Alain Finkielkraut es profesor de filosofía en la Escuela Politécnica francesa, además de uno de los intelectuales actualmente más polémicos en el panorama cultural; sencillamente porque no dice lo que todos dicen. En este libro nos habla de quiénes somos, hace emerger la identidad del posmoderno como hijo del moderno. Nos dice de dónde venimos y nos advierte del peligro que corremos de seguir siendo modernos si “matamos al padre”, si perdemos el contacto con ese pasado que nos permite estar hoy en este mundo, con sus bienestares y sus amenazas. Como decía De Lubac, “la muerte de Dios supone la muerte del hombre”. Como decía Giussani: “nadie puede ser padre si antes no ha sido hijo”. Como dice Botturi: “la libertad es humanamente descubierta en una relación con otra libertad que nos reconoce gratuitamente.” Es decir, que la autoridad no es la hipoteca sino la posibilidad de la libertad del hombre. La tendencia de nuestros tiempos es la de no pertenecerse más que a uno mismo, mientras que Finkielkraut reclama la pertenencia a un relato occidental del que nos da las claves para su lectura.
En estas cuatro lecciones, el polémico filósofo francés nos muestra su faceta de profesor. Analizando de manera vibrante los diferentes problemas de nuestra época, desgrana el concepto de modernidad basado en la racionalidad técnico-científica: “los procesos que la razón desencadena no tienen nada de razonable”. Conjugando filosofía y literatura, Finkielkraut plantea el grito ante la muerte como primer paso para la liberación de las cadenas de una modernidad desequilibrada.
Nacido en París en 1949, Alain Finkielkraut es Catedrático de Letras Modernas, profesor de filosofía en la prestigiosa Escuela Politécnica de París. A finales de los 70, empieza a colaborar con Pascal Bruckner, con quien escribe una serie de ensayos sobre el fracaso de la aparente liberación de las costumbres. Se cuestiona también la indiferencia ante la memoria y el papel del intelectual contemporáneo, etapa que culmina con la publicación de La derrota del pensamiento (1987), que marca su debut en la crítica de «la barbarie del mundo moderno», en el mismo horizonte de pensamiento de Hannah Arendt. Reivindicando su admiración por Hannah Arendt, Emmanuel Levitas o Milan Kundera, está hoy considerado como uno de los más grandes filósofos contemporáneos. Entre la docena de ensayos que ha publicado destacan El judío imaginario (1981), La sabiduría del amor (1984), La humanidad perdida (1996), La ingratitud (1999), Una voz que viene de la otra orilla (2002), L’imparfait du présent (2003), Internet, el éxtasis inquietante (2006), o La identidad desdichada (2014).
Ensayos como La derrota del pensamiento o La humanidad perdida, ya habían convertido a Finkielkraut en una de las más codiciadas piezas a cobrar en la actual cacería contra los intelectuales que se atreven a disentir frente al progresismo oficial. Una cacería, como señala Jon Juaristi, que no se basa en una auténtica discusión intelectual, sino en las armas del libelo o del linchamiento mediático. Nosotros, los modernos, nos permite explorar en profundidad, precisamente, las razones últimas de ese ataque sistemático que el pensamiento moderno ejerce contra lo único, lo singular, la excepción.
La modernidad surge en la época renacentista con el afán de convertir la razón humana en el sujeto soberano del universo, sometiendo a su dominio tanto las leyes de la naturaleza, como el curso de la Historia. Ante todo, la matemática y el inexorable progreso técnico hicieron creíble la promesa de un paulatino control humano del cosmos: la prevención absoluta de cualquier catástrofe, la erradicación gradual e inexorable de toda enfermedad.
Pero el transcurso del tiempo ha mostrado que esta presunción hiperbólica se revuelve contra el propio ser humano. El desarrollo apoteósico y unilateral de la tecnología desembocó en la tormenta de acero de la Primera Guerra Mundial, y desde ese instante aquel instrumento de propósitos benéficos no dejó de manifestar su capacidad mortífera, hasta amenazar letalmente a todo el planeta, dada la falta de conciencia de su desmesura y su negativa a establecer unos límites.
Similares consecuencias desencadenó el propósito de un control racional de la Historia. En el mismo comienzo del siglo XX, la revolución soviética demostró que el afán de crear sociedades racionalmente perfectas presuponía la anulación del individuo, su manipulación como una simple pieza de recambio y llegado el caso su ejecución. Los redentores sociales desplegaron desde entonces un amplio abanico de resortes terroríficos para conseguir sus fines, entre los que figuran las deportaciones, los exterminios, los genocidios y toda clase de crímenes contra la humanidad. Las promesas de felicidad racional se han vuelto irracionalmente peligrosas y destructivas: esta es la ironía de la razón.”
Finkielkraut, que explora esa contradicción, sólo encuentra un contrapunto a tal desmesura racionalista en la experiencia estética del arte y en la sabiduría del relato novelesco. Cuando Lenin estampa las etiquetas genéricas de: el burgués, el capitalista, el noble, el reaccionario, esas abstracciones preparan el camino y justifican los golpes asesinos que harán correr la sangre. En los relatos de Chéjov, por el contrario, no encontramos esas entidades abstractas, sino personas únicas, de vidas irrepetibles, cuya existencia es por ello sagrada, y esta experiencia de lo concreto se repite en Tolstoi, en Proust, o en el testigo de la revolución bolchevique Vassili Grossman. La novela, de ascendencia cervantina, nos permite entender la singularidad irrepetible de cada vida humana, lo excepcional de cada momento y cada acto, el carácter radicalmente imprevisible de la existencia, la presencia de lo oscuro, de lo incomprensible o contradictorio, y por lo tanto, nos enseña la imposibilidad de someterlo todo a nuestro dominio, así como el carácter enfermizo de ese propósito y sus consecuencias inevitablemente malignas.
Quizá por eso el autor de La derrota del pensamiento sea tan enérgico adversario del relativismo posmoderno.