Europa fue el corazón y el alma de Occidente. Decimos que fue porque ya no lo sigue siendo. Ahora Europa es un fantoche que juega a glorificar un presente al que no pertenece y que solo la traiciona. Hace ya mucho tiempo que dejó de ser el motor del mundo pero ahora, además, ni siquiera parece poder seguir su estela. La devaluación europea, tan tangible a nivel de valores, se ha transformado en un abismo económico, cultural y material. Por ello es preciso replantear el rumbo que debería seguir el viejo continente y tomar algunas decisiones vitales.
Todo ello nos obliga a hacer algunas preguntas. ¿Cómo es posible que toda una conjunción de acontecimientos, planteamientos ideológicos y desarrollos culturales basados en una determinada metafísica, sustentados en toda una concepción general del mundo nos hayan llevado hasta donde nos han llevado, es decir, al borde del abismo? Y al mismo tiempo que nos preguntamos por las causas, preguntémonos:¿existe alguna trayectoria a seguir que permita imaginar la salvación o recuperación de lo que significó Europa?
En un momento de globalización impuesta, Europa debe tomar una de las decisiones más importantes de su historia. Es posible que si no se decide por la escisión del llamado “mundo occidental” y escoge el camino de la autarquía, no tenga otra posibilidad que perecer bajo el peso de las grandes potencias mundiales. Una muerte cada vez más presente en la función que ha cobrado la política y la razón europea en la geoestratégia global. La pervivencia de Europa pasa por superar la idea de Occidente y desembarazarse de lo que ésta ahora representa y que no es otra cosa que una sumisión a América del Norte. Europa no puede perpetuarse como protectorado de los Estados Unidos, pues éstos la están consumiendo y absorbiendo sus reservas.
Recapitulemos. Tras el descubrimiento de América, Europa comienza un período de pérdida de su identidad. Se da, de hecho, un profundo trasvase del espíritu europeo al nuevo mundo y, por ello, Europa empieza a transformarse en la cáscara vacía que es ahora. Durante todo el período anterior, Europa se dedicó a sí misma, a mantener y fortalecer su estructura, interna y externa, para hacerse fuerte y crecer. No se trataba del crecimiento, llamado imperialista, que luego se produjo al expandir sus territorios por el mundo, sino que era un crecimiento hacia arriba, espiritual y metafísico. Cuando se abandona la idea de Roma como centro del misterio de Europa, como el lugar donde reposa el corazón del continente, cuando se acepta la idea de un nuevo mundo, el horizonte se vuelve borroso. Los mares conocidos dan paso a otros desconocidos, pero esperanzadores para los que no hallaban consuelo en la tradición. Lo ignoto se tiñe del deseo de los buscadores de riquezas, y los puestos fronterizos dejan de ser el lugar de la aventura y de la vida al filo de la navaja. Al mismo tiempo que se enciende la codicia, aumenta la presión por parte de los antiguos enemigos de Oriente. Unos enemigos que, tras fundar una nueva fe, superior, según ellos, a la mística de la Cruz, consolidan su fortaleza y ambicionan el viejo mundo conocido.
Pero volvamos aún más atrás y recuperemos otros de los acontecimientos relevantes de la historia de Europa para poder comprender mejor cómo se ha llegado al punto presente. Tras su gestación en la Grecia arcaica y su prematura lucha para crearse una identidad original y radical separada de los orígenes de la civilización en los valles fértiles de Mesopotamia, Europa empieza el movimiento de consolidación de su estructura primordial. Una fuerte substancia mitológica prescribe los comportamientos y las tensiones internas que la diferenciarán de civilizaciones como la persa, que propone una cosmovisión antagónica. Las diferentes luchas internas en el Peloponeso esbozan el sentido y la dirección que servirá de faro a los siglos posteriores. A pesar de la excepción que supone Alejandro y su deseo global de conquista, espoleado, todo sea dicho por la decadencia ateniense, los intereses europeos durante quince siglos se concentran alrededor de las riberas del Mediterráneo. Allí es donde soñaron a sus dioses, allí es donde pugnaron y perecieron sus héroes, enajenados por el deseo de gloria, por la dualidad apolínea y dionisíaca, y allí es donde se gestaron los primeros individuos que fueron atravesados por el vitalismo más hermoso y cruel que ha conocido el mundo.
Esta unidad existente entre los pueblos europeos y el territorio, muy consolidada por el período de dominación romana, se empieza a desmoronar con los grandes descubrimientos de los siglos XV y posteriores. ¿Es el impulso y el arrojo de un genovés la causa de la ruptura interna de Europa? ¿O es más bien la representación de todo un movimiento suicida de huída hacia el futuro? ¿Y cuál es la causa de esa tragedia en ciernes que lleva a las gentes de una región rica, avanzada y vital a abandonar la tierra que los ha visto crecer para abismarse en la incertidumbre? ¿Por qué Europa arroja a sus hijos, a los mejores seguramente, a lo desconocido y a la fatalidad? La respuesta más contundente es la del respeto supremo que en el continente se tiene por la necesidad de sacrificio. Europa, y Occidente por extensión, bascula sobre un hecho trascendente y dramático que conmueve los cimientos de su existencia. La altura de un momento determinado solo puede medirse en función del derramamiento de sangre perpetrado en dicho momento. La medición al respecto es doble: a menor cantidad de ofrendas mayor calidad se exige, y a menor calidad de las mismas mayor será la cantidad necesaria. En otras palabras, podemos decir que cuanto mayor es la potencia o la cantidad de individuos masticados por los engranajes de la Historia, más correspondencia habrá con las exigencias del momento presente. El tiempo histórico se mide en victimas y su número va determinado por su altura vital.
