Y pese a la importancia decisiva de la gran batalla librada al norte de la provincia de Jaén, su aniversario ha sido ignominiosamente silenciado. Pero si los políticamente correctos se callan, nosotros, en El Manifiesto, no lo hacemos. Ahí está este artículo extraído de "La gesta española" de José Javier Esparza.
En la Historia de España hay algunos hechos que son absolutamente fundamentales porque cambiaron el curso de las cosas. Uno de ellos es la batalla de las Navas de Tolosa, en 1212, durante la Reconquista. Allí, en el norte de la provincia de Jaén, se frustró el último intento islámico por recobrar el terreno perdido en la península. Y allí combatieron, codo con codo, caballeros de todas las tierras de España contra el enemigo común. La batalla dejó escenas épicas que durante mucho tiempo alimentarían las crónicas. Fue un episodio esencial de la gesta nacional española.
Vamos a situarnos hacia 1200. La Reconquista está atascada. Una sucesión constante de luchas y treguas ha llevado a un punto muerto. En Al-Andalus hay un nuevo poder: el de los almohades. Toda la historia de Al-Andalus responde al mismo esquema: una invasión africana lleva al poder a una nueva élite religiosa y guerrera; esa élite se instala, florece una España mora, el poder se suaviza y, acto seguido, viene una nueva invasión, cada vez más fundamentalista, que vuelve a someter la España islamizada a un yugo férreo, para descomponerse después. Así, tras el hundimiento del Califato llegaron los almorávides; cuando los almorávides se suavicen, llegarán los almohades; después vendrán los benimerines. Ahora estamos a finales del siglo xii y los que han llegado son aquellos almohades, procedentes del sur de Marruecos. Al frente del nuevo poder hay un hombre importante: Abu Abd Allah Muhammad Al-Nasir, hijo del primer gran jefe almohade en España y de una esclava cristiana. Era el emir de los creyentes, es decir, el Amir-al-muslimin. Las crónicas españolas lo llaman el Miramamolín.
Frente a este poder amenazante, la España cristiana atraviesa momentos delicados. Durante los decenios anteriores, la frontera había descendido hacia el sur hasta situarse aproximadamente en Sierra Morena. Alfonso VII de Castilla había logrado pactar con los almorávides para contener a los almohades. Cuando el rey muere, le sucede su hijo, Alfonso VIII, que busca prolongar la obra de su padre, pero sufre una gravísima derrota en Alarcos, en 1195. Eso va a crear un deseo permanente de revancha en Alfonso VIII. Alarcos no fue sólo una derrota militar: fue también un desastre político. Los almohades tuvieron a su alcance Toledo, y si no llegaron a tomarlo fue porque no lograron asegurar el abastecimiento de sus tropas más allá de Sierra Morena. Al mismo tiempo, el prestigio del nuevo rey castellano cayó en barrena y empezó a verse acosado por reclamaciones fronterizas de sus vecinos navarros y leoneses. Aragón seguía siendo firme aliado de Castilla, pero eso era lo único estable en la crisis de la España cristiana.
La Cruzada
Como los moros no tenían fuerzas suficientes para superar el Valle del Tajo ni los cristianos recursos para pasar Sierra Morena, ambas partes firmaron una tregua por diez años en 1197. Pero nadie ignoraba que las hostilidades se reanudarían. En Al-Andalus se producen movimientos importantes: muere el viejo Miramamolín y le sucede ese al-Nasir del que antes hablábamos, hijo de una esclava cristiana. Al-Nasir es duro y fanático: ha jurado llegar a Roma y que su caballo abreve en el Tíber. El nuevo Miramamolín no duda: pronto recluta un formidable contingente de almohades en Marruecos, al que se suman millares de bereberes, árabes y andalusíes; con ese refuerzo espera dar el asalto final a la potencia castellana. La enorme hueste mora cruza Andalucía y llega a Sierra Morena, pero al-Nasir recuerda los problemas de abastecimiento que sufrieron los ejércitos de su padre, así que no cruza las montañas, sino que dispone sus tropas en torno a Despeñaperros: ahí, desde lo alto, aguardará a unas tropas cristianas que previsiblemente llegarán exhaustas.
