La emoción del cine puesta en papel

"Mirar de cine": un gran libro de José Luis Garci

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He dedicado el fin de semana –y me apetecía contarlo– a leer el libro de J. L. G. (así firma su introducción, con esas iniciales que podrían ser las mías, ya me gustaría, pero no, se trata de las de José Luis Garci– Mirar de cine (editorial Notorius), un compendio de artículos publicados –creo que todos ellos– en el diario ABC. En ellos relata mil cosas, no estrictamente de cine, sino desde la perspectiva y con el alma del cine. Compara y pesa la vida, con el peso y el poso que en ella le han dejado las películas de su vida, que son muchas.

Ya el prólogo de Luis Alberto de Cuenca es magnífico. Dice el poeta, y a mí me ha sobrecogido y me hace estar completamente de acuerdo con él, que las películas y libros de Garci “tienen mucho que ver con esa estética del sentimiento que tiñe de emoción cada frase, cada evocación, cada recuerdo”.
Mirar de cine nospasea, entre otros lugares, por el Madrid de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. Asegura Fernando Sánchez Dragó que en Esos días azules[1] y en lo que Garci escribe se respira el mismo ambiente y se traen al recuerdo las mismas calles, el mismo barrio, los mismos cines, los mismos olores y colores. Y es cierto. Tanto el uno –Dragó, desde su particular prisma, de alguna manera condicionado entre otras cosas por su precoz vocación literaria–, como el otro –Garci, con el cine como fondo, escenario y excusa– recorren una ciudad, Madrid, limpia , luminosa y libre: lo era para ellos, y aparcando torpes prejuicios, estoy seguro de que en realidad lo era para casi todos, aunque en estos tiempos sea políticamente incorrecto reconocerlo, en la que yo creo que ambos se reconocerían como Les enfants du paradis, título del primer capítulo de Mirar de cine.
Lo cierto es que este libro es el primero que leo de Garci. He visto, eso sí, casi todas sus películas –curiosamente no la que ganó el Oscar– y me encantan, porque en ellas siempre hay mucho de calidez, de cierta melancolía, prados asturianos de verdes imposibles, mares norteños poco calmos, casas de indianos en las que las vidas se viven como en cámara lenta y en las que el tiempo se diría que no importa. Y, sobre todo, porque en el fondo, por muchos villanos que aparezcan en escena, la humanidad, las buenas costumbres y mejores sentimientos siempre acaban, aunque a veces sea de forma velada, imponiéndose. Y este libro también es así. Está maravillosamente escrito, al estilo Garci, ese que conocemos de tertulias cinéfilas y   programas de radio, y en los que no faltan su boxeo, su adorado Di Stéfano, sus Drys Martinis –no menos de dos, no más de cuatro–, su Nueva York que amanece en rojo, sus amigos, a los que siempre honra con su lealtad, su cine de los cincuenta, ese de tipos duros, a los que no obstante no les falta corazón.
Permítanme por último la licencia de hacer un nuevo título, que en absoluto rechinaría –creo yo– sacado de las cabeceras de los dos estupendos libros aquí citados. Quedaría así: Mirar esos días azules, de cine.


[1]
Es el primer volumen de las memorias del propio Fernando Sánchez Dragó, cuya crítica, que suscribo por completo y me impide añadir nada más, ya se hizo en El Manifiesto por parte de Javier Ruiz Portella. Se trata, aunque con matices, de un libro paralelo y hermanado con este Mirar de cine.

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