Podemos pensar que en el éxito del propio proyecto de Europa-Occidente se halla el origen de su desgracia. Al dotar a los individuos de una doctrina soteriológica basada en lo inefable, al crear a individuos metafísicamente inmortales, los invita a desplegar sus fuerzas, los incita a domar al destino. Intrépidos o desesperados, la educación recibida, la tradición impuesta, solo les permite dejarse llevar por los acontecimientos y las circunstancias. En Pizarro se ha de morir su estirpe para conseguir la canonización en la sangre. También en Cortés, en Cabeza de Vaca, en Aguirre, en los muchos que perecen para ampliar las fronteras inmateriales del Imperio y en acortar la vida del mismo con la maldición de la riqueza y la codicia. Porque la historia de Europa es la de los primus que luchan y mueren por darle forma y por despreciar el caos y la limitación, porque hubo un Cristo y un Abraham, un Leónidas y un Aquiles. Porque hubo Spinelas y Carlomagnos, Arturos, Quijotes y Rolandos, tercios, centuriones, monjes, labradores y cruzados. ¿Arrojó Europa a sus hijos al mundo para que con sus matanzas glorificasen su nombre?
La historia de Occidente es la historia de Europa hasta el momento en que ésta se desborda al no poder cumplir con las exigencias de la potencia que despliega su semilla. En ese momento, Europa pasa a segundo término y empieza a arrastrarse por detrás tratando de alcanzar la estela del cometa que se aleja. Como Cronos tratando de frenar a Zeus, aterrado porque la profecía anuncia que en sus manos ha de morir. Y la profecía se ha cumplido y Europa está en brazos de la parca que desde hace más de un siglo apresa su alma con las garras gélidas de la indiferencia y la pasividad.
Un Bismarck y un Hitler también trataron aparentemente de reencontrar el espíritu europeo (eso decía, al menos, este último), pero acabaron vencidos no sólo por sus enemigos internos y externos, sino también por el gran pecado de rechazar —con sus desvaríos modernos— una gran parte del legado autóctono. La Unión Soviética, por su parte, aunque logró conformar un imperio en gran parte del territorio europeo, en ningún momento buscó recrear la idea-fuerza de Europa que pasaba por responder a la pregunta histórica por la recuperación del espíritu continental. Pues su identidad e ideología comunista siempre tuvo un carácter mundialista y universalista. Su propósito era uniformizar el mundo en base a una parte del legado europeo, pero dejando de lado la gran carga trascendental que se configuró en la síntesis de judeocristianismo y los legados de Grecia y Roma.
Por rechazable que sea la utopía soviética, por repulsiva que sea su tiranía, no es menos cierto que, tras la caída del régimen comunista, Europa ha quedado completamente a la merced de los técnicos del Occidente libre norteamericano. De ser los padres del mundo libre hemos pasado a ser un protectorado que actúa como un coro del nuevo orden mundialista. Dirigidos por las corporaciones trasnacionales con sede e intereses afines a los de la Casa Blanca, nuestro nuevo papel en el mundo es la de exportación de técnicos y científicos. Mano de obra superespecializada que pasará a engrosar las filas de sus acólitos en la religión de la tecno-ciencia materialista y la ética del progreso indefinido. Aportamos también soldados y validación moral para las luchas y guerras de su causa. Una causa que no es otra que el deseo de implantación de la cultura capitalista en todo el mundo conocido.
Es por todo ello por lo que Europa ha de separarse de Occidente puesto que no puede soportar ya más el peso que ello acarrea. Es un deber con nuestro pasado común, con la gran historia de esta parte del mundo, pero es un deber más superior con el porvenir y el legado que hemos dejar. Porque continuar con la idea de Occidente es perpetuar el Sísifo europeo. Subimos una y otra vez la empinada cuesta acarreando un peso superior al que podemos soportar. Y una y otra vez volvemos a caer seguramente sin aprendizaje del sufrimiento. Por ello hay que rechazar los postulados grandilocuentes que, amparados en la gloria de la historia, pretenden situar nuestra situación presente por encima de nuestras posibilidades reales. El plan de salvación del viejo continente pasa por un repliegue, un encogimiento, una hibernación, un aislamiento temporal. Y tras un periodo prudente, cuando se hayan recuperado los lazos perdidos entre los microsistesmas paneuropeos, es posible que se pueda reconstruir la identidad europea en el mundo. Entonces, en ese momento, nuestros descendientes, a los que deberíamos suponer mejores, tendrán que tomar las nuevas decisiones.