Morten Lauridsen: un gran músico
contemporáneo… y de siempre

Cuando la belleza horroriza a algunos

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Es la música de Morten Lauridsen una música descarada e incluso temerariamente tonal. Nada tiene de vanguardista o revolucionaria, ni siquiera de contemporánea: está hecha a base de melodías simples y austeras, normalmente a cuatro voces, e incluso (¡anatema!) utilizando la tonalidad de do menor.

Polifonía típica, clásica, que podría haberse dado en tiempos de Mozart o incluso antes, en los de Palestrina o Tomás Luis de Victoria, si no hubiera bebido, también, en cinco siglos de la mejor tradición vocal europea. Las obras de Morten Lauridsen son indiscutiblemente hermosas, con una austeridad que emociona y un lirismo estremecedor,  voces que crecen y modulan sin apenas alteraciones, mientras vocalizan viejas palabras latinas de la Misa de Requiem: Lux aeterna luceat eis, Domine, cum Sanctis tuis in æternum; quia pius est. Música Sacra.
Lauridsen nació en Colfax, un diminuto pueblo del estado de Washington, Estados Unidos, de menos de tres mil habitantes, hace sesenta y nueve años. Hijo de inmigrantes daneses, se formó en Portland, Oregón, donde su padre trabajaba como bombero y su madre tocaba el piano en la orquesta del colegio. Creció escuchando swing y jazz, aprendió piano a los ocho años y trompeta a los diez. Cursó estudios de composición en la University of Southern California con algunos de los grandes compositores americanos  como Ingolf Dahl, y, desde 1967, ocupa la cátedra de composición de ese mismo centro. Su música ha sido grabada en más de doscientos CDs con los que ha conseguido cinco nominaciones a los premios Grammy y muchos, muchísimos reconocimientos internacionales.
Lauridsen tiene todo lo necesario para convertirse en el blanco de las iras de los vanguardistas más irredentos. Es un místico en un mundo agnóstico, es famoso pero vive lejos de las luces o el escándalo; no escribe bandas sonoras y apenas toca el sinfonismo; no tiene miedo de decir que oye todo tipo de música —desde Miles Davies a Joni Mitchell pasando por Cole Porter o James Taylor— y vive la mitad del año en una isla perdida de Washington donde, rodeado de silencio y de paz y recluido en un viejo granero, se sumerge en las raíces más primitivas de la música, en la polifonía y en la tonalidad, y escribe una música concebida casi exclusivamente para la voz.En España es un completo desconocido y la mayoría de los compositores actuales lo detestan. No sólo por su éxito —el éxito siempre provoca rechazo— sino por su forma de componer. ¿Qué ha aportado Morten Lauridsen a la música? ¿Por qué hacer obras a la antigua, cuando ya las hicieron los antiguos? ¿Es posible mejorar a Palestrina, a Victoria, a Guerrero o a Schütz? ¿Música sacra fuera de la iglesia? ¿Música coral, sin apenas instrumentos, cuando imperan el ruido, la disonancia y lo electrónico? ¿Por qué? ¿Para qué?
Componer así es simple, afirman, es algo que ya está hecho. Basta con seguir las partituras de los Grandes Maestros, las líneas de Bach, Mozart o Beethoven, y voilà. Pero no. Ojalá imitar a Shakespeare bastara para escribir como Shakespeare, o pintar como Velázquez sirviera para ser Velázquez. Nada es completamente original porque siempre se sustenta en algo anterior, y el gran pecado de Lauridsen ha sido esquivar las modas o las escuelas más recientes y regresar a las fuentes primitivas, a los cánticos medievales, y pulirlos y embellecerlos para hacer con ellos una música conservadora en el sentido más estricto de la palabra, una música que expresa un antiguo mensaje de belleza y bondad transmitido con un lenguaje de belleza y de bondad.

 

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