EL Pinocho de Collodi: una pedagogia antihedonista

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Hasta ahora, casi todos nosotros conocemos a Pinocho por la película de Walt Disney o por coplillas populares. Sabemos remotamente que el americano se basó en un cuento para niños, pero apenas recordamos quién lo escribió. Carlo Collodi escribió el Pinocho a mediados del siglo XIX, y lo hizo para una revista infantil, para ser publicado por capítulos. Adolece por ello del defecto de todas las grandes obras que así fueron dadas a conocer: incoherencias de estilo, aventuras inesperadas fruto de las sugerencias de pequeños lectores o del editor.

El original es semejante a lo hecho por Disney, aunque la nariz sólo le crece en una ocasión por la gracia de una mentira. Es curioso cómo este mínimo detalle ha pasado a la mitología popular, siendo así el único aspecto que del Pinocho se recuerda. Tal vez se deba achacar este “tic” a Salvador Bartolozzi, publicista español que, a partir de 1917 escribe y dibuja 48 fascículos de Pinocho y Chapete, tebeo donde las aventuras del muñeco se independizan casi por completo de su original italiano. Ahí sí es una constante el crecimiento de nariz por causa de mentiras. En realidad deberíamos recordar otro aspecto menos moralista. Para ello volveremos a la versión collodiana.
Pinocho es fabricado en madera por su padre. Tras gastarle la primera trastada a su progenitor, provocando incluso que éste sea detenido, Pinocho se encuentra indefenso, hambriento y helado. Sale el padre de la cárcel y el muñeco, arrepentido, se ofrece voluntariamente a ir a la escuela, aunque otra tentación con la que tropieza por la calle se lo lleva lejos y lo sumerge en aventuras. Este mecanismo se repite continuamente: la “obligación” lo conduce hacia un lugar, mientras la “tentación” estira de él hacia otro. Pero siempre es la realidad la que le obliga a aceptar la “obligación”: necesita a su padre porque sin él ni come ni se abriga: por eso le promete ir a la escuela.
Si bien se hace referencia al aburrimiento escolar (Pestalozzi y Fröbel ya habían ensayado sus sistemas pedagógicos), lo que se opone es el goce de hoy contra el sacrificio destinado a consolidar el futuro. En ningún momento Collodi apunta la posibilidad de combinar ambos beneficios: hacer agradable el trabajo hoy y aprender gratamente lo necesario para el mañana; tampoco Collodi creía en semejante Edén.
Pinocho sólo acepta la necesidad del sacrificio-hoy cuando, tras un sinfín de aventuras con el esquema anterior, se encuentra al final del libro con la responsabilidad de tener al padre a su cargo y verse obligado a trabajar para él. Es entonces cuando ve que la realidad es mucho más fuerte que todas las ideas y todas las tentaciones.
¿Es esto conformismo y reaccionarismo? Mi opinión es que esa pregunta es irrelevante. Trataré de demostrarlo.
A nuestros niños y jóvenes los educa la sociedad en cuatro frentes: la escuela, la familia, la televisión y la realidad. También a nosotros, adultos, nos educa la televisión y la realidad (la familia ya se engloba dentro de esta última). De aquellos cuatro frentes, el primero es hoy el más débil, el que menos educa. Y por eso, por ser el más débil, es el más rentable de atacar. La familia es intocable, hasta la ley la ampara. La televisión viene avalada por el derecho a la información, eufemismo para encubrir un negocio redondo que devora, cual Leviatán moderno, a la razón y la ética. Y la realidad nunca fue tan inamovible: desde el desplome de tanta ideología tenemos la triste sensación de que el mundo no se puede cambiar (hasta Fukuyama teorizó y sacralizó, como si fuera buena, esta aberración); en realidad —hagamos memoria— lo que se desprestigió tal o cual idea, no la capacidad humana de cambiar el entorno. Así que, puestos a arremeter, arremetemos contra la escuela. Con el nuevo sistema educativo (hablo de España y de algunos sistemas educativos de países occidentales, no desde luego del llamado tercer mundo), cualquier fracaso escolar será achacable a la institución, y dado que ésta carece de responsabilidad civil, al profesor. No habrá ya alumnos reacios, sino profesores inhábiles; de la misma manera que no hay banqueros fraudulentos, sino gestiones erróneas cuya solución es ser subvencionadas.
