El lenguaje no crea el mundo, pero determina nuestra la percepción de la realidad. Y la percepción lo es todo. Para imponer un orden mundial determinado, las élites que dominan el planeta no sólo precisan controlar los flujos de producción y población, el crecimiento económico, la pobreza y la distribución de ambos factores, sino que necesitan perentoriamente “crear” un mundo (no un modelo de mundo, un ideal civilizacional, sino un entorno concreto, desde ya ocupable aunque peligrosamente inhabitable), donde el asentimiento a lo establecido se base en una ideología global, única y obligatoria; tan obligatoria, que no permita siquiera “deslices” idiomáticos, formas de nombrar lo real que contradigan el dogma del imperio. Y para alcanzar este objetivo, se impone la exigencia del control mental: primero en la manera de dar nombre a la realidad, después en la forma de percibirla, y por último en la de pensarla.
Manuel Quesada y Ramón Irles, en “Programación mental – El arma oculta de las élites”, explican y desarrollan con precisión y concisión esta “política” de control por parte de las élites mundiales, la cual se viene afinando desde hace muchas décadas (con especial recrudecimiento tras la Segunda Guerra Mundial y durante la guerra fría); desde el Proyecto MK Ultra a la ideología GLTB, poco a poco, implacablemente, sin detenerse ni conceder tregua, los métodos de control mental han ido imponiendo su razón hasta el punto de que nadie (o casi nadie), se plantea la controversia o piensa siquiera que existan. Es el triunfo absoluto de la dominación perfecta: que los sometidos se proclamen felizmente libres; y que los “rebeldes”, por muy desaforados que presenten su impugnación, sean para el sistema útiles agentes de reafirmación, como bomberos inconscientes dedicados a apagar fuego con gasolina.
Entre las muchas cosas que dijo a lo largo de su vida el infinitamente citado W. Churchill, hay una frase que siempre me ha llamado la atención: “Se puede engañar a una persona durante mucho tiempo, se puede engañar a muchas personas durante poco tiempo, pero no se puede engañar a todo el mundo durante todo el tiempo”. Se equivocaba. O mentía. O ambas cosas. La mejor manera de controlar al individuo es plantear “la conquista” de su conciencia desde el adocenamiento de las masas. Por su naturaleza irresoluta y vagante, las masas son manipulables desde ideas sencillas que prontamente adquieren popularidad. El individuo posee mucha más capacidad crítica que las masas, pero también propende al gregarismo, no sentirse aislado, sacado de contexto, viviendo una vida (etimológicamente) “obscena”, es decir, fuera de la escena general. Los individuos, por lo general, temen a la muerte civil, el abandono, la soledad y el destierro, tanto como a la muerte biológica. Esa tendencia natural, tan humana, es el factor de éxito más importante del control mental: el individuo reajusta su visión del mundo, su forma de expresarlo y por tanto de interpretarlo, conforme a un contexto asumible, en el que su necesidad de integración sea satisfecha y no sienta su conciencia excesivamente alterada. El campo de cultivo para la supremacía de las élites está abonado. La disidencia, o es útil al sistema o está maldita.
Manuel Quesada y Ramón Irles tienen la honestidad y el arrojo, en este breve ameno ensayo, de describir minuciosamente todo este proceso y denunciar su resultado: un mundo sin forma ni identidad en el que las únicas ideologías admitidas y útiles para sobrevivir son variaciones de un único discurso: el de la explotación material y la miseria moral que garantiza el dominio perpetuo de los auténticos dueños del planeta.
Queda dicho, o no. Si desea usted continuar el día sin disturbios de conciencia, haga como que no ha leído este artículo y “pase” de ““Programación mental – El arma oculta de las élites”; si quiere saber más sobre el asunto, en la editorial EAS estarán muy gustosos de atenderle.