¿Otro discurso social?

La imposición de ese "fin de la historia" del que habló Francis Fukuyama tras la caída del Muro de Berlín trajo realmente un mundo unipolar donde la visión americanocéntrica busca ser la única posible. Sólo la aparición de Putin en la escena mundial parece haber quebrado las direcciones geopolíticas. Pero el impulso globalizador sigue en pie.

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“¿Por qué los ciudadanos de un país democrático avanzado deberían preocuparse por el gobierno interno de sus empresas? Mejor sería formular la pregunta así: ¿cómo es posible que no se preocupen por esto?

(Robert A. Dahl. La democracia y sus críticos)

 
La aprobación de las sucesivas reformas laborales en España marca una tendencia de retroceso en las negociaciones colectivas que vino, primero por la alabanza a una mayor autonomía de las partes y, segundo, por una clara línea de arbitraje directo entre el trabajador aislado y el empresario. Todo ello acompañado de una fuerte presión de los salarios hacia abajo y de unas condiciones sociales exteriores donde los servicios públicos nacidos del llamado “Estado del Bienestar” tras la Segunda Guerra Mundial marcan un claro trasvase a manos privadas.
El resultado de todo ello es evidente: retraimiento del consumo, aniquilación sostenida de las clases medias y dependencia de los familiares con pensiones de jubilación –en muchos casos– para completar una economía doméstica que ya no da mas de sí. Y en el marco laboral un sentimiento que se creía desaparecido: el miedo. Miedo a perder condiciones laborales, miedo a perder el empleo. Y, en consecuencia, ante la elevada cifra de desempleados, miedo a que un enfrentamiento con la dirección empresarial nunca consiga unas mejores condiciones, sino la aceleración de las peores posibles.
El resultado de todo ello es la domesticación, el aquietamiento y la renuncia.
Las causas habría que buscarlas en la misma desaparición u ocultamiento de ideologías que propongan otro modelo de organizar no sólo el mundo del trabajo, sino la sociedad misma.
Las modificaciones legislativas que han propiciado extinciones de contratos a menores indemnizaciones y reducciones salariales no han tenido enfrente otro modelo. Los sindicatos vinculados a los partidos de izquierda en modo alguno han ofrecido a sus afiliados o militantes otras formas de ser y estar en la empresa. Antes al contrario, son numerosos los ejemplos ya, de corrupción intensísima en esos sindicatos y de aplicación de forma indubitada de esa legislación -por la que se volcaron a las calles para pedir su derogación-, cuando han tenido ellos mismos que despedir plantilla.
Parece no haber otro escenario que la desolación o la desesperanza.
Pero ¿realmente no hay otros modelos?
y, con él, la libre circulación de empresas y productos sin importar el coste que los mismos tienen en lugar de origen y si se han fabricado respetando los derechos humanos más elementales. La deslocalización continúa siendo la pesadilla de muchas familias que ven como la empresa cierra para abrirse en otros mercados a miles de kilómetros.
La solución o alternativa no puede ser parcial, ni local, ni siquiera nacional. Romper la globalización y, con ella, la tendencia a la precarización de las condiciones laborales implica la construcción de grandes espacios económicos de cultura y orígenes comunes (Europa con Rusia es un modelo e imagen perfecto) donde otra antropología de la persona constituya un nucleo innegociable.
En ese escenario, pensar en los trabajadores no como mercancía sino como sujetos activos de la producción con derecho a la gestión y beneficios en el proyecto empresarial es posible.
Ello no supone el fin de la iniciativa privada ni mucho menos, sino el contar con todos los partícipes del proceso y dotarles de una importancia y protagonismo que, desde hace decenas de años se les ha hurtado progresivamente.
Esos modelos de cogestión empresarial, de autogestión, o de “Democracia Económica” –como han sido denominados en los últimos años- en modo alguno forman parte de un pasado que no ha de volver. Antes al contrario, al igual que la representación política ha entrado en crisis , la organización social también.
Si empezamos a no admitir el secuestro de la soberanía en Europa por entes no elegidos democráticamente por los ciudadanos, parejo ha de ser el impulso de protesta a quienes todavía admiten pacíficamente el modelo político social vigente en las empresas de Occidente.
No cabe soberania politica sin soberania economica y social. Forman un todo indivisible.
Nuestra Constitución, ese ordenamiento de 1978, tan totémicamente defendido por la casta política, contiene preceptos aún sin desarrollar que, sin duda, fueron enunciados para mostrar un aspecto social que no provocara rechazo en quienes venían de un modelo donde el despido estaba poco menos que prohibido y los servicios públicos se habían incorporado al patrimonio de derechos ciudadanos de forma indiscutible.
En concreto, es curioso contemplar cómo el artículo 129 de la Constitución española proclama que
“Los poderes públicos promoverán eficazmente las diversas formas de participación en la empresa y fomentarán, mediante una legislación adecuada, las sociedades cooperativas. También establecerán los medios que faciliten el acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de producción.”
Pero este artículo no es más que una norma en blanco, puesto que ni el legislador ni los otros poderes públicos quedan comprometidos a ordenar o promocionar la participación en un determinado sentido, con un contenido determinado de facultades ni nada similar.
No existe en España el desarrollo de este precepto constitucional. Y es más, se dado casi por suficiente con el derecho de los trabajadores a la información como si de socios de una entidad mercantil se tratara. Ha venido a ser el Constitucional alemán quien pusiera unos límites a la participación, entendiendo que los trabajadores no podrían adoptar decisiones en contra de los socios y que estos no pierdan el control sobre la elección de la dirección de la empresa. Pero es claro que el modelo alemán habla de cogestión. Fórmula ésta conservadora, aunque inédita y poco tratada en España. Y en las constituciones europeas ni siquiera tiene el reconocimiento que esta cuestión tiene en la española (aunque en nuestro caso, sea puro papel mojado). Cabria citar aquí la elaboración conceptual de la Corte de Karlsruhe en relación a la admisibilidad constitucional de la participación de los trabajadores en la gestión de la empresa y a los límites de ésta. (Recurso presentado contra la ley de cogestión de 1976)
Los fines que persigue la también llamada “democracia industrial” no son los de privar al empresaria del poder de dirección que, inevitablemente, deriva de la libertad de empresa, sino la de delimitar dicho poder, que no puede llegar a los extremos de lo que se conocía como “feudalismo industrial”, cuando “el modelo de gobierno de la fábrica era precisamente el del monarca de derecho divino”. De ese modo se modula el principio de la libre empresa con los derechos fundamentales del trabajador, ya que existe su implicación como persona en la relación laboral, y no como objeto bajo precio.
Esa soberania economica pasa, desde mi punto de vista, por incorporar al trabajador a la participación real en la empresa, rechazando la imposición de esos poderes no elegidos que han venido determinando el futuro y el presente inmediato de los ciudadanos.
Indudablemente, ninguno de los sindicatos mayoritarios en España están ni por el desarrollo del artículo 129 de la Constitucion ni por otro modelo económico que no sea el gestionar esa alternancia demoliberal en su versión más liberal o conservadora, sin que, con el paso de los años haya ya grandes diferencias entre unas y otras.
Seis millones de desempleados en España demandan contestación a este modelo vigente.

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