Pero Pinocho lo sabe bien: es la realidad quien le va a indicar el camino. Ni las buenas palabras de su padre, ni su conciencia (que en el libro toma forma de diversos seres: El Grillo Parlante, el Papagayo, el Mirlo Blanco, etc.), ni la bondad del Hada, que luego será su mamá, pueden a corto plazo con él. Tampoco es el aburrimiento en la escuela lo que le hace desertar: Pinocho sabe que la escuela siempre será aburrida porque es obligatoria, y por tanto previsible. Es la realidad la que le educa. A su alrededor abundan la miseria y la crueldad; la insolidaridad ajena le demuestra que, si no se defiende él, nadie lo hará; y sin embargo, esa misma insolidaridad ajena no lo convierte a él en insolidario: sabe que si ayuda le ayudarán, es una solidaridad interesada. Pero vale más solidaridad interesada que egoísmo por encima de todo, parece decirnos Collodi. Él ayuda al perro Alidoro, enviado por los policías para apresarlo, a no morir ahogado, y a cambio, Alidoro le salva a él de ser frito o asado por el pescador en su cueva. Cuando trabaja para otro, sabe que sólo va a encontrar explotación e indiferencia, pero también sabe que esa va a ser la única vía que les permita sobrevivir a su padre y a él. Pasa un año en la escuela, donde parece aprender todo lo que luego necesitará, pero no hay aplicación de esos conocimientos. En cambio sí utiliza las verdades que la realidad le enseña: no te fíes de quien te dora la píldora (a eso le llamamos hoy demagogia y muchos hemos caído en sus embelecos como verdaderos pánfilos), ayuda y te ayudarán, a veces hay que hacer cosas aparentemente innecesarias o desagradables, pero los sabios, mal que nos pese, saben más y conocen la necesidad de esas cosas.
En este último aspecto, el autor da la vuelta al viejo refrán “la letra con sangre entra”, y asegura a los niños que eso es verdad, pero esa sangre no la infligirá el mayor para forzar al niño a aprender, sino que será todo el cúmulo de experiencias vitales las que sangrarán al individuo para demostrarle la necesidad de aprender y ser “bueno”.
Tanto Pestalozzi como Montessori tratarán de dar un cambio a la vieja idea fatalista de Voltaire, Diderot, etc. Su idea es la de suscitar la curiosidad del alumno a través de cosas concretas, y más que nada del propio trabajo: el trabajador, aunque sobreexplotado, tendrá dos salvavidas: el propio trabajo y la lucha social por dignificarlo. Pero hoy, ¿qué le queda al trabajador que, humildemente, ha aprendido su buen oficio?: nada, ni trabajo ni lucha social (repito: hablo de los países occidentales; para colmo, hoy se padece un paro del 25%, cosa que no había en 2004); incluso el aprendiz de trabajador intelectual no está mejor: su batalla por un puesto de trabajo pasará sistemáticamente por la competencia salvaje con el vecino. Y la lucha social, ¿para qué hablar de ella? Por eso el Pinocho collodiano cobra mayor actualidad como traductor de nuestra juventud. Cuando decimos, “no se interesan por nada, su principal definición es la indiferencia”, Collodi nos diría: dejaros estar de innovaciones pedagógicas, el interés vendrá de la mano de la reforma social que permita el empleo, de no darles todo hecho, de que papá Estado no subvencione todo, no les solucione la vida (cuidado, ni ahora ni entonces estaba yo contra el Estado de Bienestar, muy al contrario, creo que es la única solución para un capitalismo con cara humana, ya que murieron otras ideologías, pero sí pido que no nos protejan tanto; el privilegiadísimo adolescente —no hablo de niños— que es excretado de la escuela a la vida real y, por tanto, laboral, sufre un trauma que le confirma en esa vieja idea tan hispana de que la escuela no sirve para nada y lo que enseñan allí nada tiene que ver con la vida de verdad).
