A la condesa Ledinskaïa
En este tiempo, en el que la sociedad parece especialmente sensible a la memoria histórica, se acaba de dar un paso importante hacia la rehabilitación de Nicolás II, Emperador y Autócrata de Todas las Rusias, que fuera fusilado junto con su familia y algunos fieles servidores –sin tan siquiera un simulacro de proceso judicial– durante la noche del 16 al 17 de julio de 1918. Un alto oficial de la justicia rusa ha ordenado al Fiscal General del país examinar nuevamente la demanda presentada por la Gran Duquesa María Vladimirovna Romanova, pretendiente al trono imperial, para declarar este magnicidio crimen político y no asesinato de derecho común. Ello a noventa años del estallido de la Revolución Rusa y faltando sólo uno para que se conmemore el mismo aniversario de la masacre que acabó con la línea directa de la dinastía Romanov.
La revolución
La monarquía cayó en Rusia, debilitada por la ausencia del Emperador de su capital. Nicolás II se había puesto al frente de las operaciones militares en la Gran Guerra desde 1915 como comandante supremo. Al estar alejado de Petrogrado (hoy San Petersburgo), el poder quedó efectivamente en manos de la camarilla de la Zarina, la cual se había vuelto impopular, sea por sus orígenes alemanes como por la influencia nefasta que sobre ella ejercía el santón Rasputín (que sería de ahí a poco asesinado por el príncipe Yousoupoff, pariente del Zar). El gobierno perdió, pues, credibilidad ante el pueblo, que, azuzado por los agitadores profesionales, se rebeló contra él en la capital en febrero de 1917, protagonizando huelgas y desórdenes, aprovechados por los revolucionarios para asaltar el poder. El 2 de marzo (15 de marzo en el calendario gregoriano), el Zar abdicó en su hermano Miguel Alexandrovitch, pero éste no aceptó la corona. Mientras tanto, se organizaba el soviet en Petrogrado y se formaba un gobierno provisional de tendencia socialista reformista (mencheviques), que acabaría por encabezar Alexandr Kerensky.
La suerte de Nicolás II y su familia se mantuvo incierta durante meses. Detenidos desde el triunfo de la Revolución de Febrero en el palacio de verano de Tsarskoe Seló, no se sabía realmente qué hacer con ellos. El ex Emperador, hombre de buen natural y de costumbres intachables y más apto para la vida privada y doméstica que para el gobierno, se ganó el aprecio y la simpatía de Kerensky, que intentó secretamente enviar a los augustos prisioneros al exilio, tratando con Gran Bretaña y Francia, aunque sin éxito (no obstante que Nicolás II había sido su aliado en la guerra). La negativa más clamorosa fue la del gobierno británico de Lloyd George, pues fue con la anuencia del rey Jorge V (primo del Zar), temeroso de los laboristas, de tendencias republicanas y entre quienes el ejemplo de Rusia podría cundir[i]. Temiendo una arremetida de los bolcheviques o maximalistas (comunistas) –cuyo apoyo aceptaría imprudentemente durante el intento de golpe de estado del General Kornilov en agosto-septiembre– y juzgando certeramente que los Romanov serían ajusticiados por éstos, Kerensky dispuso que fueran trasladados a Tobolsk en Siberia como un modo de alejarlos del peligro.