Respecto a los cristianos, que saben lo que está pasando, reaccionan con la natural inquietud. Alfonso VIII sigue obsesionado con tomarse la revancha de Alarcos y terminar la obra que empezó su padre. Pero su ejército es mucho menos numeroso que el contrario y, además, mantiene sus problemas fronterizos con Navarra y León. Así las cosas, y por consejo del arzobispo de Toledo, Antonio Jiménez de Rada, Alfonso VIII toma una decisión trascendental: se dirige al Papa, Inocencio III, para pedirle que proclame Cruzada su campaña contra el Islam. La proclamación de la Cruzada significaba dos cosas fundamentales: una, que miles de combatientes de toda la cristiandad acudirían a engrosar la fuerza castellana; la otra, que cualquiera que atacara a Castilla durante la Cruzada quedaría excomulgado, lo cual permitía a Alfonso VIII despreocuparse de lo que navarros y, sobre todo, leoneses pudieran hacer en la retaguardia.
El Papa proclamó la Cruzada en mayo de 1212; en seguida empezó a predicarse por toda Europa. Mano de santo: el Rey de Navarra, Sancho VII, terminó prestando su apoyo a Castilla. El de León no le imitó, pero sí permitió que cientos de caballeros leoneses y gallegos acudieran a la batalla y, desde luego, se abstuvo de cualquier hostilidad en la retaguardia castellana. El rey de Aragón, Pedro II, un caballero de los pies a la cabeza, apareció con tres mil guerreros. Y sobre todo: durante varias semanas, miles y miles de combatientes europeos afluyeron hacia Castilla; venían muchos de Provenza, encabezados por el arzobispo de Narbona, pero los había también italianos, lombardos, bretones, alemanes… Junto a ellos, una ingente muchedumbre de mujeres, jóvenes y otras gentes recorren los caminos de Aragón y Castilla para asistir a la cruzada.
Lo de la Cruzada europea, con todo, salió bastante mal. Los europeos estaban acostumbrados a unas reglas de guerra extremas: saqueo y degollina. En España, por el contrario, se había hecho norma casi general respetar la vida del vencido cuando éste abandonaba sus fortalezas. Este asunto creará problemas serios en Malagón, donde los europeos acuchillaron a los vencidos, y en Calatrava, donde Alfonso VIII no permitió que se hiciera. Entonces los europeos la emprendieron contra las juderías locales, y eso creó un nuevo conflicto. Para colmo, la marcha de los ejércitos hacia el sur se vio afectada por los habituales problemas de abastecimiento, lo cual sometió a los cruzados a privaciones que para los españoles ya eran costumbre, pero que los europeos no aguantaron. Algunos caballeros provenzales se quedaron con la hueste; el resto de los cruzados se marchó. Las tropas cristianas quedaban reducidas a un tercio.
A este contratiempo de los cruzados se añadió otro nada menor, y es que cuando los cristianos llegaron a las montañas descubrieron que los pasos de Despeñaperros —que entonces se llamaba el Muradal— estaban tomados por los moros. La situación era endiablada: para dar batalla al ejército moro había que atravesar un desfiladero —el de La Losa— atiborrado de enemigos. Alfonso VIII teme un nuevo Alarcos. Pero entonces ocurre algo providencial: un pastor aparece en el campamento de las avanzadillas cristianas, bajo el mando de Lope de Haro, hijo del Señor de Vizcaya, y les revela que existe un paso desguarnecido. Es el desfiladero que hoy se conoce como Puerto del Rey y Salto del Fraile. A través de él, los cristianos franquean Despeñaperros y llegan al otro lado, frente al ejército del Miramamolín.
