Cervantes, inventor del doctor Watson

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Muchos estudiosos de la obra cervantina y exégetas de El Quijote, sobre todo durante la centuria “romántica” de la crítica literaria española, entre 1850-1950, han querido ver en la gran novela de Miguel de Cervantes (Alcalá de Henares, 1547 – Madrid, 1616), un compendio-síntesis del alma española, la forma española de percibir e interpretar el mundo y la irrenunciable aceptación de cierto compromiso moral respecto a nuestra posición en la Historia; la cual consistiría, fundamentalmente, en luchar con denuedo contra la adversidad de los tiempos, a sabiendas de que el combate está perdido de antemano y con la resolución de quien anhela no tanto la victoria como alcanzar el honor de la gloriosa derrota. Todavía el término “quijotesco”, en el lenguaje literario y coloquial, se refiere a aquel sujeto o aquella acción que persiguen una justicia imposible, con la certeza de que nunca ha de alcanzarse y, además, lo perdido en el empeño será mayor que los supuestos beneficios del bien que se persigue en vano.

Hay dos elementos históricos que justifican esta interpretación “ideologizada” y moralizante de El Quijote:

-La primera, el discurso cultural hegemónico a lo largo de muchos siglos, el cual establecía como robusto cimiento de la grandeza de la patria española la superioridad moral de nuestros grandes poetas místico-ascéticos, como Juan de la Cruz, Teresa de Ávila o Fray Luis de León, así como de los deslumbrantes artistas del Siglo de Oro, desde Velazquez a Quevedo, de Valdés Leal a Cervantes. La gesta conquistadora española no sería tanto un gran triunfo militar como una gran victoria espiritual del ser español, argumentado, depurado y consolidado en la obra de nuestros más descollantes artistas. Parece natural, en consecuencia, que una obra como El Quijote, en la que un viejo caballero visionario se enfrenta en solitario a cuantas torpezas e iniquidades le surgen al paso, se postule como perfecto resumen de esta manera española de estar en el mundo.

-La segunda razón es un tanto más pintoresca aunque no menos verdadera: Cervantes y su obra se erigen como paradigma del eterno español porque el escritor, efectivamente, tuvo una vida española en plenitud, tal como en sus tiempos se apreciaba esta circunstancia. Nacido en el seno de una familia de hidalgos (la pequeña burguesía de la época, sostenida por el ejercicio de profesiones liberales o el servicio a la corona), tras concluir sus estudios de bachiller inicia una serie de aventuras militares que lo llevarán de Italia a Lepanto, y de allí a las campañas contra el turco en Argel, donde, tras ser hecho cautivo, protagonizó cuatro arriesgados intentos de fuga. Luego de ser rescatado por los Padres Trinitarios, quienes pagaron 500 escudos por su liberación, regresó a Portugal y posteriormente a España para dedicarse a su gran pasión: el teatro. Como quiera que el favor del público estaba prácticamente monopolizado por Calderón y, sobre todo, Lope de Vega, ejerció Cervantes distintos oficios administrativos para poder mantenerse. Como recaudador de impuestos y comisario de abastecimientos de la armada recorrió el sur de España durante años, siendo encarcelado por irregularidades contables en dos ocasiones (Castro del Río, 1592, y Sevilla, en 1597). Estas vicisitudes no quebrantaron su obsesión por alcanzar el éxito literario, un reconocimiento que nunca lograría con sus obras teatrales sino con sus novelas. El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha es el primer best-seller español del que se tiene noticia, lo que facilitó la aparición de una segunda parte y, cómo no, otra obra plagiaria, apócrifa, conocida como “El Quijote de Avellaneda”. Todo lo cual traza el perfil de una existencia agitada, arriesgada, en el bien definido tono español que caracteriza el espíritu aventurero de la época: la búsqueda tenaz de la propia fortuna, el desdén por las calamidades sufridas, la perseverancia tanto en los errores como en los aciertos, la creencia infatigable en un destino personal que será satisfecho en este mundo o, por misericordia divina, en el más allá. Es muy lógico, por tanto, que la vida de este acendrado buscador de fortuna que fue Cervantes se refleje en su obra y en sus formas literarias idealizadas. La grandeza del hidalgo español no consistía en conseguir riqueza, sino en no desfallecer en su búsqueda ni arredrar un palmo en la prestancia de su altivez. El orgullo del hidalgo pobre es superior al de los ricos, pues la menesterosidad solía reputarse como prueba incontestable de honradez. Por supuesto, si en alguna ocasión acababa el hidalgo entre rejas, por deudas insatisfechas o por negligente contabilidad con los dineros de la corona, siempre se atribuía su desventura a una “gran injusticia” de los poderes públicos y/o la magistratura. El agravio se soportaba con una admirable mezcla de estoicismo y orgullo de estirpe. 

