Ludwig Wittgenstein, el excéntrico profesor de Filosofía y antiguo compañero de escuela de primaria de Adolf Hitler, ataviado con una chaqueta de tweed y sin corbata (algo raro para la época), paseaba por Cambridge caminando hacia la casa de Bertrand Russell, para conversar con su amigo en un ambiente lleno del vapor del tea pot y del humo de la pipa de Bertie.
Ludwig, procedente de una familia judía austríaca conversa al catolicismo, compuso bajo las bombas, sirviendo en artillería en el frente occidental de la Guerra del 14, su opera magna: el Tractatus logico-philosiphicus.
Quien pensaba que lo que no se puede expresar de manera clara es mejor no expresarlo, al tiempo que consideraba que los límites de su mundo sólo los ponían los límites de su lenguaje, sentía que aun cuando todas las posibles cuestiones científicas hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales todavía no se han rozado en lo más mínimo. Por supuesto que entonces ya no queda pregunta alguna; y esto es precisamente la respuesta. El hombre tiene que despertar ante el asombro, y la ciencia es una manera de enviarle de nuevo a dormir.
Se trataba de encontrar, cual mosca dentro de una botella, el camino de vuelta hacia el cuello de la misma, y para eso no podía uno pararse en ninguna clase de puritanismo intelectual. Todo el mundo en ciertos ambientes ilustrados en aquella época desdeñaba la religión –ni siquiera se tenían en consideración formas alternativas de religión, como así fue en los años 60–, de modo que aventurarse por ese camino era osado. Por ello es encomiable el entusiasta apoyo, como amigo y como colega, que siempre recibió por parte del ateo militante Russell
Aunque nuestro filósofo no era lo que se puede conocer técnicamente como un creyente, no podía evitar ver cada aspecto de la vida desde un punto de vista religioso, y fue convenciéndose de que, sea para lo que sea que hayamos venido a esta vida, no es precisamente para divertirnos (aunque también haya tiempo para ello), de modo que se embarcó en toda una aventura de re-ligare.
Creer en Dios es estar alertado de que los hechos del mundo no son suficientes. “Dios es que existamos y que eso no sea todo”, remarcó Fernando Pessoa. Ciertamente, eso no es todo, y la fe necesita de una ascesis, de un ejercicio. Quizá la campiña inglesa de Cambridgeshire sea idílica, pero no es óptima para llevar un retiro eremita. Así que empacó y se dirigió, no al Himalaya, sino a un agreste fiordo noruego.
“No pienses, sino mira” era una de sus máximas. Y así se instaló frente al sobrecogedor paisaje de Sognefjorden.
Hay algunos panoramas de la Tierra que parecen la habitación de Dios; uno de ellos es sin duda los páramos de Castilla, y desde luego, Sognefjorden está entre los mismos.
Ayn Rand, quien tuvo el enorme mérito de poetizar el capitalismo y darle una épica y una estética literaria de la que carecía hasta el momento, aseguraba, en nombre del aristotelismo, que Platón y los medievales negaban la Existencia en nombre de una radiante realidad “superior”, y que Kant, yendo aún más lejos negaba la Existencia en nombre de la Nada. Por cierto, que Ayn Rand merece un adecuado encaje dentro de la estatista y platónica Alt Right, pero eso es otra historia.
Un lugar como Sognefjorden contradice plenamente a Ayn Rand: allí la Existencia misma, en bruto y en todo su poderío, se muestra al hombre, sin dejar ni por un instante esa Existencia de estar cargada de algo sobrenatural, algo más. “Hay, ciertamente lo inexpresable, lo que se muestra a sí mismo. esto es lo místico” (Tractatus 6.5229).
Asomado a una laguna helada y divagando con el sonido de la impresionante cascada de Vassbakken de fondo, Wittgenstein se dispuso a pensar con la rigurosa sencillez y estoicismo de Isak, el campesino noruego de La bendición de la tierra, la novela con que Knut Hamsun ganó el novel cuatro años después de la publicación del Tractatus, en 1920.
En esta antigua morada de los vikingos, el paganismo nórdico deja atrás su ornamentación folklórica para dar paso a un estado de pura visión beatífica, del conocimiento inmediato de lo divino, sin necesidad de explicaciones o justificaciones ulteriores de ningún tipo. Como dice Alain de Benoist: “Hay diferentes formas de llegar al paganismo; por la vía estética o por el deseo de vincularse a una tradición y a las fuentes que íntimamente le están asociadas”.
A la vuelta de su clara visión, en Inglaterra, la vida de Wittgenstein transcurrió como narra Bertrand Russell:
Una persona que haya percibido lo que es la grandeza de alma, aunque sea temporal y brevemente, abrirá de par en par las ventanas de su mente, dejando que penetren libremente en ella los vientos de todas las partes del universo.
Ludwig Wittgenstein falleció el 29 de abril de 1951, en Cambridge. Sus últimas palabras, a su amiga Elisabeth Anscome fueron: “Diles que he tenido una vida maravillosa”.