¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

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Cuando se habla de la presunta aunque para muchos incuestionable “superioridad moral” de la izquierda en España, y contrastamos ese supuesto predominio con la evidencia de determinados dirigentes asilvestrados del progresismo, el delirio populachero de sus programas, los disparates que proponen, las majaderías que defienden, el estilo macarra/moscorrofio de moda entre las vanguardias de la ultraizquierda agresiva y el feminastismo yeyé de cuarta o quinta generación, surge a primer vistazo un desasosiego natural, como una inquietud espiritual que nos lleva a preguntarnos: ¿Cómo es posible que este personal grosero y estridente se haya convertido en dirigencia efectiva de la izquierda o de cualquier cosa?

Lo normal en cualquier país medio civilizado es que la desastrada peña de furibundos activistas hubiese sido enviada de vuelta a la escuela, donde las clases de urbanidad y algunas sesiones de lógica aristotélica les vendrían estupendamente de cara a su reinserción en la sociedad como personas más o menos normales

Lo normal en cualquier país medio civilizado es que la desastrada peña de furibundos activistas hubiese sido enviada de vuelta a la escuela, donde las clases de urbanidad y algunas sesiones de lógica aristotélica les vendrían estupendamente de cara a su reinserción en la sociedad como personas más o menos normales; con sus secuelas, qué duda cabe, pero normales. Mas no es así. Lo normal, hoy, es que un vicepresidente que se ducha poco y cultiva lo avieso en su mirada asiática, cual Fumanchú moderno con carnet bolchevique bajo la manga, proponga la “naturalización del insulto” en política y, más en concreto, de sus propios insultos a la prensa, su pataleo porque lo han pillado en un asunto de robo de material telefónico y destrucción de datos personales informatizados, trama argumental que él mismo utilizaría implacablemente y con insoportable vociferio contra cualquier adversario ideológico que se viera en el mismo brete.

Aparece entonces la pregunta inevitable: ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Pues, aunque no lo parezca, el proceso tiene su lógica y creo que puede explicarse. Vamos a ello.

Hemos de tomar perspectiva, situarnos cuarenta y cinco años atrás. Franco ha fallecido, su régimen dictatorial empieza a descomponerse —esto no es una valoración, es un hecho—, los poderes establecidos buscan con urgencia una fórmula de recambio y entre unos y otros, los hasta entonces hegemónicos en el control del Estado y los que llegan con ansia atrasada de participar en el reparto, acuerdan la solución que otorgará estabilidad a nuestra sociedad en las próximas décadas: la Transición. La idea no fue nada espectacular pero hay que reconocer las dificultades de su puesta en práctica. Los juegos de intereses “consensuados” —término que se puso muy de moda, seguro que muchos lo recuerdan—, el pacto interclasista en torno a mínimos democráticos, la avenencia entre las distintas burguesías periféricas y las encastilladas en la administración central y, por último, la formulación de las bases esenciales del primer gran pacto social de nuestra historia, plasmado en los célebre “Pactos de la Moncloa”, perfilaron los ejes elementales, inamovibles por el momento, de la España que conocemos.

Si ciertamente la derecha tenía muy claro cuál era su camino y cuál su liderazgo —no hace falta recordar el “carisma” del presidente Suárez—, la izquierda pasó por diferente dificultad: bajo ningún concepto nuestros vecinos europeos y nuestros aliados norteamericanos iban a permitir que aquella izquierda estuviese liderada por el Partido Comunista, el que efectivamente más luchó y con más inteligencia trabajó para alcanzar la “normalización” democrática. Era necesario construir rápido y sobre bases sólidas un nuevo liderazgo moral e intelectual en torno al proyecto socialdemócrata del PSOE surgido en el congreso de Suresnes. La operación fue mayúscula: convertir a un partido que había pasado los últimos treinta años lamiéndose las heridas de la guerra y luchando contra sus demonios internos, sin apenas proyección pública y, desde luego, clamorosamente desaparecido en la movilización y lucha antifranquistas, en el paradigma de la izquierda moderna, europeísta, progresista y democrática. Las sombras de Prieto y Largo Caballero eran muy largas, y sólo la socialdemocracia alemana y algunos amigos nórdicos como Olof Palme, el entonces llamado Mercado Común Europeo, el FMI y la CIA, saben el dinero y el trabajo que costó dulcificar y asear una trayectoria prorevolucionaria y edificar aquel liderazgo de nuevo cuño, actualizado al nuevo compás de la historia y homologable con la tradición reformista de los partidos europeos pertenecientes a la II Internacional. De su resultado, algunas figuras eminentes del socialismo hispano como Felipe González, Guerra, Tierno Galván y otros de parecido tirón mediático ocuparon la cabeza visible de la izquierda. El proyecto político de la socialdemocracia, no sin dificultades y encontronazos internos, pudo al fin verse por completo consolidado.