 

Un nuevo modelo de autor

Existe un debate inacabable entre los estudiosos y críticos cervantistas sobre si el autor era consciente de la índole vanguardista y renovadora, adelantada a su tiempo, en la concepción de El Quijote como obra de narrativa, o si, por el contrario, Cervantes sólo perseguía la publicación de una novela exitosa que lo recompensase económicamente y con la siempre ansiada popularidad. Sea como fuere, resulta innegable la declaración de intenciones y la subrayada pretensión de modernidad de la obra desde la primera línea de la novela, ese titular que tantas veces hemos leído y oído: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”. Esa inmediata aparición de la voz narradora, omnisciente, reivindicándose a sí misma como dueña absoluta del decurso argumental (“no quiero”), se enfrenta de pleno con la concepción medieval y tardorenacentista de lo poético como atributo coral del acervo popular. El autor de novelas, en el estricto sentido en que hoy lo conocemos, nace con El Quijote de Cervantes. (Reparemos en que las grandes novelas españolas anteriores, La vida del lazarillo del Tormes y La Celestina, son anónima la primera y firmada con seudónimo la segunda). Con El Quijote, el hecho novelístico da un importante paso y se transforma en una actividad privada comercial donde el autor sí es ahora un elemento decisivo, pasando de mero intérprete de historias cedidas al imaginario popular a creador literario que merece no sólo la atención particularizada del lector sino absoluta consideración en su derecho sobre la obra. Ni que decir tiene que el contencioso con Avellaneda, imitador plagiario de Cervantes, reforzó esta dimensión moderna de la novela como propiedad del autor y sujeta a su cabal derecho. Esto que hoy nos parece tan obvio, resulta por completo innovador en la época en que fue publicado El Quijote (1605).

 

La crisis entre tradición y modernidad

La carga contra los molinos de viento es, posiblemente, el episodio más conocido y con más espectacularidad representado en la iconografía cervantina. Es un ataque “a la española”, desesperado, sin la menor  posibilidad de victoria, contra el signo de los tiempos y la lógica de la historia.

Los molinos de viento eran una maquinaria relativamente novedosa, introducida pocas décadas antes en el paisaje manchego del siglo XVII. Eran la tecnología surgida ciclópea sobre la tierra de los ancestros, como un desafío del futuro a la sólida inamovilidad del pasado. Este pasaje de la novela, muchas veces muy mal comprendido (o mal interpretado), denota no sólo el empeño de luchar por causas perdidas, sino la “demente” determinación de detener el progreso con las armas de la tradición, el coraje y la invocación de los antiguos valores caballerescos contra el monstruo (“los gigantes”) de la modernidad. Con este episodio, Cervantes escenifica no sólo el final de unos tiempos sujetos a los valores épicos medievales, sino la desvinculación con el caduco modelo de narración caballeresca para sustituirlo por el género en el esplendor de su actualidad.