La batalla más grande
Todo está ya dispuesto para la batalla; probablemente, la más numerosa librada hasta entonces en tierras españolas. Hoy se calcula que por parte almohade combatieron más de 100.000 hombres, y del lado cristiano unos 70.000. Podemos quedarnos con una estampa: la de casi todos los reyes de España (el de Castilla, el de Aragón y el de Navarra), con sus ejércitos y, además, con caballeros de León y de Portugal, y con las milicias de las ciudades. Es ya toda España la que está ahí, junta, por encima de las querellas entre reyes y patricios. España no sólo está junta, sino que además está sola: casi todos los cruzados europeos que habían venido a echar una mano han abandonado el campo. Y es esa España junta y sola la que derrota al mayor ejército musulmán que había aparecido hasta entonces en Europa. Eso fue la batalla de las Navas de Tolosa. Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, contó sus primeros compases:
Alrededor de la medianoche del día siguiente estalló el grito de júbilo y de la Confesión en las tiendas cristianas, y la voz del pregonero ordenó que todos se aprestaran para el combate del Señor. Y así, celebrados los misterios de la Pasión del Señor, hecha Confesión, recibidos los sacramentos y tomadas las armas, salieron a la batalla campal. Y desplegadas las líneas tal como se había convenido con antelación entre los príncipes castellanos, Diego López con los suyos mandó la vanguardia; el conde Gonzalo Núñez de Lara con los freires del Temple, del Hospital, de Uclés y de Calatrava, el núcleo central; su flanco lo mandó Rodrigo Díaz de los Cameros y su hermano Álvaro Díaz y Juan González y otros nobles con ellos; en la retaguardia, el noble rey Alfonso y junto a él, el arzobispo Rodrigo de Toledo. […] En cada una de estas columnas se hallaban las milicias de las ciudades, tal y como se había dispuesto. El valeroso rey Pedro de Aragón desplegó su ejército en otras tantas líneas; García Romero mandó la vanguardia; la segunda línea, Jimeno Cornel y Aznar Pardo; en la última, él mismo, con otros nobles de su reino. El rey Sancho de Navarra, notable por la gran fama de su valentía, marchaba con los suyos a la derecha del noble rey, y en su columna se encontraban las milicias de las ciudades de Segovia, Ávila y Medina. Desplegadas así las líneas, alzadas las manos al cielo, puesta la mirada en Dios, dispuestos los corazones al martirio, desplegados los estandartes de la fe e invocando el nombre del Señor, llegaron todos como un solo hombre al punto decisivo del combate.
Cuando uno repasa hoy los movimientos de la batalla, tiene la impresión de estar ante una partida de ajedrez. El Miramamolín juega sus piezas: una tropa más numerosa, sin caballería pesada, pero con formaciones muy ágiles que atacan a la caballería cristiana por los flancos y, sobre todo, con arqueros letales que desorganizan a la vanguardia enemiga. Alfonso VIII tampoco es manco: la caballería cristiana despliega refuerzos en los flancos para protegerla de ataques, los infantes combaten mezclados con los caballeros para que el ataque enemigo no desorganice a las gentes de a pie. Son las tácticas que tanto los musulmanes como los cristianos han ido perfeccionando en Tierra Santa, en las batallas de las cruzadas, y que unos y otros conocen ya a la perfección. Para la historia militar, la batalla de las Navas de Tolosa es un ejemplo de libro. Para nosotros, y por decirlo en dos palabras, la cosa consistía en lo siguiente: los españoles tenían que procurar alcanzar en masa compacta de caballería las líneas centrales enemigas, para aplastar al moro; los moros, por su parte, iban a intentar por todos los medios destrozar el ataque cristiano, dividiendo su fuerza, desorganizándola y, acto seguido, aniquilándola.
Las tres alas del ejército cristiano cabalgaron contra el enemigo. La caballería española arrasó sin contemplaciones las primeras líneas de la fuerza mora, compuestas sobre todo por voluntarios que habían acudido a morir en la Yihad, en la guerra santa. Pronto llegaron al pie de las lomas donde se hallaba la fuerza central del Miramamolín. Pero ese era el momento que el hábil moro esperaba: con la caballería cristiana cansada por la cabalgata y ahora combatiendo cuesta arriba, al-Nasir ordena la carga de su mejor fuerza, los veteranos almohades, que se lanzan pendiente abajo, chocan con los cristianos, los clavan en el terreno y empiezan a desorganizar sus líneas. Era el movimiento previsto por el Miramamolín: con los cristianos inmovilizados, ahora todo sería tan sencillo como aniquilarlos a fuerza de flechas y piedras.
