El 22 de febrero de 1989, a los 88 años de edad y tras una fructífera vida consagrada a la literatura y marcada por el exilio, el escritor húngaro Sándor Márai acabó sus Diarios, se encerró en el despacho de su casa en San Diego (California), y se metió una bala en la cabeza. Ya venía dando pistas en los Diarios sobre su última drástica decisión. Tras perder a su mujer, hermanos e hijo en el corto lapso de año y medio, se encontraba en absoluta soledad. No podía hablar con nadie en su idioma, la querida y culturalmente aislada lengua húngara; no podía escribir ni apenas leer debido a una afección ocular que prácticamente lo condenaba a la ceguera; no tenía amigos ni gente a la que considerar cercana, vecinos, compatriotas. Faltaban unos pocos meses para la caída del muro de Berlín y un par de años para que en Budapest, su ciudad natal, se le dedicara un solemne homenaje, reconociéndolo como uno de los escritores europeos más importantes del siglo XX. No tuvo paciencia para esperar aquellas mieles que, de todas formas, habrían llegado demasiado tarde. Echó por la calle de en medio: adiós, adiós… Ahí os quedáis.
Será por el tono crepuscular y un tanto derrotado de los tiempos, pero últimamente pienso mucho en Márai. También en una novela de otro escritor húngaro, la maravillosa El alma se apaga (1932) de Lajos Zilahy, donde el autor plantea una situación similar al pequeño infierno soportado por Márai antes de despedirse: la vida de un inmigrante húngaro en los Estados Unidos y su supervivencia casi marginal en una civilización ajena y remota de sus orígenes, la paulatina pérdida de los atributos espirituales que hacen distinto a cada individuo, hasta su radical extinción para dejar paso a una lengua diferente, unas costumbres extrañas, una forma desértica de ver el mundo aunque obligatoria como huésped molesto en casa de pensión. Es la otra muerte, la muerte en vida, a la que están abocadas las civilizaciones con condena de destierro, una sentencia cruel que dictó contra el pueblo húngaro la lógica implacable de la historia, allá por principios del siglo XX.
El alma no se apaga
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