Astérix en el Amazonas

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Cuanto más pequeña la aldea, más poderoso el mundo. Y si el mundo es aquello que el pensamiento globalizador entiende por “un lugar llamado mundo”, entonces no hay polémica: la identidad de los pueblos no es un parapeto ante la desnaturalización sino un requisito sustancial en el puzzle asfixiante de la economía planetaria unificada. El “pueblo” es la puerta a la que hay que llamar para que los individuos abracen el nuevo testamento capitalista: trabaja, consume y muere. La ventaja: que los parias de la tierra trabajarán, consumirán y morirán felices porque, en el camino, su alma habrá ensalzado la pulsión vernácula hasta la hipnosis paroxística. Todos felices. Los valientes galos morirán con las arterias atascadas por el garum romano y el vino de Sicilia, pero contentos porque su aldea irreductible se siguirá llamando patria. El nombre es lo último que se pierde.

Hace años, un afamado escritor español de viaje por Brasil reconocía que lo que más le había llamado la atención fue encontrar una lata vacía de Coca Cola flotando en un regato del Amazonas, en un rincón perdido, inaccesible —o casi-—, de aquella frondosa excepción verde del planeta. Tampoco le resultó indiferente la novedad de que un indio yanomami le saliera al paso en las inmediaciones de su poblado, arco y flechas en mano y ataviado cómodamente con una camiseta futbolera de Cristiano Ronaldo. Que el mundo se haga pequeño no es malo aunque estén por demostrarse las ventajas del achatamiento; lo malo es que se hace igual en todas partes. Los pueblos de la tierra son razas distinguidas por su relación con el consumo y la publicidad. El sueño global no genera monstruos, pero crea esperpentos en cada rincón del patio.

... un afamado escritor español de viaje por Brasil reconocía que lo que más le había llamado la atención fue encontrar una lata vacía de Coca Cola flotando en un regato del Amazonas...

Como todo está inventado, hay un antídoto contra la muerte de los pueblos y el espíritu de las civilizaciones. Los liberales decimonónicos le pusieron por nombre nación mientras que los tradicionalistas lo llamaban pueblo, aunque todos se referían a la misma entidad: la comunidad histórica, legataria de un pasado auto-generador y vinculada por voluntad de ser a un futuro donde el progreso sean ellos mismos y no una lata de Coca Cola navegando por las aguas nunca tranquilas y nunca del todo limpias de los grandes ríos que van a la mar, que es desaparecer: la nada histórica.

No tengo muy claro si hoy, tal como está el asunto, sea la hora de la identidad. Lo que parece inevitable si queremos sobrevivir al arreón globalizante, es que la hora de ser llegó hace mucho, aunque otros muchos muchísimos no se hayan dado cuenta o no hayan querido enterarse.

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