Fue un crimen político
El 25 de octubre (7 de noviembre según el calendario gregoriano), Lenin finalmente asaltó el poder, dirigiendo la sublevación bolchevique en Petrogrado, que tomó el Palacio de Invierno y derrocó el Gobierno Provisional de Kerensky. Al día siguiente, fue investido como Premier por el Congreso de los Soviets de Rusia. Vladimir Illitch Ulianov había de ser uno de los más siniestros tiranos de la Historia, comparable en su frialdad y crueldad impasible a Robespierre, pero muchísimo más mortífero que “el Incorruptible”. Se suelen cargar las tintas contra su sucesor Stalin, pero Lenin fue quien inició y planificó el holocausto rojo que ahogó a la Santa Rusia en un mar de sangre. Entre sus víctimas, por supuesto, se contaron todos los Romanov que no habían podido escapar y, entre ellos, la Familia Imperial. Se ha querido negar la responsabilidad del gobierno bolchevique en la eliminación de Nicolás II y los suyos, aduciendo que, estando el país sumido en la guerra civil y no habiendo aún coordinación entre los distintos soviets, se trató de una acción de la exclusiva responsabilidad de los bolcheviques de los Urales, los cuales, temerosos de la proximidad del ejército de los Blancos (monárquicos), precipitaron los acontecimientos.
Ha de decirse que, por orden del comisario político rojo Vassili Yakovlev (enviado desde Moscú al efecto), la Familia Imperial había sido llevada, en abril de 1918, desde Tobolsk (donde vivía bastante lejos de Petrogrado y Moscú, con desahogo y relativa seguridad y rodeada de un séquito de cuarenta y dos personas, ocupando el antiguo palacio del gobernador de la provincia) a Ekaterimburgo (en el límite entre la Rusia asiática y la europea, bajo el control del Ejército Rojo y más al alcance del poder central) debido a la cercanía de los Blancos, es decir, las tropas zaristas, que avanzaban a través de la línea del ferrocarril transiberiano. Tampoco sería ajeno a este traslado el hecho de la simpatía de los lugareños de Tobolsk, de origen cosaco, hacia el Zar y la causa monárquica[ii].
En Ekaterimburgo, los bolcheviques requisaron la casa del rico comerciante e industrial de origen judío Nikolai Ipatiev, rodeándola de una alta empalizada para que no pudiera observarse desde el exterior la vida de sus ocupantes. Junto a Nicolás II y su familia sólo quedaron algunos servidores leales: el Dr. Evgueni Sergueievitch Botkin, la dama de honor Anna Stepanovna Demidova, el ayuda de cámara católico Aleksei Igorovitch Trupp, el cocinero Ivan Mikhailovitch Kharitonov, el pinche de cocina Leonid Ivanovitch Sednev, su tío el criado Ivan Dimitrievitch Sednev y el marinero Klementy Grigorievitch Nagorny (que cuidaba del zarievitch Alexei). El preceptor del zarevitch y de las grandes duquesas, el suizo Pierre Gilliard, que había seguido a la Familia Imperial hasta Tobolsk, fue obligado a abandonarla cuando el traslado a Ekaterimburgo.
La suerte de la Familia Imperial estaba decidida ya antes de la aproximación del ejército Blanco (que tuvo lugar en julio de 1918). El Soviet de los Urales, con sede en Perm, había comisionado a uno de sus miembros, Jakov Yurovski, los preparativos de una eventual ejecución. Su primera providencia fue endurecer aún más la cautividad de los inquilinos forzosos de la Casa Ipatiev. Las alarmantes noticias del avance Blanco no hicieron sino precipitar las órdenes que venían de Perm: había que fusilar al ex Zar y a sus acompañantes.
Yurovski, acompañado de su asistente Piotr Ermakov, examinó los terrenos de Koptiaki, zona boscosa a 18 kilómetros de Ekaterimburgo, con el fin de encontrar un lugar discreto para deshacerse de los cadáveres de sus futuras víctimas. El 16 de julio, Yurovski recibe desde Moscú la autorización expresa para llevar a cabo la matanza, mediante un telegrama de Iakov Mikhaïlovitch Sverdlov (el judío Yankel Solomon), Presidente del Comité Ejecutivo Central de los Soviets de Toda Rusia (o sea Jefe del Estado) y mano derecha (o, mejor, siniestra) de Lenin. Este último estaba perfectamente al corriente de todo el asunto, como demostraría en los años noventa del siglo pasado el historiador ruso Edvard Radzinski, que investigó en los archivos secretos de la ex Unión Soviética.