El autor, utilizando las aventuras de su personaje para ilustrar su idea, nos asegura que, si un niño es rebelde, dejémosle en su rebeldía, no le protejamos tanto. Si se estrella ya se levantará. Si no quiere hoy ir a la escuela, dejémosle que trabaje: la miseria y la explotación serán su universidad. Y si no quiere ni escuela ni trabajo, es muy sencillo: no le demos de comer, al fin y al cabo eso es justo lo que va a ocurrir a la larga (ya está ocurriendo desde 2009), aunque mamá le haga hoy una bufanda. Y mientras tanto, luchemos socialmente. Y no consideremos la escuela como único laboratorio de rebeldías: la escuela es un lugar social más. Y si no tenemos redaños para mover la realidad, no arremetamos contra la escuela como progres mimados.
Sólo queda, así, rogar encarecidamente a los pedagogitos de pega y progres de medio pelo que se lean con buen ánimo el Pinocho de Collodi, que siempre es hora de aprender.
Este artículo fue escrito, hasta aquí, hace años, y coincidió con el inicio de la aplicación de la nueva ley de educación en España, una ley llamada LOGSE y que significaba unos planes de estudio y un sistema educativo basados en el constructivismo ruso (entre otras teorías pergeñadas en los despachos de los pedagogos) que ya había fracasado, aunque no por eso fue alterado en sus contenidos prácticos, en otros países como Suecia o Inglaterra. El argentino residente en Canadá Alberto Manguel, escribió un artículo en Letras Libres de España, n.º 27 (diciembre de 2003, aún se puede encontrar en internethttp://www.letraslibres.com), en el que daba otra lectura del Pinocho. Al menos, en su segunda parte.
Manguel denuncia la ambigüedad de los sistemas educativos en los cuales el maestro debe enseñar sentido crítico al niño,[1] al tiempo que a adaptarse al “mundo de los mayores, con sus convenciones, requerimientos burocráticos, acuerdos tácitos y sistemas de castas”. Manguel denuncia el escaso gasto en enseñanza y bibliotecas, así como la desviación del gasto hacia equipamientos electrónicos, así como la superficialidad de los conocimientos actuales y la insistencia social en evitar el esfuerzo y la lentitud o la constancia en el aprendizaje (se escucha en las radios españolas cierta propaganda de una maldita academia de idiomas en la que se anuncia, con el típico vocerío majadero de esos locutores estúpidamente asesorados por agencias publicitarias, lo siguiente: ¡aprenda inglés sin necesidad de estudiar!…). Manguel denuncia el lenguaje político instándonos a aprender a leerlo sin engaño (¡Dios, si en algo estoy de acuerdo con Manguel es en esto!). Pero Manguel atribuye, o lo he comprendido mal, demasiada  responsabilidad a la escuela, demasiada responsabilidad en lo que él denuncia como “sentido común”. Claro que, Manguel es argentino, y encima reside en Canadá; si residiese en España otro gallo le cantaría.
Como antes he dicho, no son las escuelas hoy quienes nos educan en los países desarrollados sino la publicidad, la televisión, los medios. Ni siquiera la realidad, como pediría Collodi; a la realidad la manejan demagógicamente los políticos para conseguir votos a cambio de subvenciones, de solución de problemas que la persona debería solucionar sola (¡no siempre, claro, no me malinterpretéis, puñeta, no soy un jodido republicano norteamericano, ni practico tea-partys en mi casa!). Esa frase del Hada de cabellos azules que tanto odia Manguel en el último capítulo del Pinocho (por otra parte, quizá el menos logrado del libro, pero al mismo tiempo donde se plasma con mayor profundidad el pensamiento de Collodi): “Sé bueno y sensato y serás feliz”, quiere decir, traducida del lenguaje a veces demasiado infantiloide del italiano, “ayuda y te ayudarán”.
