El vigor de una lengua se aloja en el número de hablantes monolingües que la mantienen viva, y también en los estudiantes interesados, sin que nadie los obligue, en aprenderla. Esta demanda justifica su utilidad.
Bruselas se esfuerza por estimular y concienciar el plurilingüismo como herramienta profesional e intercultural, y como medio para preservar las culturas y asegurar su pervivencia. Invierte unos 30 millones de euros al año para promover el aprendizaje de idiomas a través de programas como Sócrates, Leonardo Da Vinci, Instituto Cervantes y demás instituciones adscritas a la red EUNIC (European Union National Institutes for Culture). Mas de la mitad de los europeos pueden entenderse, en desigual destreza, en dos de las 24 lenguas oficiales de la UE. La pareja más frecuente es la formada por una lengua continental más el inglés.
Debemos considerar que no todas las lenguas sobreviven en el mismo estado. Las hay internacionales como el español y el francés, nacionales como el polaco o el húngaro, regionales como el galés, el catalán o el bretón, locales como el aranés o el corso, decadentes como el labortano y el suletino, variedades del vascuence cercanas a la extinción, y moribundas como el casubio, en boca todavía de unas tres mil personas, tal vez ya algunas menos, en el norte de Polonia. Unas están al servicio de la comunicación familiar; otras, de la vida social o cultural, casi siempre las de mayor arraigo en la tradición educativa; otras, al servicio del desarrollo científico y algunas, muy pocas, para todo al mismo tiempo.
A quienes hablan una lengua propia más otra adquirida solemos llamamos bilingües. Cuesta entender que buena parte de los europeos heredan dos lenguas propias: una familiar, y otra sociocultural. Es el caso del galés que habla inglés, o del siciliano que cubre en italiano buena parte del día a día. Los llamamos ambilingües porque ambos idiomas constituyen su patrimonio esencial. El hablante monolingüe, sin embargo, cubre con una lengua la comunicación familiar, social, laboral, comercial y cultural.
Los hablantes monolingües lo son porque heredan lenguas como el inglés, español, francés o ruso que no necesitan el apoyo de otra. Los hablantes ambilingües también cuentan con una de estas lenguas porque solo la otra resulta insuficiente. El hablante de bretón sabe francés, lengua también propia, para salir a la calle. Es también el caso del vascuence, que se complementa con el francés en sus dominios del norte, y con el español al sur.
No debe extrañarnos que las lenguas se expandan y contraigan alejadas de todo control. Los usuarios se inspiran en la eficacia y acuden con naturalidad a la más provechosa. Las lenguas que han necesitado emparejarse con otra para poner alas a sus hablantes viven sometidas, obligadas al ambilingüismo, achaque irreversible que no acaba con la lengua, pero sí la oscurece.
Lenguas insuficientes
Europa está salpicada de lenguas que viven en boca de hablantes que amplían sus posibilidades de comunicación gracias a que disponen de otra, también propia. La dependencia más exigente la muestran lenguas como el vascuence, catalán, gallego, bretón, galés, siciliano, sorabo, casubio y tártaro, idiomas tan condicionados que sus hablantes utilizan con la misma pericia el español, francés, inglés, italiano, alemán, polaco o ruso respectivamente.
Una dependencia inexcusable del inglés muestra el danés, sueco, noruego e islandés, lenguas escandinavas encasilladas en los ambientes familiares, ciudadanos y sociales, y mucho menos en los culturales. Se añade a este grupo, por las mismas razones, el finés y en gran medida el holandés.
Otro grupo de lenguas de países de la órbita de la antigua Unión Soviética como el bielorruso y el ucraniano se sirven del ruso. El estonio, letón y lituano intentan deshacerse del ruso, no sin dificultades, y servirse del inglés como lengua complemento, para cubrir toda comunicación. La población rusófona dificulta la transición.
Las lenguas centroeuropeas cubren las relaciones familiares, sociales y buena parte de las culturales de sus hablantes, pero no al completo. Lo que falta corre a cargo del inglés, lengua de obligado conocimiento en distintos niveles. Son el polaco, checo, eslovaco, esloveno, croata y serbio, entre otras. Todos estos hablantes de lenguas eslavas se han dado prisa en cambiar el ruso por el inglés, al igual que el rumano y el húngaro. Se añade a este grupo el albanés y el griego. Cuentan estas lenguas, en mayor medida que las del primer grupo, con hablantes monolingües que cubren razonablemente su entorno.
Lenguas independientes
Dicho esto, las lenguas libres o independientes de Europa, y por tanto las que más y mejor tienen garantizada su supervivencia, son cuatro neolatinas: español, francés, portugués e italiano, y una eslava, el ruso. Entre estos hablantes aparecen los que en menor medida se sirven del inglés en su vida diaria, si bien todos han de conocer algo, aunque solo sea un poco. Y quedan dos lenguas germánicas también independientes, el alemán, y el inglés. La última no necesita comentarios. Los anglófonos, los más monolingües del planeta, se distancian tanto de las otras lenguas que esperan siempre que los demás les hablen en inglés.
Se puede intervenir para mantener más o menos vivas a las lenguas apoyadas en otra, pero no pasarán a ser libres, y por tanto tienen mucho menos garantizado el futuro porque los hablantes cultivan aquello que necesitan, y abandonan lo innecesario.
Si consideramos que la comunicación se unifica, de manera natural, con el ambilingüismo, es fácil entender que sólo unas cuantas lenguas son compañeras indispensables de los hablantes, instrumentos esenciales de los ochocientos millones de europeos.
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