Clark recuerda que la Guerra Fría surgida al término de la II Guerra Mundial llevó a las superpotencias vencedoras a la mayor carrera armamentista de la historia de la Humanidad, pero, a pesar de esa abundancia de material bélico de destrucción masiva, o quizá por ello, «nunca culminó en una guerra nuclear». Las consecuencias hubieran sido apocalípticas y hubo un cortafuegos de prudencia, un instinto de supervivencia colectivo, que impidió el desastre. Sin embargo, antes de 1914 las cosas eran distintas: «Da la impresión de que, en el fuero interno de muchos estadistas, la esperanza de una guerra breve y el temor a una guerra larga se anulaban mutuamente y mantenían a raya una apreciación más completa de los riesgos».
Ninguno de los «trofeos» por los que compitieron los políticos de 1914 valía «lo que supuso el cataclismo que vino a continuación». Clark se pregunta: «¿Comprendían los protagonistas lo mucho que había en juego? Antiguamente se pensaba que los europeos suscribían la quimérica creencia de que el siguiente conflicto continental iba a ser una guerra breve, súbita, entre príncipes, al estilo del siglo XVIII; que los hombres iban a estar en casa antes de Navidad». Está claro que no. Que no comprendían ni remotamente.
A la hora de repartir culpas, Clark se muestra muy crítico con todos los contendientes. «El estallido de la guerra no es una obra de teatro de Agatha Christie, donde al final descubriremos al culpable», advierte, «con una pistola humeante en la mano, de pie ante un cadáver en el invernadero. En esta historia no hay ninguna pistola humeante, o, mejor dicho, hay una en la mano de todos y cada uno de los personajes principales. Visto bajo esa luz, el estallido de la guerra fue una tragedia, no un crimen». A partir de ese punto de análisis, alejado del maniqueísmo y alérgico a una división de buenos y malos, Clark matiza que «los alemanes no eran los únicos imperialistas y tampoco fueron los únicos que sucumbieron a la paranoia. La crisis que desencandenó la guerra fue el fruto de una cultura política común. Pero también fue multipolar y genuinamente interactiva, y por ese motivo es el acontecimiento más complejo de la era moderna».
Una complejidad bien sintetizada en las palabras dichas por la novelista Rebecca West a su marido en el balcón del ayuntamiento de la icónica Sarajevo en 1936: «Nunca seré capaz de comprender cómo ocurrió». Clark acepta el desafío de la autora de El retorno del soldado, y lo hace, curiosamente, a partir de una inquietud muy íntima y personal: su tío abuelo Jim O´Brien, un granjero de Nueva Gales del Sur, participó en la contienda, y cuando habló con él de su experiencia, ya anciano, le hizo una pregunta clave sobre los dos tipos de soldados que combatían: unos tenían miedo y otros lo deseaban. «¿Peleaban mejor los que tenían ganas?, pregunté. No, dijo Jim, los que tenían ganas eran los primeros en cagarse. Esta respuesta me dejó muy impresionado y estuve dándole vueltas, sobre todo a la palabra "primeros"».
El pariente de Clark fue una más de las muchas víctimas de una guerra «improbable» y su descendiente se ocupa menos del porqué ocurrió aquel horror que del cómo sucedió. En definiva, la acción pasa al primer plano, lo que explica que la lectura de Sonámbulos sea tan fascinante. Y tan sobrecogedora.
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