Dos centenarios de "los nuestros"

Tintín y John Wayne: el mismo combate

No se parecen en nada y, sin embargo, ambos inspiran la misma vibración. Hay unas ciertas ideas de justicia, decoro, honor, decencia y arraigo, entre otras cosas, que sitúan al eternamente joven reportero belga y al bronco paladín norteamericano en el mismo lado de la línea: el lado en el que nosotros nos reconocemos. Ahora andamos de centenarios: tanto Wayne como Hergé, el creador de Tintín, nacieron en 1907. Una excusa tan buena como cualquier otra para rendir homenaje a dos iconos de nuestra cultura… y de nuestros principios.

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J.J.E.

Pudo ocurrir que John Wayne, cuando marchó a Irlanda para enterrar su pasado de boxeador fracasado, se encontrara con Tintín. Tal vez en el mismo barco, que, por supuesto, patronearía el capitán Haddock. Tintín estaría regresando de sus aventuras norteamericanas, donde nos dejó claro que el american-way-of-life es un peligroso enjambre de avispas y que los pieles rojas son la verdadera alma de las praderas. En cuanto a Wayne, el prodigioso John Ford le habría sacado un pasaje para convertirse en El hombre tranquilo. Podemos imaginar una partida de póker, ya que no de bridge, entre Haddock y Wayne, bajo cualquier tempestad. Tintín miraría distante y divertido. Wayne todavía no podía saber que su dama de corazones no era la de la baraja, sino Maureen O’Hara, la explosión pelirroja que asciende desde el fondo de las edades célticas de Europa.

Wayne llegó a una Irlanda idílica donde los curas católicos cubrían las flaquezas de los pastores anglicanos. Era la Irlanda que les gustaba imaginar a los corazones europeos trasterrados en América, como el de Ford; una Irlanda que nunca existió, pero que quizás está en el paraíso de los sueños nonatos de Occidente. Tintín, al bajar a tierra, sabía mejor cómo era el mundo: sabía que siempre hay una Sildavia y una Borduria dispuestas a matar por hacerse con el cetro de Ottokar y por los bigotes de Plekzy-Glaz. A Tintín lo habíamos visto buscando el tesoro de Rakham el Rojo y el rastro de una turbia mafia en el Próximo Oriente. Tintín parecía más joven que Wayne, pero en realidad ya era más viejo: llevaba impreso en la frente –justo bajo ese imposible tupé- el sello de siglos de civilización. 

¿Wayne? No ha habido mejor jinete, más preciso pistolero, mejor soldado, más torpe amante que este pedazo de individuo que dejó el foot-ball americano para hacerse actor. A los cinéfilos les gusta mucho el Wayne de las primeras cintas de Ford, y sobre todo el de La Diligencia. Gran película, en efecto. Pero a mí me inspira más simpatía el viejo y tuerto alguacil de Temple de acero (Hathaway), con esa figura imposible que fue una forma de decir adiós a la época dorada del western. En ese periplo, toda una serie de valores constantes construyeron el alma del personaje: honor, palabra, sobriedad, sentido de la justicia, coraje, clara noción del bien y del mal.

¿Tintín? El espíritu puro de Europa en un tiempo en el que todos éramos ruinas –y la voluntad de permanecer en pie. A Hergé los aliados le prohibieron publicar: había cometido el delito de seguir dibujando bajo la ocupación alemana. La proscripción duró un año. Después volvió un personaje que ya no tenía la fresca soltura de Tintín en el país de los soviets, esa insolencia del boy-scout que va a redimir el mundo, pero que, a cambio, había ganado en determinación, incluso en obstinación. Lo más interesante es que los valores del joven reportero son los mismos de antes y, por otro lado, los mismos de Wayne: honor, palabra, sobriedad, sentido de la justicia, coraje, clara noción del bien y del mal.  

Tintín ya es un clásico. Y todo en él es clásico: el valor de la amistad, la importancia de la valentía, del ingenio y de la voluntad de superación siempre puesta al servicio incansable de la justicia. “Es una escuela de comportamiento que sigue siendo válida y quizás más necesaria hoy en día”, dicen en la editorial Criteria, que ha lanzado una excelente oferta con los álbumes de Hergé (www.criteriaclub.com/las-aventuras-de-tintin-herge.html). Una lectura siempre recomendable.

Wayne ya es historia del cine, y también un clásico, pero ese clasicismo no bebe menos en la ética del personaje, que es la ética del héroe. Hoy los héroes del celuloide blasfeman en turco y escupen por un lado de la boca mientras palpan la grupa de cualquier hembra terrible. Hoy los héroes del celuloide se parecen a los malos de Tintín. Wayne habría sabido qué hacer con ellos: una buena azotaina, y fuera de la circulación.

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