La ejecución
Hacia la medianoche del 16, Yurovsky ordenó a los Romanov y sus acompañantes levantarse, diciéndoles que se les iba a volver a trasladar. Días antes, miembros de la policía secreta habían despedido a los dos Sednev y al marinero Nagorny con la orden conminatoria de marcharse sin hacer preguntas, circunstancia que los salvó de la carnicería que iba a tener lugar. Nicolas II, Alejandra Feodorovna, el Zarievitch, las grandes duquesas Olga, Tatiana, María y Amastasia, el Dr. Botkin, Anna Demidova, Trupp y Kharitonov bajaron al sótano de la casa por indicación de sus verdugos, que les dijeron que era para tomarles una foto antes de emprender viaje. Una vez allí, aparecieron Yurovski, Ermakov y otros bolcheviques más que descargaron inmisericordemente sus armas de fuego contra el indefenso grupo de personas y hasta el perrito de la familia, el spaniel Jimmy.
Consumado el crimen, los cadáveres fueron llevados a Koptiaki, donde se los arrojó a un pozo de mina y se les roció con ácido sulfúrico para evitar su eventual identificación. Todo en el proceder de los asesinos prueba una larga premeditación y la seguridad de obrar bajo protección oficial. Nadie en la Rusia de Lenin se hubiera permitido la libertad de disponer de las vidas de unos prisioneros de la categoría de los Romanov sin la aprobación de arriba. De hecho, todos fueron premiados por el régimen, que quiso honrar más tarde a Sverdlov, el autor directo de la mortal orden dada a Yurovski, rebautizando en su honor a la ciudad de Ekaterimburgo con el nombre de Sverdlovsk.
Ni comenzó ni terminó aquí el holocausto de los Romanov: el 12 de junio, el hermano de Nicolas II (en quien éste había abdicado), el gran duque Miguel Alexandrovitch, había sido abatido en Perm junto a su ayuda de cámara Johnson, aplicándoseles la «ley de fugas». Al día siguiente de la masacre de Ekaterimburgo, fueron arrojados a un pozo en Alapayevsk (en los Urales) y tiroteados, además de la gran duquesa Sergio (Isabel Feodorovna, nacida de Hesse-Darmstadt, hermana de la zarina Alejandra) y del príncipe Vladimiro Pavlovitch Paley (joven de 21 años, hijo del gran duque Pablo Alexandrovitch, tío menor de Nicolás II), los tres hijos del gran duque Constantino Constantinovitch –Iván, Constantino e Igor– y el gran duque Sergio Mikhailovitch, nieto del emperador Nicolás I. El 30 de enero de 1919, fueron fusilados en la fortaleza de San Pedro y San Pablo de Petrogrado, el gran duque Nicolás Mikhailovitch, nieto del emperador Nicolás I e insigne historiador (y ello a pesar de las protestas de Maxim Gorki ante Lenin), y el gran duque Jorge Mikhailovitch, ambos hermanos del gran duque Sergio; el mismo día y en la misma ciudad perecían el gran duque Pablo Alexandrovitch, padre del también asesinado príncipe Paley, y su primo el gran duque Constantino Nicolaievitch. La oportuna emigración de los otros miembros de la familia imperial o su precipitada marcha de Rusia en plena Revolución (como en el caso de la rocambolesca huida del gran duque Cirilo, abuelo de la actual pretendiente María Vladimirovna) salvó a la dinastía que pagó, con todo, su enorme cuota de sangre al comunismo.
Cuando los Blancos entraron en Ekaterimburgo tan sólo ocho días después del exterminio de la familia de Nicolás II, los bolcheviques habían limpiado el escenario del crimen, aunque quedaron como mudos testimonios de lo que pasó en la casa Ipatiev las marcas de las bayonetas y las balas de los fusiles, así como arañazos sobre las paredes (sin duda, de las víctimas en un último aunque vano intento de escapar a su inexorable suerte). El almirante Kolchak, jefe supremo del gobierno blanco en Siberia, encomendó una encuesta a Nikolai Alexandrovitch Sokolov, investigador forense, el cual, ayudado del preceptor Gilliard y Charles Sydney Gibbes (profesor del Zarevitch), logró encontrar el pozo minero de Koptiaki y los restos mortales que habían sido quemados y arrojados en él, así como ciertos objetos y prendas personales.