La última carga
El primer movimiento cristiano parece haber fracasado. Alfonso VIII, el rey de Castilla, ve banderas en retirada. Le vuelve el recuerdo de Alarcos y cree que esa enseña que se retira es la de Diego López de Haro y sus vizcaínos. Pero no. Con el rey, en el puesto de mando, están el arzobispo de Toledo y un concejal de Medina del Campo que le sacan del error. Sabemos lo que pasó. Esta fue, más o menos, la conversación. Habla el rey:
El rey. — Mirad, Arzobispo, como vuelve la seña de don Diego. Todo ha fallado.
Arzobispo. — ¿Estáis seguro?
Concejal. — Perdonadme, Señor.
El rey. — Decid, ¿quién sois?
Concejal. — Andrés Roca, señor, de Medina del Campo. Y esa no es la enseña de don Diego. Mirad más adelante y veréis vuestra enseña, y don Diego con la suya. Los que huyen, los villanos somos, que no los hidalgos. Esa enseña que huye es la de Madrid.
El rey. — Cierto. Don Diego y los suyos se baten a pie firme. Pero no podrán aguantar mucho tiempo: el moro los ha envuelto y los ha fijado al terreno. Pronto los arqueros de Miramamolín los exterminarán. Ha llegado el momento. ¡Caballeros! ¡Disponed la carga! ¡Señales a Aragón y Navarra! ¡Santiago y cierra, España! Y vos y yo, Arzobispo…
Arzobispo. — Decid, Señor.
El rey. — Arzobispo, vos y yo aquí muramos.
Ese era el movimiento que Alfonso VIII se tenía guardado: una nueva masa compacta de caballería, salpicada de infantes y con el propio rey al frente, arrolla la línea de combate, disgrega la resistencia mora y se planta ante la última línea de defensa del Miramamolín, el palenque. Aquí se encuentran con algo que a nosotros hoy nos sorprenderá, pero que ellos ya conocían: una gruesa empalizada fuertemente amarrada con cadenas y protegida por una línea de guerreros enterrados hasta la rodillas. Eran los imesebelen, que quiere decir los «desposados». No se trataba de esclavos, como dicen muchas fuentes, sino de voluntarios fanáticos que habían jurado dar su vida en defensa del Islam y que se hacían enterrar así, hasta las rodillas, para evitar la tentación de huir y asegurarse el sacrificio luchando hasta la muerte. Murieron, claro.
Todo el éxito de la táctica mora dependía de una sola cosa: que la fuerza cristiana que llegara al palenque no fuera demasiado numerosa y, por tanto, no pudiera perforar la defensa. Para eso deberían haber bastado las reservas de veteranos almohades movilizadas por el Miramamolín. Pero Alfonso VIII había calculado muy bien los tiempos: ordenó su última carga cuando a los moros les quedaba ya muy poca fuerza por movilizar, de manera que las tropas cristianas que llegaron hasta el palenque, protegido por la empalizada y aquellos imesebelen, fueron muy numerosas. Los cristianos perforaron las defensas. La tradición dice que fue Sancho VII de Navarra el primero en romper aquellas cadenas, y aquí respetaremos la tradición. Una vez dentro, los moros ya no tenían nada que hacer: sus arqueros y honderos no tenían espacio físico para usar sus armas y nada podía oponerse entonces a una carga de caballería pesada. La escabechina debió de ser terrible. El Miramamolín, derrotado, huyó a toda prisa a lomos de lo primero que encontró: un burro. El arzobispo de Toledo y los demás clérigos presentes en el campo de batalla entonaron el Te Deum laudamus.
La batalla de las Navas de Tolosa fue fundamental en la historia de España y de Europa. Cualquier intento musulmán por recuperar el terreno perdido quedaba definitivamente desarbolado. Los pasos de Castilla hacia Andalucía quedaban en manos cristianas. Las querellas entre los reyes cristianos se resolvieron en la euforia del triunfo. Vencidos los almohades, Europa neutralizaba el peligro musulmán en occidente. Por eso 1212 es una fecha decisiva en la historia de Europa y de España, un hito clave en la gesta nacional española.
No lejos de aquellos campos de Jaén, seiscientos años después, brotará otro de esos hitos: la batalla de Bailén. Pero esto es otra historia.
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