En ese último capítulo, Pinocho salva a su padre de morir ahogado con la ayuda de un atún al que él, a su vez, ayudó hace tiempo. Se encuentra luego con el Gato y la Zorra, enfermos y pedigüeños, a quienes niega una limosna porque, desconfiando del engaño que en otro tiempo le hicieron, teme que también esta vez le estén engañando. Más tarde ve una cabaña en la cual vive el Grillo parlante (convertido por Disney en Pepito Grillo, conciencia jesuítica capaz de extraer los más bajos instintos terroristas de cualquier persona sana: ante Pepito Grillo dan ganas de sacar el revólver, y lo digo por quienes quieran acusarme de moralista o “disneyano”), el cual le recrimina actitudes de antaño, pero Pinocho sólo quiere un lugar para refugiar a su padre. Ante ese altruismo, el Grillo les cede la cabaña a ambos, pero le anticipa que para dar de comer a Gepetto tendrá que trabajar. Tira de una noria para conseguir un vaso de leche diario para su progenitor, y en la cuadra del hortelano propietario de ella se encuentra a un viejo amigo: Mecha, quien, convertido en burro, agoniza. Pinocho lo consuela porque Mecha fue tan engañado como él, no engañador. Hace horas extras, y en ellas, fabrica cestos con los que se apaña un sobresueldo, y aprende por su cuenta a leer y escribir en un viejo libro “sin tapas ni índice”. Y aquí vuelvo a Manguel: la necesidad de la lectura crítica. Un libro es un objeto, pero un objeto con contenido. Las tapas son adorno. En muchos hogares de esa burguesía nueva (vulgarmente llamados nuevos ricos; y no se olvide que según Juan Goytisolo, los españoles somos nuevos libres, nuevos ricos, nuevos europeos), ignorante y hortera, se dice, “necesito libros cuyo lomo haga juego con la tapicería”. Por eso Collodi prescinde de superfluidades. Y además, sin índice: los libros con índice son engreídos, como si necesitasen de resumen porque su contenido es tan profundo y extenso que cualquier bobo podría perderse en su lectura; por eso necesitan mapa, instrucciones de uso. Comparado con la frase de Carroll según la cual un libro “sin dibujos ni diálogos” es inútil, ésta parece una fruslería para niñitos bien de clase media-alta. La acotación de Collodi sobre los libros implica, en cambio, una enseñanza autodidacta y proletaria en la cual el aprendiz aprende para defenderse. Porque ahí está el problema. En la autodefensa. Y nuestro sistema educativo no promociona esa autodefensa sino el entre-algodones en el cual se sumerge a los hijos de las clases bajas para más tarde vapulearlos a placer en los trabajos (o, lo que parecía imposible pero ha resultado posible, en el paro).
Pinocho consigue ahorrar, trabajando más de la cuenta, como siempre, unos dineros con los que comprarse un traje nuevo, pero se entera de que el Hada está enferma y se los hace llegar. El Hada lo premia, no sólo convirtiéndolo en niño sino poniendo bien de salud a su padre, transformando la cabaña en casa amueblada y obsequiándole ese traje nuevo. Idílico, aburguesado. Pero real: el Hada no lo premia, le corresponde.
En eso falla Manguel. La filosofía del Pinocho no es “sé bueno”, sino ayúdame y te ayudaré. Tal vez el marxismo nuestro de cada día nos ha traducido en exceso la lucha diaria en lucha entre clases, entre masas, haciéndonos olvidar a la persona que se mueve en sociedad, al individuo que se relaciona con otros individuos. El miembro de una ONG que ayuda a las personas de un pueblo o de un colectivo se equivoca si lo hace porque ese pueblo o ese colectivo es especial; eso sería racismo o cosa peor. Lo hace por ayudar a esas personas, independientemente de a qué grupo social, racial, religioso pertenezcan. Lo hace también porque a él le gustaría que a su vez le ayudaran si lo necesitase.
