La cosa empezó, al parecer, con lo que se llamó slow food, operación de mercadotecnia nacida en Italia contra la comida basura yanqui (al parecer, el gesto inicial no tuvo demasiado éxito, pues de nada sirvió la protesta contra la instalación de un McDonalds en la Piazza di Spagna de Roma). La verdad es que es una pena que para reivindicar la comida de toda la vida haya que ponerle etiquetas y tratarlo como si fuese una nueva tendencia que necesita una campaña de publicidad para darse a conocer. Al menos el fin no era malo. Pero con el segundo paso, las slow cities, quedó claro que se trataba de una muestra más de la licuefacción cerebral que padece nuestra ahíta sociedad: tener que ponerle un nombre tan cursi a la aspiración de que haya menos tráfico y ruido en las ciudades.
La tibieza de alma: todo al ralentí
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