Como por entonces la ciencia no tenía a su disposición los medios de ahora, el informe Sokolov –no obstante su seriedad y rigor– dejó lagunas que pretendieron colmar los falsarios e impostores que nunca faltan y que crecieron como setas alrededor del penoso misterio de Ekaterimburgo. Aparecieron entonces supuestos sobrevivientes de la masacre, siendo los más célebres una gran duquesa Anastasia Nicolaievna (Anna Anderson) y el presunto nieto de una gran duquesa María Nicolaievna (Alexis d’Anjou Durassov), que se paseaba por Madrid hace unos años reivindicando el trono imperial que decía corresponderle por ser bisnieto y único descendiente directo de Nicolás II.
La memoria
En 1977, Boris Eltsin, por entonces primer secretario del Partido Comunista en Sverdlovsk (Ekaterimburgo), se encargó de demoler, por orden de Moscú, la casa Ipatiev, mudo testigo de uno de los asesinatos más crueles e inútiles de la Historia. Con ello sustrajo una interesantísima prueba de primer orden a la moderna investigación forense. Veinte años más tarde, ya presidente de la Rusia post-soviética, el mismo Eltsin presidió el solemne funeral por el Zar, su familia y sus servidores, y el entierro de sus restos (excepto dos cuerpos faltantes de miembros de la Familia Imperial) en la cripta de la Catedral de San Pedro y San Pablo en San Petersburgo, ciudad que había pasado de llamarse Petrogrado a Leningrado y había recuperado el nombre original con que la bautizara Pedro el Grande.
Gracias al ADN y a la colaboración de parientes próximos de los Romanov (especialmente el Duque de Edimburgo) se había podido identificar los restos encontrados en Koptiaki por Sokolov. La Iglesia Ortodoxa Rusa canonizó en el año 2000 a Nicolás II y a los suyos, como mártires del comunismo ateo.
Ahora le toca a los tribunales pronunciarse sobre las inicuas muertes de los Romanov[iii]. Ningún subterfugio legal debiera oponerse a que finalmente se haga justicia oficial sobre una cuestión que la Historia y la Religión han resuelto ya. La oposición del Fiscal General ruso a dar curso a la demanda de la gran duquesa María Vladimirovna demuestra que en Rusia aún quedan rezagos de la antigua forma mentis comunista, empeñada en negar las evidencias. Sin embargo, la recentísima decisión de obligar a la Fiscalía a considerar y revisar el caso es un ejercicio saludable de memoria histórica.
Ya era hora que alguna vez se recordaran también los crímenes del bolchevismo, que tanto daño causó a la Humanidad en sus setenta años de hegemonía y de intentos de conquista (como en el caso de España) y sigue causándolo todavía en algunos países escondidos tras telones no ya de acero, pero sí de agua y de bambú.
[i] Está por estudiar en profundidad la cuestión de las repetidas intervenciones de Alfonso XIII a favor de la Familia Imperial Rusa, excepción honrosa en el contexto de las Casas Reales europeas, que mostraron una tibieza egoísta frente a sus desdichados primos Romanov.
[ii] Los cosacos fueron objeto de un verdadero y propio genocidio entre 1920 y 1947 por parte del bolchevismo soviético: más de 3 millones de muertos les costó su fidelidad a las tradiciones rusas y su culto al honor.
[iii] A quien desee ilustrarse en todo lo relativo al último Zar recomendamos los siguientes libros:
R.K. Massie: Nicolás y Alejandra (en el cual se basó la película homónima de 1971) y
Edvard Radzinski: Nicolás II, el último Zar.