Por otra parte, en ese último capítulo donde se nos dice que Pinocho aprende al fin a leer, no se hace referencia alguna a las ventajas que tal cosa le reporta. Sólo podemos intuir que eso no le hace ser más buen chico, más sensato o más sumiso, sino comprender mejor el mundo en el que le toca vivir, o mejor dicho, sobrevivir, porque por muchas bendiciones que le eche el Hada o muchos regalos con que le obsequie, sobrevivir será lo de veras difícil.
Da la sensación de que Manguel, en su artículo, ha mitificado el hecho mismo de aprender a leer, en Pinocho y en cualquiera. No digo yo que carezca de importancia: sería como si un dentista asegurase que no es importante la revisión temporal de la dentadura. Digo que, poderes públicos (de entre los poderes públicos, los gobiernos son también la parte débil e insignificante del sistema; a fin de cuentas, a ellos se les elige; el poder público más importante es el banco o la empresa, y de entre ellas, las que más, las de información) y pueblo, gracias a la temible confusión entre democracia y demagogia, hemos convertido a la escuela pública (tampoco la privada se libra) de algunos países desarrollados en el País de los Juguetes, donde se empieza jugando y se acaba con orejas de burro. Cuando nos demos cuenta será demasiado tarde, como siempre, y seremos uncidos a cualquier noria, sea ésta física o ideológica, es decir, sea ésta un trabajo odioso o la demagogia de achacar todas las culpas a los inmigrantes.
Hasta aquí el artículo publicado en Arenas Blancas. Añadiría a lo de las culpas a los inmigrantes, asunto que casi se nos ha olvidado pero que hará tal vez 10 años estuvo muy en boga, las culpas a los bancos o a los políticos, cuando a fin de cuentas, a los políticos que han permitido (son quienes hacen las leyes, ¿se nos olvidó?) a los bancos hacer su santa, los elegimos nosotros, los votamos, los aclamamos, nos emborrachamos cuando ganaron como si nos hubiera tocado la lotería; luego nos decepcionaron, pero parece que ya no nos acordamos de aquella alegría; y es que el Alzheimer es extensivo, social y contagioso.
También hoy quiero añadir lo siguiente: no digo que lo único educativo sea la realidad (ya he especificado que hay cuatro factores) ni que el verdadero impulso de la formación o del comportamiento social deba ser exclusivamente el ayúdame y te ayudaré. Ni todo palo, ni todo zanahoria. Aquí, en este país, no de ácratas, sino de anarquistas, donde cada uno piensa que la única verdad es la suya y la queremos imponer a los demás, cualquier cosa que se salga del “todo palo” será repugnante y nefasta para los partidarios de ese extremo, y cualquier cosa que se salga del “todo zanahoria” será malísima e infausta para el devoto de la zanahoria. No nos gusta un término medio ni para un apaño. Recuerdo cierto claustro donde un impresentable compañero, que para colmo era cargo, aseguró que nosotros deberíamos ser modelos y referencias para nuestros alumnos; le contesté que si queríamos modelos y referencias para ellos deberíamos recurrir a Belén Esteban, convenciéndola de que se comportase educadamente, no chillonamente, prudentemente, etc., porque ése es el verdadero modelo de nuestros alumnos (al menos en el pueblo donde yo impartía clases; es posible que haya otros mundos aparte de dicho pueblo, pero no los conozco). Desde luego, sólo Belén Esteban no se lleva la palma y responsabilidad de ser modélica. Las cosas no tienen jamás una sola causa (cuanto menos, en lo social). Pero si cargamos esa responsabilidad en una de las partes en exclusiva estamos dejando paticoja la solución. Lo malo es que, como buenos cristianos arrepentidos que somos (aunque alardeemos de ateos y progresistas), tendemos enfermizamente a la causa primera y única. Es cierto que la gente toma como modelos a ciertos políticos sinvergüenzas y corruptos, pero también es cierto que en muchos casos, esos políticos sinvergüenzas y corruptos tienen éxito y son íntimamente aplaudidos en tiempos de vacas gordas porque el pueblo es, asimismo, sinvergüenza y corrupto.
