Esta noche, el lobo es una sombra que está
sola y que busca a la hembra y siente frío.
Jorge Luis Borges
Escribir es partir el pan en la plaza, como hacía san Antonio entre los pobres. Uno intuye cuándo el pan es bueno, porque fue paciente en la siembra, fiel en la espera y sacrificado en la siega. Uno sabe que al pan se lo cuece lentamente, con leña buena y bien encendida; por ello uno se desvela buscando hermanos que saboreen las primicias de nuestras manos.
Hace dos años, quemaba yo los olivos del llanto, y desde aquellas cenizas penitenciales surgían los primeros trazos de mi pluma. Con el manojo imaginario de algunos manuscritos y las ropas raídas de un largo dolor de amor, salí a golpear puertas que jamás se abrieron. Los escritores de moda, esos que creen que publicar sus columnas en un matutino prestigioso los obliga a emular estilos; los mismos que se arropan con bufandas a lo Umbral (aunque no tengan frío) y que beben ginebra como Manolo Alcántara (aunque hagan arcadas a escondidas), ellos sí, fueron indiferentes a mi pan. Una noche de mayo, cuando el invierno afilaba su puñal helado en Buenos Aires, le escribí a Fernando Sánchez Dragó. Al otro día, sin más, el viejo lobo de Castilfrío me abrió su hogar de par en par, tendió la mesa con blanco mantel y gustó el pan de mis palabras. Enseguida, le escribió por cuenta propia al Director de El Norte de Castilla. El 20 del mismo mes, un gran amigo de Valladolid me escribió con asombro y alegría: “¡Hermano, han publicado tu artículo!”, y allí estaba mi nombre, entre las páginas que alguna vez fueron morada y refugio de don Miguel Delibes, de Paco Umbral, de Manu Leguineche, de José Jiménez Lozano o de Martín Descalzo.
Fernando fue generoso conmigo, con esa generosidad que surge sólo de quien ama el pulso escritural de las almas solas. Me citaba seguido, aun con diferencias doctrinales en algunas cuestiones de la vida. Un océano de distancia no fue muralla, su mano extendida siempre estuvo cerca y cuando la amistad maduró, con esa sencilla sutileza del orden periódico del fruto, le confié mi sueño español. Un sueño que hundía sus raíces en el ramaje de una parte de mi sangre castellana y también en mis desvelos literarios. Fernando volvió a responderme prestamente: “Te haré los honores en el Café Gijón y, si te acercas a Soria, será eso, un honor invitarte a mi caravasar de Castilfrío”.
Fernando se ha ido de repente, se ha ido escribiendo, acariciando a sus gatos y abriéndole a Akela un mundo literario. Los libros, en sus estantes, acusarán un dolor punzante entre la diástole y la sístole de sus silencios. Su verborragia musical será a partir de ahora como el eco de la sirena de esos faros de costa entre la niebla de tanto analfabeto locuaz. Y los cobardes, los progres del nuevo siglo, esos que gustan hacerse los guapos con las estatuas de las plazas y las lápidas de los cementerios, imitarán al Jote o al buitre negro que gozan con la carroña. Fernando renegaba cuando lo presentaban como intelectual: él prefería definirse simplemente “escritor y viajero”. Fernando fue libre, rebelde, corazón inquieto y como todo dandy pagó los excesos de su lengua suelta, como lo pagamos aquellos que aprendimos tarde que amar es hasta la muerte y querer es hasta el olvido. En el medio, están las aventuras imprudentes y la propia mitología que acuñamos como amantes. El juicio no me corresponde a mí, pues intento dejar a Dios ser Dios porque, conociendo el barro primigenio de nuestra hechura, prefiere aplicar la paciente misericordia que la inflexible justicia.
En mi sueño español, ya cercano, quedará un hueco, y ese hueco duele. En Soria ya no me esperará Fernando, o quizás sí. Ahora, mis pasos en Castilfrío me llevarán a un camposanto. Allí, me hincaré en la fría tierra castellana y susurraré en voz baja aquello del poeta:
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
Hoy han enterrado a Fernando. Esta noche, el lobo es una sombra que está sola y que busca a la hembra y siente frío.
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