Cioran en ausencia

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Este 8 de abril Emil Cioran (Rasinari, Transilvania - París, 20 de junio de 1995) habría cumplido cien años. Algo que, para él, habría carecido de significado, pues nacer es un inconveniente al que sólo lo redime la muerte. Nunca atisbó algo de profundidad en la existencia, que a sus ojos siempre le pareció un fenómeno epidérmico y, acaso, incomprensible para la razón vuelta una serpiente que se muerde la cola.

Cioran es, ante todo, un ideólogo de la intrascendencia que encomia la inutilidad de cualquier tentativa por superarla. Ideólogo pero no filósofo, pues un mundo sin sentido tampoco puede estructurar un sistema de pensamiento que lo haga asequible, asimilable y, vaya, ni siquiera apetecible. Podríamos decir que, a diferencia de la “duda metódica” cartesiana, el plantea la “duda aristocrática” conforme a la cual solamente podemos llegar a los linderos de la realidad y asombrarnos ante su inextricable existencia, ante su evidente estatuto ontológico, que en nada transfigura la condición tangencial y miserable de todo lo humano ni permite subsanar nuestra “caída en el tiempo”.
Más que ateo, su pensamiento gravita en torno al abandono de Dios y su milenario y proverbial silencio. La decepción de Cioran es un reclamo meta-teológico del alejamiento de lo sagrado. Es muy paradójico que Mircea Eliade (1907-1986), el gran historiador de las religiones y esteta de lo absoluto, haya mantenido una amistad incólume y pródiga con Cioran, el depredador de optimismos banales y artífice de lo efímero. Una admiración temprana acercó al aciago nihilista con el hermeneuta de la religión, al enterrador con el oficiante. En algunos de sus aforismos Cioran parece tener como destinatario ubicuo a Eliade: “basta ver la inmensidad del mar para entender la inanidad de la historia de las religiones”.  
Pesimista, cínico a la manera griega, escéptico, estoico, nihilista, sacrílego, Cioran funda una estética de la decepción que, sin embargo, adquiere un sentido metafísico y un estilo cuya elegancia es su propia ética. Es uno de los pensadores de la escuela del vértigo filosófico y de la desesperación, y fue uno de los precursores de la posmodernidad con su correlato de energías blandas y falibles.
¿Puede un nihilista tener una jerarquía de valores? Creo que sí; y es que podemos encontrar en el vasto elenco de pensadores de semejante catadura tanto a aquellos cuyo epicentro es la nada, como a aquellos en que algo cualquiera puede ocupar lo que irradia un mortecino reflejo de realidad sin la sobreabundancia de ser inherente a lo sagrado. Sólo podemos entender la ausencia como nostalgia recóndita de la plenitud, o como tiempo devorado por un remolino de silencio. Cuando todo carece de sentido, la realidad nos gobierna despóticamente; el pensamiento y la escritura son dos de los últimos reductos con los que puede sublevarse la voluntad de un hombre; la literatura como rebelión ante lo ordinario. El arte es un estertor contra el desértico páramo de la existencia disminuida por una perspectiva exigua y decadente.    
 André Malraux daba esta definición: “Todo hombre, activo y pesimista a la vez, es o será un fascista salvo que tenga una gran fidelidad tras de sí”. El pesimismo de Cioran era cósmico desde antes de su viaje para establecerse en París, por lo que no es difícil imaginar su entusiasmo ante la misión mística que emprendió Corneliu Zelea Codreanu al frente de su Legión de San Miguel Arcángel. A él le envió su libro La transfiguración de Rumanía con una emocionada dedicatoria, pero tuvo una recepción ambivalente entre los círculos legionarios. Libro de juventud publicado en 1937, reflejaba una visión spengleriana y geopolítica de la Rumanía de entreguerras. En este sentido, Cioran está más cercano del dandismo antidemocrático de Baudelaire y del nihilismo activo y místico de Montherlant que del ateísmo militante de Nietzsche.    
Algo nos dice de la personalidad de Cioran que él mismo haya censurado —cuando se reeditó en 1990, después de la caída de Ceausescu—, bajo criterios de decencia política, uno de sus libros más polémicos de juventud. Nos sugiere que aun en el nihilista más extremo pervive algo de moralidad convencional, algo de arrepentimiento y una conciencia histórica viva que logró transmutar en breves aforismos plenos de lúdica belleza.

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