Se ha opuesto, como modelo de dos formas de entender la sociedad, los prólogos a la LOGSE y a la nueva ley educativa propuesta por el actual ministro del ramo. El primero era un canto angelical con sólo palabras detrás, una declaración de buenas intenciones que, de tan bonitas, dan ganas de ponerles un lacito rosa. El segundo, una proclama en la que lo único que parece deba ser promocionado es el espíritu competitivo y productivo. ¿Por qué tenemos que ser tan extremistas? Si combinásemos ambos tal vez llegaríamos a alguna parte. Y con todo, os lo digo también, prefiero que me digan las cosas bien crudas a que me engañen. Cuando se empezó a aplicar la LOGSE se habló de “educación para el ocio”. Si hay algo necesario es eso, porque sólo hemos aprendido a vacacionar y disfrutar de nuestras horas libres de forma tan o más capitalista que el propio trabajo (léase a Ernst Jünger), y sin embargo, la reacción de muchísimos padres y alumnos (repito, adolescentes) fue “para que me enseñen a jugar no necesito yo ir a la escuela”. Y extremadamente difícil, y ese era uno de los principios fundamentales de la LOGSE, es arrancar un prejuicio de la mente del alumno, y aún más de sus padres y de la realidad que les rodea.
No digo que lo único que se va a encontrar el adolescente en el mundo de ahí fuera será la insolidaridad, el si no te ayudas tú mismo nadie lo hará, tan solo el ayúdame y te ayudaré, pero sí digo que si no le advertimos, si le hacemos creer que ahí fuera, como queremos hacer el mundo de aquí dentro (intramuros del instituto), están los mundos de yupi, le estamos engañando como a un chino, y perdónenme los chinos, a quienes ya no engaña ni su gobierno. Si sólo contemplamos lo que es, nunca mejoraremos; si sólo contemplamos lo que debería ser, tampoco mejoraremos por carecer de punto de partida, de apoyo en la realidad, de conocimiento de aquello que deseamos cambiar.
Respecto a los adolescentes, esa rebeldía contra el exceso de proteccionismo les sale a raudales por algún lado, pero no es por donde se espera o sería deseable, por la rebeldía social. El adolescente inmerso en ese ambiente proteccionista es tan gamberro e irresponsable como lo ha sido siempre, pero se escuda en esa irresponsabilidad que se le achaca, refugiándose calentito en ella, y lo hace todo esperando que quien quiera que sea, desde fuera, le saque cualquier castaña de cualquier fuego. Un adolescente siempre ha dicho que el profesor fulano le tiene manía, pero cuando el argumento no es que el profesor fulano tiene demasiadas cosas en que pensar para perder el tiempo aborreciendo a diestro y siniestro, sino que el argumento es investiguemos al profesor fulano porque éste es siempre sospechoso (además, y volvemos a lo de o todo o nada, hemos pasado del “siempre tiene razón” al “siempre es sospechoso”, y en el afán de igualitarismo tratamos por igual a aquel de quien conocemos su estricto cumplimiento y responsabilidad, que a aquel de quien sabemos es indolente, perezoso e indiferente), es un raciocinio que le sirve de parapeto al irresponsable jovencito, que lo es por definición. ¡Cuidado!, y lo digo por los susceptibles, estoy hablando de adolescentes, no de jóvenes. Aunque también es cierto, y lo digo a modo de acotación y reflexión propia, la consecuencia de todo eso de lo que vengo hablando es que muchos jóvenes, superada ya la veintena, siguen siendo adolescentes, es decir que les falta algo (adolescere, en latín, quiere decir crecer, y lo que aún crece es porque le falta completitud).


[1] ¡Cuidado!, no es lo mismo hablar de niños que de adolescentes, distingo que no parecen conocer algunos teóricos de la enseñanza empeñados en someter a éstos a un continuado e ingenuo síndrome de Peter Pan, síndrome ante el que los adolescentes, como es de esperar, se rebelan como pueden o los dioses les dan a entender.

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