La última profecía del cura Castellani

“Y adornaremos la mesa con flores”

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Aquella noche, mientras las estrellas afuera pisaban las huellas del verano, un hombre enjuto, cubierto con una sotana raída por los años, dejó su pipa y su boina sobre la mesa y tomó la palabra. Allí estaban sus amigos y bienhechores partiendo el pan de la vida y de la gratitud. La gratitud es la memoria del corazón y la genuflexión del alma. El cura Castellani —de él hablamos— era homenajeado aquella noche en sus bodas de oro como escritor: había cumplido ya 71 años de vida. Con su voz penetrante y esa carraspera que lo acompañaba hace unos años, Castellani trazó el diagnóstico lúcido de sus dos grandes amores: la Iglesia y la patria, y lo hizo como lo suelen hacer los magnánimos, con caridad e ironía. Castellani ensayó, aquella noche, quizás su última profecía luego de una larga vida de desvelos sobrenaturales.

El hilo conductor de sus palabras fue su propia experiencia, no por culto al ego sino porque como decía el viejo Unamuno: “hablo de mí porque es el hombre que tengo más a mano”.  La experiencia es la estela que la vida va dejando en uno y, por tanto, es un conocimiento enteramente cierto porque es la radicalidad de una verdad encarnada.

Castellani evitó las tentaciones de la vejez melancólica, esas sentencias culposas que se traducen en algunos lugares comunes: “Hemos fracasado”, “La Argentina no tiene remedio”, etc., pero no pudo ahogar el grito de dos penas que le carcomían el alma, pero que, a la luz de la orfebrería sobrenatural, adquirieron la forma de una ardua pedagogía. Esas dos heridas eran: la Iglesia que lo persiguió y la patria que lo postergó. Castellani lo expresaba así:

En medio del camino de mi vida, la Iglesia, a la cual había estado sirviendo bien o mal y amando –sí- tranquilamente, se me dio vuelta y me mostró una figura de hiena, altro que madre; la cual figura se me aparece de nuevo cada día que hay viento norte. […] Fue la mayor tentación de mi vida, tentación que pisaba sobre hechos indubitables, o sea, hechos de experiencia. Su formulación fue ésta: Si la Iglesia me persigue gratuitamente, no es una sociedad fundada por Cristo, la sociedad santa que nos enseñaron. La respuesta – sencilla, aunque no fácil de actuar- era: Esto no es la Iglesia. Pero es la jerarquía de la Iglesia, la más alta jerarquía. No toda la jerarquía; y algunos cuantos miembros de la jerarquía, por altos que estén, no son la Iglesia. [1]

Desde otro lugar, pero acuñando la misma queja que don Ramón María del Valle Inclán que al quejarse de su España decía que allí no se premiaba el mérito sino el ser sinvergüenza, Castellani solía repetir que, en nuestra patria, dos cosas no se perdonan: ser pobre y tener talento. Él daba muestra copiosa de esas dos virtudes. El cura, que le hablaba a los sencillos (como lo hizo en sus fábulas camperas), a los sedientos de verdad, sabía perfectamente que la Iglesia eterna es la de los santos, los humildes, los hombres de fe… y algunos jerarcas iluminados.

El estrato de vitriolo que envenena el corazón de la Iglesia tiene un solo nombre para Castellani: fariseísmo. Si no se trabaja para la neutralización de ese elemento sulfúrico, sobrevendrá la crisis. La profecía yace ahora delante de nuestros ojos y los templos, como decía Nietzsche se han reducido a ser los mausoleos de Dios.

El segundo estigma de Castellani es el de la patria. La fórmula es la misma:

No son la patria los que actualmente y desde hace mucho tiempo mangonean el país a su gusto o a gusto del diablo. ¡La patria son ustedes! No es la patria la ideología liberal, la plutocracia mercantil ni el imperialismo extranjero. [2]

La Argentina de hoy, a medio siglo de estas sentencias, se debate entre un liberal renaissance (parásito de larga data en su seno) y en ser bufona del poder financiero internacional, calabozo no solo económico sino también cultural.

Castellani observaba que, si la crisis de la Iglesia se solventa, la crisis de la Argentina también, simplemente porque en su raíz más honda, las crisis siempre son espirituales. El cura suspiró, carraspeó y levantó la voz una vez más:

Este montón incalculable de gente, que son los argentinos antiguos, esperan la salvación de la patria de la bondad de Dios y de sus propios esfuerzos; hasta hoy por desgracia aislados, dispersos y aparentemente inútiles. Y mientras ellos existan, aunque sea como generación sacrificada, la redención de la Argentina es posible.[3]

La tesis es la siguiente: deben cambiar las estructuras, pero para ello, también deben cambiar los hombres, los ánimos o las ánimas, y deben cambiar en causalidad recíproca. Para ello, el cambio religioso es el más importante, pero el cambio político es el más urgente.

La pipa ya estaba fría sobre la mesa y la boina guardaba en su interior ese aroma a viejito bueno, mixtura de nobleza y de sosiego en el preludio de esa nave presta a zarpar hacia su destino final. En un diálogo imaginario, el viejo sacerdote llamó a presencia a un interlocutor inquisidor:

—¿Y usted cree que lo va a ver?
—Sí, yo creo que lo voy a ver, desde este mundo o desde el otro.
Veré la conversión de Europa precedida ojalá de la conversión de la Argentina, la cual hemos de desear lleve la delantera, o al menos no vaya a baticola. […] Porque una de dos: esta crisis atómica       – y estas convulsiones entre trágicas y grotescas del mundo actual- o es la última crisis o no es la última crisis. Si no es la última crisis entonces pasará y con ello pasará también la crisis argentina, aunque no sin que nosotros cinchemos; porque de arriba y gratis no dan nada gratis hoy día; y si es la última crisis, precursora del gran tumbo y voltereta, entonces debemos trabajar lo mismo hasta estar seguro de que ha llegado, aunque no para impedirlo, porque ya no habrá caso, sino para salvarnos” [4].

Aquel inquisidor imaginario, con gran parecido a cualquiera de nosotros, hombres de poca fe, le atestó un último zarpazo aparentemente justificado:

Vaya un donoso consuelo que ha venido usté a darnos aquí; desde el principio del discurso ha estado recordando la muerte; y menos mal que no adornó la mesa con calaveras [5].

Y el cura, que a fuerza de ser claro como un amanecer santafesino y penetrante como el silbido de un zorzal, le pareció que ya era suficiente, remató:

No. Hemos estado recordando la resurrección: la resurrección del mundo, la Resurrección de la Argentina y la Resurrección de cado uno en particular. Y por eso hemos adornado la mesa con flores”[6].

En esta Argentina que hoy huele a calas, ¿nos animaremos a renovar las flores? La mesa aguarda con el mantel tendido, blanco y perfumado, como lo tendían nuestras madres. Y sobre ese mantel, también aguardan el vino y el pan fruto del trabajo de hombre y la providencia divina.

Que así sea.

[1] L. Castellani. Seis ensayos y tres cartas. Ed. Dictio, Buenos Aires, 1978: p. 15.
[2] Ibídem: p. 18.
[3] Ibídem: p. 21.
[4] Ibídem: pp. 21-22.
[5] Ibídem: p. 22.
[6] Ibídem.

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