El fin de la izquierda

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La izquierda no lo sabe, pero ya no existe. Navega bullanguera y arisca —indignada, dicen—, impulsada por los vientos del hashtag y mecida sin rumbo en el oleaje cada vez más bravo de las clases medias metidas a redentoras del mundo. El norte y el sur, perdidos: ni se plantean por lo remoto “tocar” el modo de producción capitalista y el aborrecido mercado, ni reconocen a las clases trabajadoras, obreros y proletarios, más papel en la lucha que seguir a las masas feministas con pancartas penitenciales, del estilo: “No todos los hombres somos iguales”, tal como se vio hace un par de días entre la hipocondría multitudinaria ante el parlamento andaluz, protestando contra la presencia en los escaños de “la extrema derecha”. Aquel gesto —aquella pancarta—,  tuvo su valor, su alcance de sincera proclama, una manera tan sencilla y tan práctica como otra cualquiera de certificar el fin de la lucha de clases y el nacimiento del nuevo sujeto radical transformador de la sociedad: el feminismo perpetuamente ofendido.

La izquierda no lo sabe, pero el debate político terminó, se agotó hace mucho. A estas alturas, sólo tiene sentido el debate ideológico, de principios.

La izquierda no lo sabe, pero su núcleo fundamental y su masa de adhesión ya no está integrado por la gente que sale de casa a las siete de la mañana para ir a trabajar o para buscar trabajo. Las fuerzas movilizadas por el nuevo bloque de poder tienen mucho tiempo libre —o pueden disponer de él, si quieren—, para figurar en las manifestaciones y salir en el telediario: amas de casa, estudiantes, jubilados y gente en parecidas circunstancias, por lo general pertenecientes a la pequeña burguesía urbana aceptablemente acomodada. Durante los últimos años se ha producido una contienda civil silenciosa, ya en tiempo de prórroga y ganada por goleada, entre la izquierda que achacaba los males del mundo al sistema económico y quienes consideran que toda explotación y toda injusticia tiene su génesis necesaria en el “patriarcado”. Esa nueva izquierda no es izquierda. Es interclasista, monolítica en su doctrina y sublimadora de todas las contradicciones sociales en el anhelo común de un mundo maravilloso donde los hombres (varones heterosexuales y de raza más o menos blanca, se entiende), sirvan para pedir perdón mientras un aglomerado de minorías ruidosas, la nomenclatura feminista y audaces inmigrantes gestionan aquel ensueño de camisetas moradas, equis inclusivas y Salat en la vía pública cinco veces al día.

Sólo hay una zona en Europa, de momento, donde la médula del debate aún no se ha resuelto del todo: Cataluña. En el oasis, todavía no ha alcanzado plenitud la nueva mayoría porque, previamente, tienen que agotar la fórmula salvadora de “un solo pueblo, un solo idioma y una sola nación”; y ya sabemos que los arreones del nacionalismo depredador tardan lo suyo en resolverse.

Luego se preguntan qué ha pasado en Andalucía. En serio, sin sarcasmo ni fáciles alegorías: dan como lástima, subidos a la tribuna de oradores y hablando del desempleo, los derechos de los trabajadores y (sic) las trabajadoras, la brecha salarial y los problemas de la educación y la sanidad. ¿Dónde están mis votos?, parecen interrogarse en la intimidad de su conciencia mientras los labios leen el discurso, abrumados por la realidad que ya nunca podrán reconocer: esos votos, ilusos, no fueron a las urnas o se fueron a “la derecha”; peor aún: a “la extrema derecha”.

La izquierda no lo sabe, pero el debate político terminó, se agotó hace mucho. A estas alturas, sólo tiene sentido el debate ideológico, de principios. La derecha sigue teniendo los suyos, los de siempre. Los de la izquierda han cambiado tanto, se han desplazado tanto hacia el ideario lunático del feminismo yeyé, que no lo reconoce ni la madre que lo parió. Y así no se puede.

¿Qué ha pasado, cómo hemos llegado hasta aquí?, se preguntan unos a otros sin palabras ni necesidad de grandes gestos, con ademanes inconfundibles de desfallecimiento. Es de primero de democracia: la gente quiere respeto a sus convicciones, sean las que sean mientras legítimas sean, y soluciones reales a problemas concretos. Los discursos encendidos, las manifestaciones tronadoras y los minutos de silencio ni solucionan problemas ni ganan elecciones. A la vista ha quedado. Y lo que nos queda por ver…

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