El tercer elemento de ruptura con el paradigma literario tradicional es la aparición del antihéroe, contrapunto realista pragmático ante el delirio idealista quijotesco. Me refiero, obviamente, a Sancho, el lugareño resabiado, leal y prevenido que encarna en su oronda figura la sabiduría cotidiana de lo popular, el método de la experiencia como fórmula para conjurar los peligros de lo ideal enfrentado al orden real del mundo. Esta figura del antihéroe, argumentada prolijamente en la literatura española a partir de la figura del pícaro, se supera a sí misma y alcanza en Sancho una dimensión universalizadora: la del hombre corriente que contempla con desazón los afanes para él incomprensibles, o del todo inútiles, de quienes se empeñan en reconfigurar la realidad conforme a valores escindidos de la misma práctica verificada. La filosofía sanchesca es tan universal como la quijotesca. Cuando Ortega y Gasset, tres siglos y medio después de haberse publicado El Quijote, afirma en La rebelión de las masas que toda revolución está abocada al fracaso porque impone la “locura” de “suplantar la realidad por las ideas”, está adoptando la misma perspectiva realista de Sancho cuando advierte a don Quijote que los molinos contra los que entabla combate son maquinarias eólicas, no poderosos y despiadados gigantes que tiranizan la tierra de los antepasados.

 

Una obra de alcance universal

Cervantes no sólo se anticipa dos siglos al nacimiento de la novela como género moderno. Traza el paradigma orgánico literario sobre el que va a desarrollarse el género a partir del XVIII y en la época dorada de la novela, desde principios del XIX hasta mediados del XX. La oposición realidad-fabulación, héroe-antihéroe, deseo-posibilidad, razón-sentimentalidad, son constantes basales de la novela moderna. Quizás el más claro ejemplo de ello sea el otro personaje novelístico popular por antonomasia en la cultura occidental: el detective Serlock Holmes, un personaje nacido trescientos años después que El Quijote y con el que mantiene todos los débitos formales ya establecidos por Cervantes. Ignoro si alguna vez Conan Doyle reconoció o se refirió siquiera a las concomitancias estructurales entre su personaje, Holmes, y la figura de don Quijote. En cualquier caso, el asunto no tiene mayor relevancia porque cualquier lector atento (no digamos la crítica y los expertos en literatura comparada), pueden reconocer esta cercanía simétrica en una somera aproximación a la obra de Doyle.

Holmes es un extraordinario ejemplo de esa tensión perpetua entre fantasía y razón que nutre el magma íntimo de lo literario. Sin ambos elementos operando al unísono, articulados con la maestría de Conan Doyle, el personaje y la ingente obra construida sobre el mismo, sencillamente, no habrían existido. Esta última afirmación puede parecer un tanto obvia (de hecho lo es), pero en el caso que nos ocupa no deja de tener su dimensión llamativa, puede que desconcertante, si recordamos que precisamente Conan Doyle, creador del detective minuciosamente positivista por antonomasia, creía en las hadas; o al menos tuvo una entusiástica necesidad de creer, tal como demostró al implicarse con fervor en el célebre caso de las fotografías de “las hadas de Cottinglay”, una dedicación que culminó con su exquisito libro El misterio de las hadas. Bien conocida su fascinación por el espiritualismo, su preocupación por “el más allá de las cosas” y demás materias trascendentales en el ámbito de lo mágico-religioso-metafísico, Conan Doyle parece el escritor adecuado, incluso oportuno, para construir un personaje por completo antagónico (en principio) a todas sus creencias y convicciones, incluso a su concepción sentimental del mundo. Desde este punto de vista, Sherlock Holmes es a Conan Doyle lo que Don Quijote fue para Cervantes. El hidalgo de La Mancha representa el esperpento, o la parodia, del héroe de caballerías, en general detestado por Cervantes; Sherlok Holmes es igualmente una parodia del hombre racionalista, positivista, cientifista, que no solamente no cree en aquello que no pueda ser explicado y mensurado, sino que además desprecia cualquier conocimiento sospechoso de subjetivismo o inutilidad.