Aquel proyecto y aquellas preocupaciones de nuestro entorno geopolítico no eran cosa gratuita. Además de la reforma política y la transición de una dictadura a un sistema parlamentario, se contemplaba de cara al futuro una tarea dificilísima que, por su propia naturaleza, no podía ser emprendida por la derecha: la reconversión industrial. España estaba abocada a ser parte, en términos de igualdad con sus demás integrantes, de la OTAN y la Unión Europea, y los socios en aquel negocio necesitaban la equiparación de nuestro sistema productivo al de dicho entorno. Una economía —franquista—, basada en la propiedad estatal de los sectores esenciales de la industria, la energía y el transporte, no cuadraba con el modelo europeo. Era necesaria, obligatoria, la gran transformación. Evidentemente, si los encargados de liquidar la minería, los astilleros y altos hornos, privatizar las grandes empresas estatales de suministros eléctricos, transporte aéreo y ferroviario, hubiesen sido partidos y gobiernos de la derecha, la contestación social habría resultado enorme, de una magnitud imprevisible y sin duda de alto riesgo para la continuidad de la paz social instaurada tras las elecciones de 1977 y los consiguientes, ya citados, Pactos de la Moncloa. De tal modo, el PSOE se convirtió no sólo en el partido hegemónico —con inmensa diferencia—, de la izquierda, sino que sus sucesivos gobiernos representaban la cotidianeidad fáctica —realista—, del consenso social. Bajo la estela eximente de la “reconversión” emprendida en toda Europa para garantizar la competitividad y viabilidad de su industria tras la crisis del 73, el socialismo español fue encargado de garantizar el desguace del aparato económico heredado del régimen de Franco y, por extensión, de emprender transformaciones de elevado coste social sin merma de la credibilidad del sistema, sin mayores convulsiones políticas ni alharacas callejeras. En resumen: el único partido que desde 1975 se ha presentado y ha ejercido como de “real consenso” ante la sociedad española, ha sido el PSOE. Parece lógico que dicho consenso, alcanzado en los ámbitos siempre difíciles de la vida cotidiana, tenga su proyección inmediata, casi automática, en territorios más sencillos de manejar —y manipular— como es el ideológico. Desde su llegada al poder en 1982 y una vez establecido el liderazgo abrumador del presidente González al frente del Estado, durante muchísimo tiempo “lo natural” en España, casi, era el socialismo; o mejor dicho: la socialdemocracia, pues “hay que ser socialistas antes que marxistas”.

¿Y la derecha, que ha sido de ella mientras tanto?

La derecha es de suyo perezosa, poco amiga de movilizarse, confiada en las instituciones y los beneficios de una vida ordenada, regida por la ley y la buena administración. Todo lo cual está muy bien pero resulta por completo inútil cuando lo principal del sistema que concitaba la , digamos, “lealtad” o “correspondencia” del ciudadano respecto al Estado, se trunca irreversiblemente, como ocurrió en España tras la crisis de 2008. En ese trance ya no sirve para nada una derecha social de telediario y una derecha política-parlamentaria de ley y orden, tal como la entendía el, por otra parte, resultón presidente que fue Mariano Rajoy. Ahora nos extrañamos —más bien se extrañan—, de que díscolos izquierdistas, incluida gente recién llegada al PSOE, pongan en tela de juicio las bases esenciales jurídicas de nuestra convivencia: la Constitución, la monarquía, el ejército y las fuerzas del orden, la soberanía nacional y unidad territorial de la nación. Pero no se extrañaban de sí mismos cuando aquellas fuerzas “disruptivas” trabajaban incansablemente en el nuevo discurso antisistema, haciéndolo llegar a los núcleos más receptivos de la sociedad, mientras el gobierno del PP seguía en misa y dejaba intactas las “cuñas” insertadas por el anterior gobierno de Zapatero en el cuerpo legislativo español: la ley de memoria histórica, las leyes de igualdad y protección “integral” contra la “violencia de género”, etc; todo ello, al tiempo que se mantenía una desasosegante impavidez ante la sublevación golpista en Cataluña. No es que fuesen “acomplejados”, como proclaman desde VOX; es que

la derecha siempre confió en el triunfo final de la cordura y la racionalidad, presuponiendo indemne su ideario gracias a una fe inconcreta en la sensatez humana, avalada por tres mil años de civilización.

la derecha siempre confió en el triunfo final de la cordura y la racionalidad, presuponiendo indemne su ideario gracias a una fe inconcreta en la sensatez humana, avalada por tres mil años de civilización. La tarea que la derecha no ha emprendido aún —y dudo mucho que esté en condiciones de planteársela, o que haya ganas de ponerse a ello—, es bastante más ardua de lo que parece: extenuado el modelo socialdemócrata “conciliador”, de consenso social, inclinados el PSOE y sus aliados ultramontanos hacia fórmulas jacobinas o impropiamente leninistas de solucionar los obstáculos a su estrategia, sólo queda el referente clásico conservador entre la civilización y la barbarie. Para establecerlo no es suficiente la mera confrontación de tácticas y la comparativa de gestiones, lo que en lenguaje de la neomodernidad se denominan “políticas”, como si “la política” fuese ya algo superado, obsoleto y sin sentido. Para alcanzar ese mérito y recuperar la credibilidad en el “punto de salida” parece imprescindible ejercer y estar dispuesto a la gran batalla de las ideas de nuestro tiempo: los valores de libertad, soberanía y progreso frente al panorama de igualitarismo menesteroso, disolución nacional, globalismo y hegemonía “de género” que representa el supuesto progresismo de izquierdas. Esa batalla no es para un día ni se gana en unas elecciones, y desde luego no se soluciona evitando la confrontación, mimetizándose con el terreno donde juega el adversario para pasar inadvertido o simplificando los conflictos con el leve, ya inútil alegato de la Constitución, la ley y los tribunales.

Cierto, la derecha siempre fue perezosa y poco amiga de movilizaciones y aparatos publicitarios; siempre fue más de periódico, café y siesta. Lo malo para ellos: que la prensa vegetal ya no pinta nada y se tarda menos en postear en twitter que pasar la página de un tabloide. Son otros tiempos y unos se han enterado y otros no.

Cuando todos acaben de enterarse, a lo mejor empiezan a cambiar las cosas. De momento, lo que hay es lo que hay. Y, me temo, lo único que puede haber.

 

Posmodernia, 14/7/20

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