntarme algo, y le invité a hacerlo. Había entendido bien la última cita, pero de ahí a comprender mi postrera muestra de admiración había un trecho. Mientras le estrechaba la mano le saqué de dudas (o quizás le metí de lleno en ellas), y esta vez la cita no era de nadie, sino mía:
“No soy capaz de cuantificar la influencia del aporte genético a través de tantas generaciones, pero ten algo por seguro, y es que aquellos conquistadores sembraron su espíritu aventurero en tierras y mujeres americanas; sabiendo que unas y otras representan, respectivamente, tus orígenes geográficos y genéticos, hay pocas dudas al respecto: la sangre de los conquistadores corre tanto o más por tus venas que por las mías, y el legendario y hoy menospreciado espíritu aventurero de aquellas fechas, si sobrevive en el mundo hedonista y cobarde que nos ha tocado vivir, es del todo seguro que pueda mantenerse igual de lustroso en ti y los tuyos que en los que hoy te han recibido, con trato desigual, en la antaño llamada Madre Patria.”
Johnny Quispe Zumárraga. De linaje que se pierde en los Andes Centrales, de encuentro con las gentes de un valle que hoy reniega de su historia y, finalmente, de nombre impostado, fruto e influencia directa de los nuevos tiempos. Los que no creyeron siquiera que sus ancestros merecieran el título de personas hoy exportan sus nombres hasta el interior de las capillas hispanoamericanas para intervenir, en calidad de mudos testigos, hasta en el bautizo de los herederos de “las razas inferiores”. Estos, desamparados culturalmente, lucen orgullosos el vergonzante estigma mientras atacan sin recato (y sin razones) a España, nación que ellos contribuyeron a hacer grande, o más bien extraordinaria, y en todos los órdenes.
De ahí la importancia de continuar celebrando el 12 de octubre. Precisamente de ahí. Hoy más que nunca. Por los Andes Centrales, por Zumárraga y por mantener vivos ciertos recuerdos; ciertas verdades.