«No» no es «no»

«No» no es «no». «Sí» tampoco es «sí». «Sí» y «no» se hacen eco, se espejean.

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No pediré a la señora Calvo que lea a Jacques Lacan: «amar es dar lo que no se tiene a quien no lo quiere». Pero alguien, en su ministerio, debería reflexionar sobre las consecuencias psiquiátricas de lo que enunció anteayer como antesala de ley: que «lo que no es un sí es una violación». Tal vez le ayude a entender que ese axioma convierte en violadores a todos los componentes de la especie hablante que es la humana: varones como hembras.

En 1925, Sigmund Freud publica un artículo de tres páginas que es una escueta obra maestra. En él se da la epítome del psicoanálisis. También, de su distante comprensión de lo humano. Nadie que aspire a entender los tan poco lineales laberintos de la moral puede ignorar ese texto. Su título es «La negación». Despliega una tesis sencilla y grave: el inconsciente no conoce el principio de contradicción. Y, en cada «sí» que un humano enuncia, hay un «no» protectoramente camuflado.

Arranca Freud de dos ejemplos. De convención social, el uno: el del pesado que asesta a su interlocutor aquel lugar común de que «va usted a creer que quiero decir algo ofensivo para usted, pero le aseguro que no es tal mi intención». Todos sabemos que sí lo es. El otro ejemplo le viene de la práctica clínica. Habla el paciente: «Me pregunta usted quién puede ser esa persona del sueño. Mi madre, desde luego, no». El psicoanalista –pero también cualquiera que no sea imbécil– sabe que es, con seguridad, su madre. «La negación», concluye sensatamente Freud, «es una forma de alzar constancia de lo reprimido». Todo «no» es, por tropo, un «sí». Y a la inversa. Y eso hace la interpretación de los comportamientos y de sus camuflajes verbales endiabladamente laberíntica. «No» no es «no». «Sí» tampoco es «sí». «Sí» y «no» se hacen eco, se espejean. No hablan jamás a libro abierto, porque el libro abierto es lo contrario de la mente humana.

No pediré a la ministra que se detenga a leer a ese maestro del siglo XX; aunque alguien debiera hacerlo por ella, antes de que el desbarajuste legal acabe por romper del todo la vida privada. No pediré tanto. Pero, ¿podría, al menos, leer un puñado de endecasílabos del siglo de oro que cifran lo más alto de la literatura, de la inteligencia, en lengua española? Sin comentarios. Leer sólo. Y saber que todo amor se juega en ambigüedad y paradoja.

Lope: «Creer que el cielo en un infierno cabe». Góngora: «Con la muerte libraros de la muerte / y el infierno vencer con el infierno». Quevedo: «¿Y quién, sino un amante que soñaba, / juntara tanto infierno a tanto cielo?» O, en su forma quizá más desgarrada, sor Juana Inés de la Cruz: «Triunfante quiero ver al que me mata, / y mato a quien me quiere ver triunfante». O, en otro lugar, «a quien más me desdora, el alma ofrezco; / a quien me ofrece víctimas desdoro». ¿Será preciso, a partir de la amenazante ley Calvo, censurar esos sonetos?

Cambio de lengua y de tiempo. Nadie, en los dos últimos siglos, ha dado con la primorosa delicadeza de John Keats la paradoja de los amantes: que sólo preservan su pureza en la intemporalidad de la muerte, porque, en lo vivo, «todo lo marchita el uso». Oda a una urna griega: tan sólo en la piedra esculpida, los amantes conocen un sí sin el menor recelo negativo: figuras que el artista congela en el instante previo a su roce; por toda la eternidad; sin tiempo. En el instante de mármol que precede al contacto: «eternamente la amarás y eternamente será bella». Porque son piedra. Muerta. Y sólo lo que no vive no muere.

© ABC

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