AQUILINO DUQUE
Unos cinco o seis años más tarde conocí personalmente a Calvert Casey, que, pese a ese nombre y a haber nacido en Baltimore, no era gringo, sino cubano. Había salido de Cuba invitado por sus editores húngaros y polacos y ahora llegaba a Ginebra, procedente de Budapest y de Varsovia, a ganarse la vida con el mismo trabajo que hacía en Nueva York antes de la revolución cubana. Me pareció más joven de cuerpo y de alma que la triste contrafigura que de modo tan implacable se había dejado en El regreso, que es el relato antedicho, y di en pensar que tal vez El regreso había sido para él lo que el espejo para el Estudiante de Praga, lo que el retrato para Dorian Gray.
En el Calvert Casey que yo conocía ahora no reconocía al Calvert Casey de El regreso. Simpatizamos de tal modo que fuimos como antiguos condiscípulos que se encontraran al cabo de los años, y algo de eso había porque, al evocar nuestras adolescencias respectivas, vimos que él en La Habana y yo en Sevilla habíamos leído y amado los mismos autores en los mismos libros de estudio. Nos reconocimos en la literatura española, en la lengua castellana, nuestra verdadera madre patria, la mía y la de él, y más de una vez comentamos juntos aquel estremecedor pasaje de Ganivet cuando, siendo cónsul de España en Riga, tuvo que acudir al lecho de muerte de un marinero centroamericano de origen portugués que no quería morirse sin hablar antes español con un compatriota, es decir, con una persona de habla española. Otros escritos de Calvert Casey, sobre todo El paseo y Los visitantes, estrecharon este acercamiento espiritual, pues me parecían más próximos que El regreso al Calvert que yo conocía ahora. Ya no era el ser en ruinas, marginado y vencido, sino el adolescente puro y atónito ante el misterio de la vida y ante el misterio de la muerte. Y junto a esa pureza de alma estaba la pureza de su castellano.
A Calvert Casey Ginebra se le caía encima y no tardó en avecindarse en Roma. Aquí debió de conocer momentos de felicidad, como indudablemente los conoció en la India, donde coincidimos. Pero los tiempos que corrían no eran ciertamente idílicos, sobre todo para él. El mal empezaba a ponerse de moda y él, que tan escarmentado estaba de tantos espejismos políticos y morales, no supo escapar a los peores de todos. Dio en avergonzarse de la sobria pureza de su estilo; cedió a la tentación cosmopolita de la destrucción del lenguaje y, como era tan auténtico, como no era de los que nadan y guardan la ropa, al destruir su lenguaje se puso a destruir su alma. Cuando en Ginebra recibió la noticia decisiva de la muerte de su madre, era ya bien poco lo que le quedaba por destruir. Un mes más tarde se daba la muerte en Roma. El, que era algo santero y espiritista, debía de creer en un más allá donde su madre lo esperaba. Más acá quedaban las obras de Wilhelm Reich, la pastillas de somnífero, cosas mezquinas, sórdidas, de importancia ya muy secundaria.
A su entierro fuimos sus amigos de la FAO y tres personas del mundo literario romano: su traductora Lucrezia Cipriani Panunzio, Angela Bianchini y Giambattista Vicari, que le dedicarían sendas necrologías en La Stampa e Il Caffè. Sobre el silencio de la mayoría de sus compatriotas y amigos literarios guardemos un piadoso silencio. Sólo lo rompieron, que yo sepa, un grupo de poetas exiliados en Miami, que le dedicaron un homenaje en El alacrán azul; Concepción Alzola en la revista Exilio de Nueva York; su traductor húngaro, János Benyhe, en la mejor revista de Budapest. También le dedicó un largo, hondo y conmovido ensayo en Ínsula, de Madrid, su amigo de pocas semanas Vicente Molina Foix.
Yo viví su muerte tan de cerca que durante muchos meses no tuve palabras para hablar de ella. Durante mucho tiempo todo lo que me relacionara con él me traía a la memoria aquella siniestra semana de trámites macabros, y esto me paralizaba y enmudecía. Cuando por fin rompí el maleficio fue para escribir una novela, una parábola moral de la vida verosímil de Calvert Casey, un exorcismo de los demonios que se lo habían llevado, una epopeya del combate a muerte que, en el escenario grotesco de la contracultura underground, habían librado el mal y el bien, la sombra y el cuerpo, el instinto y el espíritu, el Calvert de El regreso y el Calvert de Los visitantes.
No hay que decir que, tanto en la ficción como en la realidad, fue el primero el que quedó encima; por eso, a los que me reprochen La linterna mágica yo les pido que se lean El regreso, que la ferocidad y el desamor que hay en uno y en otro relato, en el de Calvert estaban dirigidos contra sí mismo; en el mío, contra toda esta estúpida mitología de nuestro tiempo que precipitó su perdición.
En esta diatriba contra los mitos de la contracultura era inevitable llevarse por delante los mitos políticos que, siendo los más groseros, son lo más sagrados para el orden cultural establecido. A esto quiero achacar el escaso eco que, en los medios literarios de habla española, tanto en el metropolitano como en el colonial, despertó el llamamiento que, al salir La linterna mágica, hice a favor de la breve espléndida obra de Calvert Casey. Ojalá que en Italia, donde Einaudi publicó sus relatos, no pase ahora lo mismo. Ojalá también que todo lo dicho sirva para hacer ver que La linterna mágica es algo más hondo y más duradero que una sátira política, pues en una sátira no hay personajes, sino caricaturas, y ésa no ha sido, ciertamente, mi intención al escribir esta elegía, esta guía de perplejos, este escarnio de imbéciles, este manual de espejismos, este camino de perfección y de perdición. Nadie que tenga ojos para ver y oídos para oír puede acusarme de caricaturizar una época en la que un Kafka y un Orwell se han convertido en cronistas de la realidad más vulgar. ¿Cómo es posible caricaturizar a una época que ya se ha caricaturizado a sí misma? ¿Es que nadie se da cuenta de cómo nos disfrazamos el cuerpo y el alma para salir a la calle? ¿Qué caricatura, qué esperpento, qué deformación fantástica cabe en un medio ambiente en que todo es fantamoda, fantacultura, fantapolítica, fantamoral, fantarreligión y en que no queda más fantaciencia que el "socialismo científico"?
Creo que fue Hermann Hesse el que dijo que Kafka era el sismógrafo de nuestro tiempo; yo no aspiro a tanto, pero sí creo que esta novela mía es el sismograma de una civilización subterránea. Y las cavernas y las simas de esa infracivilzación yo las he querido iluminar haciendo pasar por ellas a un ángel de luz con un tridente de fuego, a la contrafigura de Calvert Casey.