Observo todo lo que me rodea y me siento enormemente preocupado. Nadie puede negar que estemos viviendo tiempos de crisis. Crisis económicas, políticas y sociales. Y como somos un mundo globalizado, a todos, quiérase o no, nos afecta.
A unos más que a otros, o bien, algunos saben sobrellevarla mejor. No obstante, la ya sempiterna obstinación de las autoridades por sacarnos de estas crisis no les permite concentrarse en otra crisis que, si no se atiende con tiempo y con la dosificación adecuada y suficiente, de nada habrá servido que se regrese al Estado de bienestar del que alguna vez ciertas sociedades gozaron, porque poco durará éste. También cabe considerar la probabilidad de que no sea precisamente esa obstinación de la que hablo la que no les permite mirar hacia el otro horizonte que parece ya vértice, pues va en picada, sino que lo más seguro es que ellos no quieran o no puedan afrontarlo, porque han sido producto de la misma crisis.
En la mayoría de los casos, salvo honrosas excepciones, estamos siendo gobernados por políticos mentecatos e idiotas que no son capaces de sostener siquiera un discurso bien estructurado, pues rimbombantes palabras resuenan de forma casi estridente en sus peroratas que no hacen otra cosa que desnudar la mediocridad que les invade, que les llena.
Sin embargo, no es de políticos necesariamente de lo que trata este artículo, sino de una crisis en concreto. ¿Cuál es esa crisis?
He reflexionado mucho al respecto y me atrevo a decir que un gran porcentaje de todos los males que nos aquejan son producto de un problema de educación, de cultura en la mayoría de los casos. Y ese problema afecta enormemente a los jóvenes. “Juventud, divino tesoro” decía Rubén Darío. A la sazón, tal vez, ahora, no me lo parece. Hoy la juventud vive en un cómoo letargo mental que se antoja perdurar in saecula saeculorum. Los jóvenes han sido abandonados –y ellos lo han permitido tranquilamente, bajando la cabeza como muestra de resignada aceptación–, pues para colmo de males, al humano ya no interesa lo humano. Le interesa lo material, de ahí la mencionada obstinación de las autoridades.
O tempora, o mores
Para muestra, un botón: soy el primero en alabar las bondades de la tecnología, pero debemos reconocer que ella ha contribuido a ese letargo mental. Probablemente el ser humano no pudo asimilar los avances tecnológicos que se dieron en el último siglo, en tan corto tiempo. Por eso aprecio mucho cuando un profesor me deja una tarea para presentarla manuscrita y nos pide que citemos la fuente bibliográfica, pues ese método no nos permite limitarnos a la mágica fórmula tecnológica del teclado QWERTY “ctrl+c y crtl+v”. El método manuscrito podrá tener un tufo a rancio que cause nauseas a los modernistas, pero a veces, las viejas costumbres son más efectivas que las actuales que solo pretenden hacer más fácil todo y restarle importancia a las cosas que realmente las tienen. Cuando una asignación, cualquiera que sea, representa dificultad y mucho trabajo, el solo hecho de reparar en ello, tendrá mejor impacto en el ser humano y le marcará.
En estos primeros días de año nuevo, considero oportuno reclamar a las autoridades –urbi et orbi- para que den la misma importancia que dan a las demás crisis: a esa educativa y cultural. Si no se hace en tiempo y forma, el futuro que se avecina, no parece en lo absoluto prometedor –si es que a alguien así le parece-. ¿Quiénes serán los que el día de mañana se atrevan a tomar el timón de este barco que se hunde? Unos políticos nacidos en una etapa donde el niño y el joven importaron lo mismo que un pimiento. Y la historia se repite y repetirá. Por favor, dejemos ya de criar parásitos mentales, porque así nos va.