Don Quijote es presentado por Cervantes como un enajenado desde el principio de la novela; la locura de Holmes se argumenta de manera más sutil, mediante una suerte de “acumulación de evidencias” de las que el lector, tarde o temprano, sacará la inevitable conclusión: el inquilino del 221B de Baker Street no está en sus cabales. Esta gradación en el descubrimiento de la “rareza” de Holmes resulta de una lógica literaria, argumental, abrumadora; a ningún autor de novela detectivesca se le habría ocurrido advertir al lector, apresuradamente, de que el personaje protagonista, el investigador, es en el fondo un perturbado. Por otra parte, la locura de Holmes tiene muy poco que ver con la de Don Quijote. Puede esquematizarse la diferencia afirmando que Don Quijote sufre un exceso de fantasía, mientras que Holmes padece un exceso de realidad. El manchego es un loco casi de atar, alienado por la lectura de delirantes novelas de caballería, mientras que Sherlock Holmes padece “la locura de los tiempos”, la sinrazón del “monstruo” engendrado por “el sueño de la razón”. Serlock Holmes es en esencia un esmerado dibujo del hombre racionalista moderno, satisfecho con el método empirista cognitivo, seguro de sí y de la infalibilidad de la sana percepción en el ámbito de lo real manifestado, ajeno por completo a cualquier explicación imaginativa o fantasiosa del mundo, rotundo defensor de lo evidente enfrentado a toda hipótesis divagativa o especulativa. La “locura” de Holmes consiste en pretender que la realidad es inambigua por naturaleza, y, por consiguiente, denostar el más pequeño conato de comprensión de esa misma realidad a partir de una consideración ambigua de la misma.

El psiquiatra y escritor Carlos Castilla del Pino, de quien me reconozco veterano lector y con quien alcancé cierta amistad a lo largo de los años, mantenía que la distinción, incluso el límite entre cordura y trastorno, se encuentra justamente en la capacidad del sujeto para asumir y gestionar en su fuero interno la ambigüedad de lo real. Lo característico del discurso alienado, delirante, es su obsesión por la inambigüedad. Ponía como ejemplo la manía persecutoria, donde todo hecho objetivo era dirigido de inmediato a un único y tiranizante sentido de interpretación: “Como mi familia me odia, no encuentro trabajo; como mi familia me odia, los vecinos no me hablan; como mi familia me odia, he enfermado de los nervios…”, etc. Por el contrario, la habilidad para organizar la realidad en la mente del individuo como un conglomerado de fenómenos objetivos en difusa conjunción indiferenciada con percepciones inexplicables, mágicas, desconcertantes, es la actitud propia de la psique del individuo sano. Eso es la cordura: la capacidad de aceptar sin daño ni turbación lo ambiguo de lo real. No hace falta insistir en que ni el ingenioso hidalgo don Quijote ni Sherlock Holmes habrían estado dispuestos, por un segundo, a aceptar que el mundo podría ser distinto a como ellos se habían propuesto que fuera. Ni tampoco es preciso argumentar cómo esta dulce confrontación literaria entre fantasía, realidad, razón e imaginación, produjeron dos de los personajes novelescos más sobresalientes de la historia. El trato exquisitamente inteligente, entrañable, tan elegantemente humanizado que reciben de sus autores, es una de las claves seguras de su extraordinario éxito.

Siempre fue así: todo Quijote necesita su Sancho, todo Holmes necesita su doctor Watson: la voz a ras de suelo que señala algo tan simple como la axiomática dimensión humana de todo hecho de origen humano. Holmes se desenvuelve en el puro territorio de la fenomenología, mientras que Watson ejercería como contrapunto ilustrado (más bien experimentado) en el ámbito de las “ciencias morales”. Si damos la vuelta a este método holmesiano positivista de aproximación a la verdad, colocándonos en los dominios del pensamiento dogmático espiritual, encontramos idéntica propuesta en donde menos podría sospecharse: el mandato bíblico. “No dejéis que la tradición anule vuestra fe”, dice el Libro; es decir, no deberíamos permitir que el perfil e imposición humana de lo humano (con perdón por la tautología) nos aparte de la verdad. Me refiero, claro está, no sólo a la verdad empírica, demostrable y mensurable, sino a la “verdad” (aquí escrita entre comillas), de la revelación religiosa. En el fondo, como puede apreciarse, la adhesión sin fisuras de Sherlock Holmes al método empírico probatorio de la realidad es un solemne, desmesurado, poderoso y extravagante acto de fe. Una fe tan inamovible como la que otorgaba bríos a don Quijote cuando, en pleno erial castellano y bajo un sol de penitencia, cargaba con todas sus fuerzas contra los poderosos molinos de viento. Porque la realidad, tozuda, siempre enseñó a los humanos que combatir el progreso es una locura tan grande como repudiar la fuerza de la tradición.

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